Eran las tres de la madrugada.
Envolvía a la ciudad una densa oscuridad. Reinaba también una neblina viscosa. En el río, un barco tocaba la sirena, anunciando su paso. El distrito financiero estaba quieto y silencioso como una tumba. Las pisadas de los policías resonaban de vez en cuando por las calles desiertas. Los trenes subterráneos, a su paso, estremecían las dormidas calles, semejantes a animales soñolientos y monstruosos.
Algo más siniestro se acercaba al Banco, cuyas cajas de caudales guardaban el oro que por la mañana partiría a auxiliar a las instituciones financieras de Chicago, que se encontraban en situación apurada. El vigilante nocturno lo ignoraba todavía. Era un individuo de escasa inteligencia, pero honrado, que tenía la costumbre de obedecer su impulso y pensar después.
—Cuando observo algo sospechoso —explicaba— suelto un tiro e interrogo después.
Y estaba orgulloso de su táctica, que hasta el presente le dio buen resultado. Las únicas personas sobres quienes disparó, en realidad lo merecían.
Aquella noche histórica notó una extraña neblina que poco a poco iba rodeando al edificio. No le dio importancia, pues verdaderamente creyó se trataba de una niebla. Hubiera pensado de distinta manera, de haber visto un enorme agujero recién abierto en una pared del edificio. Pero no se fijó, pues vigilaba con mayor atención las puertas y las ventanas por donde podían cometerse atrevidos escalos. Tampoco distinguió a un hombrecillo que tomó cuerpo en la oscuridad de una ventana de un cajero. El merodeador levantó una pistola de aire y apuntó a la espalda del vigilante.
De repente, una poderosa figura broncínea surgió de una puerta contigua y una mano asió la pistola de aire comprimido. Otra mano cubrió el rostro del pistolero, tapándole la boca e impidiéndole gritar.
La mortífera arma estalló con rumor sordo. Sólo entonces despertó el vigilante. Giró por instinto sobre sus talones, llevándose, al mismo tiempo, la mano a un bolsillo, donde guardaba su arma, pero quedó paralizado del horror.
El merodeador recibió el proyectil de la pistola de aire y yacía tendido en el suelo, es decir, la parte superior de su cuerpo. Sus piernas ya se habían disgregado en un humo espeluznante que brotaba envuelto en unas chispas eléctricas fantásticas.
La bala de Humo de la Eternidad había herido al hombre en el pie. El disparo fue un accidente.
Sobre la forma que se disgregaba, había inclinado un hombre que parecía de bronce macizo, y el vigilante, perdiendo la serenidad, puso en práctica su credo de disparar primero e interrogar después. Sacó su revólver, pero simultáneamente, un formidable puñetazo del hombre de bronce lo derribó en tierra, inconsciente, tras el pupitre del vicepresidente.
Una docena de hombres, cual sombras furtivas, penetraron en el Banco, con pistolas y ametralladoras. Uno de ellos empuñaba una pistola de aire comprimido.
—¡Vamos! —gruñó—. ¡Tenemos órdenes de Kar de dar este golpe!
—¡Ey, Guffey! —exclamó uno—. ¿Tumbaste al vigilante?
Al no recibir respuesta de su compañero, murmurando, nerviosos, avanzaron.
—¡Cielos! ¡Mirad! —exclamó uno.
En el cielo, convirtiéndose en un horrible vapor gris, yacía una cabeza humana.
—¡Es Guffey!
Su primer impulso fue huir. La visión de la cosa fantástica que sucedía a la cabeza de Guffey, los llenó de pánico.
—No seáis cobardes —exclamó el hombre que empuñaba la pistola de aire—. No veis al vigilante, ¿verdad? Guffey tuvo tan solo un accidente. El Humo de la Eternidad lo disgregó a él y al guardián.
Tras unos cuantos murmullos, la explicación de la ausencia del vigilante y el accidente de Guffey se aceptaron, disponiéndose al trabajo.
El hombre de la pistola de aire comprimido disparó sobre la puerta de la cámara acorazada. Al instante, el grueso acero empezó a disgregarse en el humo extraño.
Tras las sombras del pupitre del vicepresidente, Doc examinaba la pistola, cuyo proyectil mató a Guffey y comprobó, decepcionado, que no contenía ningún otro cartucho del Humo de la Eternidad.
Recordó las palabras del hombre agonizante sobre la cubierta del Alegre Bucanero. El individuo declaró que Kar nunca daba más de un cartucho del Humo de la Eternidad, temeroso de que sus hombres iniciasen una campaña de robos por su cuenta, si estuviesen aprovisionados de una cantidad de dicha substancia. La disolución de la puerta de la cámara acorazada cesó, al agotarse la potencia del proyectil.
Los hombres de Kar, mostrábanse reacios a acercarse a la abertura, al principio. Temían que la espeluznante substancia pudiera aniquilarles. Pero, al fin, uno de ellos penetró en el interior de la cámara acorazada. Los otros siguieron su ejemplo. Reaparecieron segundos después, cargados de sacos, al parecer llenos de monedas de oro. Ya no vacilaban, la vista del precioso metal había disipado todos sus terrores.
Doc permanecía inmóvil en las sombras del pupitre, junto al vigilante tendido en el suelo, privado de conocimiento de resultas del puñetazo recibido. Dejaba que el plan siguiese su curso, pues quería seguir a los ladrones hasta dar con Kar. Amontonaban el botín junto al boquete que abrieran en la pared del edificio. Comprendió que necesitarían uno o más camiones para transportar el botín. Dos millones de dólares en oro pesan mucho.
Acertó al suponer que Kar intentaría apoderarse del oro sin esperar a que lo depositasen en el tren. Pues le juzgaba lo bastante inteligente para comprender que acaso Doc oyó el complot.
Un camión se detuvo en la oscura travesía, junto al agujero de la pared del Banco. Al instante los ladrones empezaron a cargar los saquitos de oro. El vigilante empezó a volver en sí. Al hacer un primer movimiento, le paralizaron unos brazos broncíneos. No pudo tampoco mirar ni gritar. El último saquito de oro fue colocado en el camión por brazos cansados, poco acostumbrados a trabajar. El vehículo era grande y pudo cargar todo el botín. Los ladrones subieron y el camión se puso en marcha.
La voz de Doc retumbó, impresionante, en los oídos del inmovilizado vigilante.
—¡Avise a la policía! Dígales que la banda de Kar robó al Banco. La policía sabrá a quien se refiere, al mencionar el nombre de Kar. ¿Comprende?
El vigilante empezó a maldecir, pero desistió enseguida, al sentir la fuerza de los dedos que le oprimieron.
—Comprendo —murmuró.
—No les diga nada más, hasta que lleguen —continuó Doc—. Entonces puede explicarles todo lo sucedido. Adviértales que Doc Savage estuvo aquí. Pero recuerde una cosa: no mencione mi nombre a los periodistas. ¿Comprende?
El vigilante asintió con un gruñido. Doc Savage le había salvado la vida, pero no sentía el menor agradecimiento.
Doc se dirigió a la puerta.
El vigilante se inclinó a recoger su revólver, que yacía en el suelo, cerca del lugar donde se disgregara el cuerpo del gángster. Posó los dedos sobre el arma, pero al levantar el cañón, el hombre de bronce había desaparecido. Esto recordó al vigilante la horrible disgregación de un cuerpo humano que presenciara. Un sudor frío le corrió por todo el cuerpo. Las rodillas le temblaron de tal modo, que se vio obligado a sentarse en el suelo, para recobrarse de la impresión.
Doc Savage siguió al camión. Había perdido unos minutos hablando con el vigilante pero el vehículo partió con lentitud, para hacer menos ruido. Estaba tan sólo a unas tres manzanas de distancia. Echó a correr y pronto lo divisó. El camión se dirigía a la parte alta de la ciudad. El hombre de bronce no le perdía de vista y después de haber cruzado varias esquinas llamó a un taxi que pasaba.
—Siga a ese camión —ordenó al chofer, exhibiendo un billete.
El conductor abrió los ojos, contestando:
—Muy bien, señor.
El camión continuó su marcha hasta llegar a Riverside Drive, seguido del taxi. ¡Los ladrones se dirigían al Alegre Bucanero!
Doc despidió al taxi y, envuelto en las sombras, se acercó al antiguo buque corsario, al abrigo de unos arbustos. Observó cómo los ladrones consignaban los saquitos de oro a un escondite, cuya simplicidad le sorprendió. ¡Simplemente tiraban los sacos de oro al río! El lugar elegido para tirar los sacos de oro estaba situado cerca de la popa del Alegre Bucanero, pero entre el casco del buque y el muelle.
—¡Tíralo cerca del casco, zopenco! —gritó uno de los ladrones—. Ten cuidado de que caiga en la plancha amarrada al barco.
Ésa era la explicación. Debajo de la superficie del río, lo bastante profunda para no ser notada, había una plancha, especie de estante, amarrada al Alegre Bucanero.
Teniendo en cuenta que la policía conocía ya que Kar utilizaba el antiguo barco pirata, era en verdad, de una gran audacia ocultar el botín allí. Aunque por ese mismo motivo quizás estuviese más seguro, pues no sospecharían de un lugar tan conocido. El antiguo buque corsario estaba muy lejos de ser lo que parecía.
Doc Savage aguardó, paciente, alguna señal de vida de Kar.
De improviso, apareció otro hombre que llegaba corriendo con mucho ruido. Los ladrones empuñaron nerviosos las armas. Luego, reconociendo al recién llegado, uno de ellos dijo:
—¡Por poco te achicharramos!
El individuo comenzó a hablar con rapidez, en tan débil cuchicheo, que Doc no pudo oír lo que decía. Luego, levantando la voz, continuó:
—Marchaos todos, excepto cuatro. Son órdenes de Kar. Tengo que llevar a los cuatro a presencia del jefe.
Se oyeron algunos murmullos de protesta. Pero, al fin, los ladrones obedecieron la orden perentoria. Sus protestas se fundaban en el temor de dejar el oro sin vigilancia. Lanzaron al agua el último saquito de oro. Todos los ladrones, a excepción de cuatro de ellos, subieron al camión, que arrancó, descendiendo por Riverside Drive. Los que recibieron la orden permanecieron en el muelle con el portador de la misiva. Transcurrieron varios minutos. El ruido del camión fue apagándose.
—¡Vamos! —exclamó el mensajero en voz alta—. ¡Os llevaré a donde está Kar!
El hombre se dirigió hacia el barco pirata.
—¿Kar está a bordo del Alegre Bucanero? —exclamó uno de la banda.
—Seguro. ¿Qué creías tú?
Los hombres desaparecieron a bordo del buque corsario.
Doc Savage escaló la barandilla con un salto felino. Un rumor de pisadas le indicó que los ladrones estaban a popa. Viéndolos desaparecer por una bajada de cubierta, les siguió. No había visitado aquella parte de la embarcación, a pesar del número de veces que estuviera a bordo. El singular barco era un laberinto de estrechos pasillos y diminutos cubículos. La policía registró el barco de punta a punta cuando trasladaron los cadáveres de los gangsters de la banda de Kar y de encontrarse éste a bordo, sin duda alguna, lo hubieran capturado.
Doc siguió a pocos metros de los cinco hombres. Entró por el tercero de una serie de pasillos estrechísimos. Una puerta se cerró con estrépito tras él, cerrando el pasillo. Se lanzó rápidamente hacia el otro extremo, pero encontró el paso cerrado también por una puerta. ¡Luego el techo entero del pasillo se desplomó, con estruendo, sobre su cabeza! La masa de vigas monstruosas abatió a Doc Savage, que cayó de rodillas, no aplastándole por milagro. La puerta del lado se abrió al instante y una antorcha enfocó sus rayos deslumbrantes sobre sus bronceados ojos, cegándole.
—¡Ya lo tenemos! —cacareó el mensajero de Kar—. Lo cazamos en una trampa, aunque es muy listo.
Una pistola de aire comprimido, surgió junto a la antorcha, apuntando a la cabeza de Doc Savage.
¡Bang!, Zumbó la pistola.
La antorcha se apagó cuando el hombre que la llevaba retrocedió con rapidez, temiendo que parte del terrible Humo de la Eternidad salpicara su cuerpo. Los otros pistoleros aguardaban a varios metros de distancia.
Preguntó uno al mensajero:
—¿Cómo supo Kar que el sujeto de bronce nos seguía?
Respondió con una carcajada el interpelado:
—Muy sencillo. El vigilante del Banco telefoneó a los periódicos de la mañana, denunciando que un gigante bronceado le atacó y robó la cámara acorazada. Supongo que telefonearía a los periódicos antes de hacerlo a la policía. Probablemente quería ver su nombre en letras de molde.
—¡Ah! —exclamó uno.
—Sea lo que fuere —continuó el mensajero—, el aviso llegó a las redacciones minutos antes de ponerse en máquina y por eso aparecieron con la noticia del robo en la primera página. Kar tiene a varios hombres vigilando todas las redacciones, para comprar el periódico en cuanto sale a la calle. A veces los periódicos reciben las noticias antes que la policía. El resultado es que el jefe, al leer la noticia, adivinó que este pájaro bronceado seguía el botín, con la esperanza de que lo conduciría a nuestra guarida.
—De manera que te mandó…
—A que os dijera, en voz alta, para que él lo oyera, que os llevaré en presencia del jefe —rió el gángster—. Kar sabía que Doc Savage caería en la trampa.
—Kar es un as —declaró, admirando uno del grupo.
—Exacto. Pero lo más astuto de todo, es la manera como jamás se deja ver ni siquiera descubre su verdadero nombre.
—¡Tuvimos suerte de que el vigilante telefoneara a los periódicos!
—Ya lo creo —asintió otro.
La antorcha iluminó el pasillo. Un humo gris formaba una regular columna. Las fantásticas chispas eléctricas jugueteaban con viveza. ¡Las vigas derrumbadas estaban disgregándose!
—Eso —se mofó uno de los hombres—, liquida a ese pájaro de bronce.
Pero hubiese o no perecido el gigante bronceado, sus compañeros permanecían aún en la oficina; mientras Doc partió solo a su destino, ellos esperaban órdenes.