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Tenaz persecución

—Kar debía tener un automóvil esperándole —gruñó Monk—. ¿Le viste la cara?

—No —respondió su compañero—. Iba enmascarado. El individuo tiene especial cuidado en no ser reconocido.

Un gentío empezó a reunirse en torno a los dos amigos que, chorreando, presentaban un aspecto verdaderamente grotesco, en grado especial Doc, que iba en calzoncillos, pues no se puso las ropas que se quitó al zambullirse en el río desde cubierta del Alegre Bucanero.

—Será mejor que nos larguemos de aquí cuanto antes —observó Monk, en voz baja.

Subiendo a un taxi, Doc ordenó al chofer que se dirigiera a la calle donde tenían la guarida Squint y su banda. Una vez llegados al lugar, Doc penetró rápidamente en la décima casa. Encontró pronto el aparato eléctrico de Long Tom que daba la corriente de alta frecuencia a la línea telefónica secreta. Mirando por la ventana trasera, descubrió al ingeniero trabajando en esa parte de la casa con su sensitivo detector. Se detuvo un instante, observando que todavía no habían trasladado el cadáver de Squint. Era evidente que las otras habitaciones de la casa estaban desocupadas. Luego, entrando por la ventana, consultó con Long Tom.

—Existe una línea telefónica que sale de un sumergible hundido cerca del Alegre Bucanero —explicó—. La línea penetra en el barco pirata y luego sale por el interior de un cable de amarras. Cuando investigues esta línea, puedes examinar la otra también.

—Perfectamente —respondió Long Tom.

—Y vigila alerta. Ese Kar es un demonio.

El ingeniero asintió con la cabeza y abrió su abrigo para mostrar que se protegía con un chaleco imperforable. Llevaba también un cinto con una extraña pistola provista de un curioso cargador y que en realidad era una pequeña ametralladora.

—Estoy preparado —anunció.

Volviendo sobre sus pasos, Doc se dirigió en el taxi a su rascacielos de la parte baja de la ciudad. Él y Monk entraron con rapidez para evitar llamar demasiado la atención. Un ascensor les subió al piso ochenta y seis. Al entrar en la oficina, recibieron una sorpresa.

¡Oliver Wording Bittman, el taxidermista, les esperaba! El taxidermista, reclinado en un sillón, fumaba temblorosamente un cigarrillo. Al verlos, se irguió de un salto, con los ojos llenos de preocupación. La piel de su rostro moreno estaba algo pálida.

—Vengo a visitarle antes de lo que esperaba —dijo, intentando una sonrisa que se trocó en una mueca.

Doc pensó que algún incidente desagradable motivaba la turbación del hombre que salvó la vida a su padre.

—¿Le ocurre algo? —inquirió.

Bittman movió con violencia la cabeza en señal afirmativa.

—¡Sí! —exclamó.

Se desabrochó el chaleco y la camisa y luego levantó un vendaje que llevaba puesto. En sus costillas se veía una herida superficial, casi un rasguño, parecido a la señal de una bala.

—Me tirotearon —explicó Bittman—. Puede usted ver como por poco la bala termina con mi vida. Esto ocurrió pocos minutos después de salir ustedes de mi casa.

—¿Vio quién disparó?

—¡Fue Yuder!

—¿Gabe Yuder?

—¡El mismo! —exclamó Bittman, con fiereza—. Escapó en un automóvil. Pero le vi el rostro. ¡El hombre que usted conoce por Kar es Gabe Yuder!

Los ojos de Doc centellearon al hablar a Bittman.

—De alguna manera misteriosa, Kar averiguó que yo le visité, Bittman —dijo—. Uno de sus hombres, pilotando un aeroplano, intentó asesinarme poco después de salir yo de su casa.

—Esto significa que ese criminal me ha sentenciado a muerte —murmuró Oliver Wording Bittman—. ¿Podría… podría yo… unirme a ustedes para mi protección? Hablándole con franqueza, no creo que la policía sea capaz de hacer nada en un asunto como éste.

Doc Savage no titubeó. Aunque él y sus cinco hombres trabajaban mejor solos, sin el estorbo de otra persona menos hábil, no podía rechazar la petición de Bittman.

—Desde luego, puede unirse a nosotros —replicó generoso—. Pero quizás deba advertirle que formando parte de nuestra sociedad no está precisamente seguro. Al parecer, atraemos sobre nuestras cabezas todos los peligros imaginables. Es probable que fuese mayor su seguridad si se escondiese en alguna parte.

—¡No soy un cobarde que huya a un escondite! Deseo ayudar en la medida de mis fuerzas. ¡Jerome Coffern era un amigo mío! Le suplico me permita colaborar a la captura del asesino. Es todo cuanto pido. ¿Me lo concederá usted?

Estas palabras emocionaron a Doc Savage. Bittman dio expresión a los motivos que tenía para perseguir al monstruoso Kar.

—Será usted uno de nosotros —declaró Doc. No obstante, comprendió que aceptando la presencia de Bittman, aumentaba sus responsabilidades. Debería guardarse la vida del taxidermista.

Johnny, el alto y flaco arqueólogo, efectuó su aparición llevando una caja mediana y muy pesada.

—Los ejemplares de rocas de la isla del Trueno —anunció—. Hay un buen número de muestras. Jerome Coffern recogió una colección completa.

Doc Savage examinó con rapidez los ejemplares, pero sin ponerlas bajo un microscopio ni analizarlas.

—No hay tiempo para dedicarlo a este asunto ahora —explicó—. Lo haremos en otra ocasión.

Guardó las muestras en una caja de caudales alta y grande, que había en la oficina exterior. Luego sacó ropas de un armario oculto y se las puso.

—Si hiciera el favor de ayudarme —dijo, cogiendo papel y lápiz—, haré un dibujo de Gabe Yuder, como me lo describió usted. Deseo que señale las diferencias que existan entre mi dibujo y las facciones de Yuder.

Dibujó con rapidez las facciones de un hombre.

—Algo más lleno de mejillas —apuntó Bittman— y una mandíbula más pequeña.

El trabajo llegó a su fin.

—¡Éste es de una semejanza extraordinaria! —exclamó Bittman.

Es para la policía —indicó Doc—. Darán órdenes para su captura. Si lo atrapamos…

—¡Habremos cazado a Kar! —interrumpió Bittman, con fiereza.

Llamando a un mensajero, Doc envió el dibujo a la comisaría más cercana. Poco después se oyeron las voces de Renny y Ham, en el pasillo.

—¡Pobre Monk! —gemía la voz de Renny—. Solo encontramos a un limpiabotas que presenció cómo lo secuestraban, metiéndolo a viva fuerza en un automóvil. Eso significa que esos demonios lo trasladaron a las afueras para asesinarlo. ¡Pobre gorila!

En la respuesta de Ham vibró una especie de sollozo.

—Temo que tengas razón, Renny. Es terrible. Monk era uno de los hombres más simpáticos del mundo. En realidad yo le quería.

El químico oyó su oración fúnebre. Sus ojillos chispearon traviesos. Parecía que iba a prorrumpir en una carcajada. Pues Ham nunca expresó antes semejantes sentimientos. Acostumbraba llamar a Monk «el eslabón perdido» y otras cosas menos cumplidas todavía. Al oír las terribles palabras de Ham, uno pensaría que no habría nada que le produjera mayor placer que clavar su bastón estoque en el cuerpo de gorila de Monk.

Ham y Renny entraron y encontraron al compañero que juzgaban perdido.

—¡Jo, jo, jo! —estalló éste, prorrumpiendo en sonoras carcajadas—. De manera que me quiere, ¿eh?

Ham borró al instante el chispazo de alegría que brilló en sus ojos, al ver a Monk.

—Lo que yo querría —replicó con acritud— es cortarte ese pescuezo velludo.

Doc explicó a Ham y a Renny lo sucedido a Monk. El teléfono sonó cuando terminaba el relato y se oyó la voz de Long Tom.

—He descubierto adónde comunica la línea de la décima casa —anunció—. Y también la del barco «El alegre Bucanero».

—Espéranos donde estás. Salimos inmediatamente —indicó Doc.

Los compañeros desaparecían por la puerta cuando Doc Savage colgó el aparato. Llevaban chalecos imperforables y cogieron las ametralladoras de curvados cargadores, un invento de Doc.

Oliver Wording Bittman parecía aturdido por la rapidez con que aquellos hombres entraban en acción. Disimulando su asombro, se unió a ellos. Doc tocó el timbre del ascensor.

—¡Será mejor que tomemos dos taxis! —observó, al llegar a la calle—. Si Kar dispara ese Humo de la Eternidad sobre un coche, no nos liquidará a todos.

—El pensamiento es muy risueño —sonrió Monk.

Los dos vehículos subieron por la Quinta Avenida con dirección a Riverside Drive. Long Tom, flaco y cetrino, de aspecto enfermizo, pero en realidad tan fuerte como cualquiera de los otros cinco mosqueteros, esperaba en la esquina de Riverside Drive. Delante de él, en el suelo, había dos cajas de aparatos.

Doc hizo parar su coche junto a su compañero.

—¿Adónde conducen los alambres? —le preguntó.

Long Tom hizo una mueca.

—No tenemos suerte —se lamentó—. Los alambres iban, por la parte trasera de otras casas, hasta debajo de Riverside Drive, siguiendo la alcantarilla. Desde allí se extendían hasta el barco pirata por una guindaleza y, descendiendo por la quilla, se sumergía en el río…

—¡Al sumergible! —exclamó Doc, decepcionado—. ¡De manera que los alambres de la habitación y del buque formaban un circuito!

—Exacto —confirmó Long Tom.

Doc Savage meneó su bronceada cabeza.

—Esto es muy extraño —dijo—. Cuando Kar habló a Monk, no es probable cometiera la temeridad de hacerlo desde aquella habitación, pues sabía que yo descubrí el lugar.

—El circuito telefónico secreto no tenía otras ramificaciones —afirmó Long Tom. Señaló sus instrumentos—. Mis aparatos las habrían descubierto.

Doc Savage giró la vista por el lado opuesto de Riverside Drive, donde se alzaban varios edificios, altos y de reciente construcción. El gorjeo, bajo y singular, brotó de improviso de los labios de Doc. Era apenas audible, pero Long Tom lo oyó sonriente. Comprendía que el fantástico y melodioso sonido propio de algún pájaro extraño de la selva, era precursor de un golpe maestro, pues siempre presagiaba alguna hazaña prodigiosa de Doc Savage.

Susurró éste, en voz baja:

—Investiguemos hermanos.

Los condujo a la décima casa de la callejuela conocida, pero en vez de subir la escalera, guió al grupo por una puerta trasera. Existía allí un patio largo y estrecho, circundado por unas viejas vallas de madera. Hallábase el patio en un completo estado de abandono. Por el lado de Riverside Drive se veía la pared trasera de una casa de unos veinte pisos. En el extremo opuesto había un edificio más bajo. Y a ambos lados, se elevaban las paredes de unas viejas casas de vecinos.

Oscurecía. Los edificios llenaban de oscuras sombras el inmundo patio. Doc avanzó a través de los escombros, hacia Riverside Drive. Observó que los alambres de la línea telefónica secreta que en su mayor parte se extendían por las grietas, entre los ladrillos estaban pintados del mismo color que la mampostería. Llegaron a la pared del edificio mucho mayor, de cara a Riverside Drive. Los alambres, delgados y apenas visibles seguían por la parte trasera de la casa. En un punto, un asa diminuta colgaba de improviso.

Doc apuntó:

—¿Notas algo peculiar al respecto?

Long Tom clavó los ojos:

—¡El aislamiento desapareció en ese punto! —exclamó—. ¡El cobre desnudo de los alambres lo demuestra!

—Exacto. Observa que hay muchas ventanas encima mismo del lugar.

—¿Quieres decir que Kar conectó aquí y…?

—Inclinándose y empalmando las puntas de otros alambres —replicó Doc—. ¡Eso significa que lo efectuó desde la ventana que hay encima mismo! Esas casas son demasiado pequeñas para alcanzarlas desde una distancia mayor.

Bajando la voz, ordenó a Renny y a Johnny:

—¡Vosotros me acompañaréis!

Los condujo con rapidez hacia la fachada del alto edificio que daba a Riverside Drive. Pasaron resueltos delante de un conserje lleno de asombro. El vestíbulo estaba decorado suntuosamente. Una tupida alfombra cubría el suelo. Doc Savage describió al conserje la situación del piso sospechoso.

—¿Quién vive allí? —preguntó.

—Nadie, todavía —fue la respuesta—. Lo alquilaron hace tiempo, pero el inquilino no se ha mudado aún.

Los cuatro compañeros y Oliver Wording Bittman subieron con rapidez por la escalera lujosamente alfombrada. Al llegar al rellano, deteniendo a los otros con un movimiento de su brazo, a pocos metros de la puerta, Doc avanzó solo. Acercándose con cautela al umbral, escuchó alerta. No percibiendo ni el más ligero ruido, intentó abrir la puerta. ¡Estaba cerrada con llave! Arrimando el hombro, dio un fuerte empujón y la puerta cedió, saltando la cerradura.

El lugar no solamente estaba desocupado, sino que tampoco contenía ningún mueble. El suelo, desnudo y barnizado, relucía levemente a la luz del crepúsculo. Se acercó entonces a la ventana. Agitando una mano a Renny y a Johnny, que aguardaban abajo, en el patio largo y estrecho, perteneciente a la décima casa de la callejuela conocida, les indicó que permanecieran donde estaban. Luego, volviéndose, se dirigió rápidamente hacia la puerta. Aunque no había señales de haberse empalmado ningún alambre telefónico en la habitación, no quedó satisfecho. Su fino instinto le indicó dónde debía mirar. Levantó la alfombra del pasillo delante mismo de la puerta.

Vieron entonces, las puntas de dos alambres finísimos.

—Utilizaron un empalme lo bastante largo para conectarlo desde aquí, pasando por la ventana —comentó.

Alzando por completo la alfombra, siguió el curso de los alambres, pasillo abajo. Oliver Wording Bittman estaba pálido. Su gran mandíbula tomó la rigidez de una piedra. Pero no temblaba.

—Estoy desarmado —balbuceó—. ¿Puede uno de ustedes prestarme un arma? ¡Una de esas ametralladoras de forma curvada! ¡Quiero ayudar a destruir a esos monstruos!

Doc Savage tomó una rápida decisión. Tenía el deber de cuidar de la vida de Bittman, como gratitud del servicio que prestó a su padre.

—Olvidamos traernos un arma de reserva —declaró—. Si desea ayudar, puede avisar inmediatamente a la policía.

Bittman sonrió:

—Comprendo su truco para alejarme del lugar del peligro. Pero, desde luego, avisaré a la autoridad.

Descendió por la amplia escalera.

Doc Savage continuó siguiendo el rastro de los alambres. Terminaban en una puerta de un piso de delante. Acababa de comprobar este hecho, cuando una lluvia de balas atravesó la puerta de dicho piso. Doc, que por instinto era cauto, salvó la vida al echarse al suelo.

—¡Están adentro! —rugió Monk—. ¡Vamos a matar a esas ratas!

La pequeña ametralladora de Monk escupió una descarga ensordecedora. Las balas no hirieron a nadie, pero hicieron saltar el yeso de las paredes, produciendo una nube cegadora. Una ametralladora provista de un silenciador disparaba desde el interior del piso.

—¡Eso parece la máquina de escribir de Kar! —tronó Monk—. ¡Está dentro!

Doc Savage se alejó, de improviso, de la puerta.

—¡Ocupaos de este lado! —gritó.

Descendió como una exhalación al vestíbulo de la casa. Oliver Wording Bittman se hallaba en la cabina telefónica, hablando con rapidez.

—¡Sí! ¡Manden un destacamento de policía! —decía.

Doc Savage salió a la calle, donde reinaba una enorme excitación. Un agente de policía doblaba la esquina tocando el pito con todas sus fuerzas. En la calle, los disparos del interior de la casa retumbaban de una manera atronadora.

Dirigió la vista a la ventana del piso y divisó algo que le decepcionó… ¡De la ventana colgaba una cuerda hecha con ropas de cama! Giró la vista hacia Riverside Drive y no vio a nadie a lo largo de la calle. Acercándose con rapidez, cogió de un salto la ropa y, resuelto, empezó a ascender. Un rostro siniestro asomó por la ventana y acto seguido un brazo esgrimió una pistola automática. Mas, antes de que el pistolero tuviese tiempo de descargar el arma, Doc Savage, con increíble rapidez, hizo presa en su cuello y dio un tirón. El gángster salió por la ventana, como impulsado por una catapulta, y profiriendo alaridos de terror cayó, estrellándose en la calle. Un instante después, Monk, Long Tom y Ham, penetraban como una avalancha en la habitación. Sus potentes ametralladoras escupieron fuego. Dos de los hombres de Kar se desplomaron; formaban parte de la banda reunida por Squint.

De Kar, no había ninguna señal.

—Escapó —declaró Ham, decepcionado—. Huyó por la cuerda improvisada con mantas y sábanas. Aunque es muy posible que no se encontrase en la habitación.

Un breve examen del aposento mostró que la línea telefónica secreta terminaba en aquel cuarto siniestro. Atisbando por la ventana, Doc comprobó otra cosa.

Informó a Monk:

—Se divisa al Alegre Bucanero desde aquí. Ello explica la presencia de ese misterioso Kar. Nos vio capturar a sus hombres del sumergible.

Doc regresó con sus amigos a las oficinas del rascacielos situado en la parte baja de la ciudad. La policía recibió un informe suyo, pero sin mencionar en absoluto el plan de robar el cargamento de oro. Esto intrigó sobremanera a Ham, quien no pudo ocultar su sorpresa.

—Nosotros mismos frustraremos ese robo —explicó Doc—. Kar utilizará su infernal Humo de la Eternidad. La policía está indefensa y habría muchas víctimas.

—¿Y eso qué? ¿Acaso no lo empleará contra nosotros? —dijo Monk.

—Cuando te lo aplique a ti, quiero estar mirando —terció Ham—. Apuesto a que la nube de humo en que te conviertas tendrá rabo, cuernos y una horquilla.

—Es posible, pero no hará ningún ruido como éste —replicó Monk, con sorna, haciendo una sonora imitación del gruñido de un puerco.

Ham enrojeció y calló. Para enfadar al abogado, Monk sólo debía aludir a un cerdo. Long Tom profirió un aullido de sorpresa. Andando nervioso por la oficina, miró por casualidad detrás de la caja de caudales. ¡Vio un enorme agujero! ¡El acero sólido fue simplemente desintegrado! Doc se acercó, presuroso, y abrió la caja.

¡Los ejemplares de rocas de la isla del Trueno habían desaparecido!

—¡Kar o uno de sus hombres perforaron la parte trasera de la caja con esa misteriosa substancia —declaró—, apoderándose de las muestras!

—Pero ¿cómo demonio supo que las tenían guardadas aquí? —murmuró Monk.

Oliver Wording Bittman sugirió una respuesta:

—Es posible que desde alguna torre de observación de los rascacielos próximos vigilen el interior de esta oficina.

Doc bajó las persianas, diciendo:

—No volverá a suceder.

—Doc —dijo Johnny, excitado—, eso demuestra que eran acertadas tus sospechas de que acaso esas muestras fuesen un rastro. De lo contrario, Kar no se molestaría en llevárselas.

Ya era de noche. En los grandes edificios que rodeaban al rascacielos donde Doc Savage tenía instaladas sus oficinas, veíanse tan sólo unas cuantas ventanas iluminadas. El jefe de policía de Nueva York le visitó personalmente para darle las gracias por los servicios prestados para destruir a Kar y a su banda. Poco después, recibió un telegrama de la policía de New Jersey, en cuya jurisdicción ocurrió el asesinato de Jerome Coffern, agradeciéndole su desinteresada intervención.

Los periódicos censuraban con acritud a las autoridades por no comunicar a los reporteros lo que sucedía. La policía guardaba secreta la relación de Doc Savage con el súbito exterminio de las hordas criminales.

Doc se encerró en su laboratorio experimental. Sacó del fondo del microscopio, donde la escondió, la cápsula diminuta conteniendo el Humo de la Eternidad. Y luego, con todos los recursos de su magnífico laboratorio, se puso a investigar la naturaleza del extraño metal.

Era cerca de medianoche cuando salió del aposento.

—Quedaos aquí, muchachos —ordenó.

Y, sin decir ni una palabra de adónde iba o la naturaleza del plan que trazara, partió resuelto hacia un lugar determinado.