—Hermanos, temo que Kar ha puesto las manos en Monk —dijo Doc Savage, lentamente.
—Otra cosa no habría impedido que ese gorila se presentase aquí —asintió Ham, haciendo un gesto de enojo con su bastón estoque.
Bajo la ventana del piso ochenta y seis de la oficina del rascacielos, se extendía el espléndido panorama de la ciudad de Nueva York. Desde aquella altura, los automóviles semejaban pequeños insectos moviéndose con lentitud.
Doc Savage levantó una mano bronceada, consiguiendo la atención al instante. Los cinco amigos conocían que aquella señal significaba que iba a empezar su campaña. Dio a Long Tom, el mago de la electricidad, las primeras órdenes. Le indicó las señas de la décima casa situada en una hilera de viviendas de idéntica fachada, advirtiéndole donde estaba el entrepaño de la pared del teléfono secreto.
—Quiero que averigües a dónde conduce aquella línea —explicó Doc—. No la instaló la compañía telefónica. Debió ponerla el mismo Kar. Conduce, sin duda, a alguna guarida secreta de nuestro enemigo. Quiero que la sigas hasta dar con el lugar donde se oculta.
—Seguro —dijo Long Tom—. Usaré un…
—Conozco lo que usarás —atajó Doc—. El aparato está en mi laboratorio. Puedes buscarlo.
Long Tom se dirigió al gran laboratorio. Seleccionó dos cajas repletas de tubos, discos y alambres. Una caja contenía un aparato que producía una corriente eléctrica de alta frecuencia. Cuando se colocaba esta corriente sobre un alambre telefónico, no producía ningún sonido audible para el oído humano, pero tenía un campo eléctrico en torno el alambre. Este campo se extendía a distancia considerable. La otra caja era una «oreja» para indicar su extensión. Usándola, podía andar de un lado a otro con los casquillos en la cabeza. Los teléfonos producirían un fuerte chillido cuando la «oreja» se aproximase al alambre cargado de esa corriente peculiar. El alambre podría estar enterrado unos cuantos metros bajo tierra, pero la «oreja» descubriría su presencia. Las paredes de ladrillos tampoco serían obstáculo para el sensitivo detector.
Breves instantes después salía con su equipo y tomaba un taxi, dirigiéndose a la décima casa de la callejuela de casas similares.
—¡Johnny! —Doc se dirigió al alto y flaco arqueólogo—. Existe una isla en los mares del Sur, a cierta distancia de Nueva Zelanda. Es conocida por la isla del Trueno.
Johnny asintió con la cabeza. Se quitó los lentes y jugueteó con ellos, excitado. Aquellos lentes poseían una peculiaridad: el cristal izquierdo era en realidad una lente de aumento muy potente. El ojo izquierdo de Johnny quedó inutilizado a causa de una lesión recibida en la Guerra Europea.
—Visita el Instituto Geológico de Nueva York —ordenó Doc— y encontrarás una colección de muestras de rocas de la isla del Trueno. Jerome Coffern se las regaló al Instituto, de regreso de una expedición a la citada isla. Quiero esos ejemplares.
—¿Puedes decirme para qué los necesitas? —inquirió Johnny.
—Desde luego.
En breves frases, Doc Savage explicó la existencia del horrible producto llamado Humo de la Eternidad.
—No estoy seguro de la composición de ese Humo de la Eternidad —explicó—, pero tengo una idea de lo que puede ser. Cuando la substancia disuelve alguna cosa, se produce un fenómeno eléctrico muy raro. Esto me induce a creer que opera por medio de la desintegración de los átomos. En otras palabras, la disolución es simplemente una desintegración de la estructura atómica.
—Me imaginaba, era creencia general que se produciría al instante una terrible explosión, una vez desintegrado el átomo —murmuró Johnny.
—Esa teoría fue desmentida hace poco por los experimentos que han logrado desintegrar el átomo —corrigió Doc—. Yo mismo he experimentado extensamente ese asunto. No existe explosión por la sencilla razón de que es menester tanta energía para desintegrar el átomo como cuando se disuelve.
—Pero ¿por qué necesitas los ejemplares geológicos de la isla del Trueno? —insistió Johnny.
—La base de este Humo de la Eternidad debe ser algún elemento o substancia no descubierta hasta ahora —observó Doc—. En otras palabras, es posible que Gabe Yuder, perito químico e ingeniero electricista, descubriese en la Isla del Trueno el elemento necesario para desarrollar ese misterioso Humo de la Eternidad. Necesito examinar las muestras de rocas de la isla con la esperanza de descubrir alguna pista o indicio de lo que es esa substancia fantástica.
—¡Traeré las muestras! —declaró Johnny, saliendo presuroso.
—¡Ham! ¡Renny! —Doc se dirigió a sus otros amigos—. Id al domicilio de Monk y ved si podéis encontrarlo.
Cuando hubieron partido, Doc Savage entró en el laboratorio. Sacó de un bolsillo la aplastada cápsula que contuvo el Humo de la Eternidad que mató a su viejo profesor Coffern y la escondió en el fondo de un pie de un microscopio con un pedazo de cera.
Salió a la calle y tomando un taxi se dirigió a Riverside Drive, cerca de un lugar donde estaba amarrado el antiguo barco pirata. Tenía el propósito de examinar el antiguo corsario con toda calma, pues albergaba graves sospechas.
El hecho de que Squint y sus cinco pistoleros hallasen armas a bordo y la familiaridad que demostraron con la extraña embarcación, indicaba que estuvieron allí antes.
Esperaba encontrar a bordo del barco pirata algo que le condujera a la guarida de Kar, el diabólico jefe de la temible banda. En cuanto puso los ojos en El alegre Bucanero, observó algo verdaderamente extraño: una nube de humo negro, muy repulsivo, río abajo.
No existían por allí fábricas que emitiesen semejante humo, ni tampoco era el humo corriente de un vapor. La suave brisa que soplaba habría bastado para barrerlo de la vecindad del barco pirata.
Distinguió, también, en la parte superior del río, un aeroplano deslizándose sobre la superficie, alejándose. ¡Aguzando la vista, reconoció que el aparato era el mismo que intentó asesinarle en Central Park! Sus sospechas aumentaron. ¡Pero no tenía medios de saber que ese hidroavión acababa de dejar a Monk en el escondite de la cisterna sumergible!
Con sorprendente y silenciosa agilidad, saltó desde el desvencijado muelle, a la cubierta del barco pirata. Luego escuchó, ojo avizor. Un cabo de cuerda, oscilando al viento, producía unos ruidos de roce en el laberinto de las jarcias.
¡Oyó otro ruido! ¡Un hombre murmuraba cerca de la cocina!
Retrocediendo un paso, dirigió la vista hacia el lugar, observando una delgada columna de humo saliendo por una tubería. Se convirtió al instante, en un cazador cauteloso y, dirigiéndose a popa, descendió por una escala hacia la cocina. Podo después quemaba enmarcado en la puerta. Junto a un viejo y oxidado horno había un aparato extraño, mayor que el fogón, pero construido de una manera similar. Parecía ser un horno para quemar material resinoso de mucho humo. Una tubería del horno conducía el humo a la chimenea de la cocina.
Encima se veía un rótulo impreso diciendo:
LOS ANTIGUOS PIRATAS UTILIZABAN CORTINAS DE HUMO
¡Los barcos de guerra modernos no fueron los primeros en utilizar las cortinas de humo! Abajo hay un aparato usado por los corsarios de las Antillas españolas para arrojar nubes de humo, destinadas a entorpecer la puntería de los barcos de guerra perseguidores.
Si los visitantes desean ver funcionar este aparato, sírvanse indicarlo y se realizará la operación en su presencia.
(Precio de la operación: 1 dólar).
Doc Savage sonrió al leer el anuncio. No tenía importancia que los corsarios usasen o no cortinas de humo. Aquello era con toda probabilidad, una farsa, como la mayoría de las cosas que existían a bordo. Pero si se deseaba lanzar una cortina de humo en aquella parte del río sin provocar sospechas, aquél era un método ingenioso que indicaba una mente fértil en recursos.
Junto al aparato había un hombre, que no se dio cuenta de la presencia de Doc. Estaba ocupado sacando las cenizas. Era alto y delgado, de cutis grasiento y manos temblorosas; murmuraba de una manera inarticulada, mostrando que era cocainómano.
—¿Bien? —preguntó Doc.
El individuo dio media vuelta, con los ojos desorbitados y chocando los dientes, víctima de un pánico terrible. Era un miembro de la banda reunida por Squint en la décima casa de la callejuela de casas similares.
De pronto saltó al otro lado de la cocina y, desapareciendo por una puerta, echó a correr por un pasillo.
—¡Alto! —gritó Doc.
Pero el hombre, despavorido, no hizo caso. Había oído hablar bastante de Doc Savage para conocer que el gigante de bronce era el fin de los de su taya. Doc le persiguió, pues deseaba interrogar al fugitivo. Debía cazar al sujeto antes que…
¡Sucedió! ¡Resonó un grito penetrante, mezcla de aullido de pánico y gemido de dolor, terminando en un estertor de agonía!
El hombre cayó por la trampa mortal del pasillo, por la misma de la que el remo salvó a Doc. Las espadas con las puntas hacia arriba, del fondo de la trampa, ensartaron al individuo matándole antes que Doc llegase a su lado. Éste regresó lentamente a cubierta. Esperaba conocer por qué se tendió la cortina de humo, pero la muerte del hombre frustró sus esperanzas. Y con ello también se desvanecieron las posibilidades de que llegase a conocer que Monk se hallaba en una cisterna submarina, bajo las aguas del río.