Doc Savage colgó el receptor del teléfono secreto, cerrando luego el entrepaño. Abandonó la habitación con igual silencio como entrara: Por la ventana dirigiéndose a la calle.
El grupo de curiosos iba dispersándose. No oyeron el grito de agonía del bandido muerto.
No se acercó a su roadster, aunque sus ojos agudos no descubrieron ninguna señal de que los pistoleros de Kar le vigilasen. Se dirigió hacia el lado de Central Park.
Una vieja medio ciega y harapienta, le alargó un puñado de periódicos de última hora. Se detuvo y tomó uno. Miró los ojos de vieja. Su diagnóstico experto le indicó que no la podía curar más que un especialista. Anotó un hombre y unas señas y después de firmar el papel, se lo entregó a la viejecita. El nombre era el de un eminente oculista que la curaría, pero cuyos honorarios constituían una pequeña fortuna. Más, al leer el nombre de Doc Savage, el famoso oftalmólogo, gustosamente curaría a la pobre vieja.
Luego sacó del bolsillo un billete de banco. La viejecita permaneció un largo rato con templando el billete pegado a los ojos; luego prorrumpió a llorar, pues era más dinero del que reuniera en toda su vida.
Este incidente no guardaba relación con el asunto que debía solventar con Kar, excepto que deseaba ver lo publicado respecto a la extraña muerte de Jerome Coffern. El periódico no llevaba nada nuevo.
Luego penetró en una casa y tomando el ascensor, subió al piso veinte, donde Jerome Coffern había vivido en un modesto piso de tres habitaciones, casi completamente lleno de libros científicos. La puerta cerrada con llave cedió al instante al manipular Doc con pericia un gancho formado con la hebilla de su cinturón. Entrando, permaneció unos instantes en suspenso y giró sus ojos en torno de la habitación.
Coffern tenía en gran estima sus libros y acostumbraba colocarlos a cierta distancia de la pared; sin embargo, entonces no estaban de la misma forma. Acostumbraba a tener algunos libros de química encima de la mesa, también puestos de cierto modo que Doc conocía. ¡Y en aquel momento no guardaban la simetría con que los dejara su dueño!
La habitación sufrió un minucioso registro. Examinó con rapidez el lugar: sus dedos ágiles y sus ojos sagaces, no pasaron por alto nada. Halló la prueba del registro en la máquina de escribir. El famoso químico puso una cinta nueva a la máquina antes de redactar un documento extenso. La máquina escribió a todo lo largo de la cinta virgen y, luego, de vuelta, un trozo bastante largo. Pero donde no se volvió a escribir, se veían con claridad las letras.
Leyó:
«DECLARACIÓN A LA POLICÍA».
En vista de un incidente reciente en que una bala me pasó rozando, he llegado a la conclusión de que se intenta asesinarme. Además sospecho que mi asaltante es culpable por lo menos de otro asesinato. Comprendo que debiera haberme dirigido a las autoridades pero la naturaleza fantástica horrible, de la cosa, me hizo dudar de mis propias sospechas.
Ésta es mi historia:
Hace cosa de un año efectué una expedición científica a Nueva Zelanda con Oliver Wording Bittman, el taxidermista, y Gabe Yuder. De Nueva Zelanda, un viaje a la Isla del Trueno fue…
Aquí, ante la decepción de Doc, terminaba el relato. El resto era ininteligible. Pero evidentemente Jerome Coffern fue hombre de pocos amigos íntimos y en sus papeles personales no se hacía referencia a nadie llamado Kar. Recordó que Oliver Wording Bittman era un taxidermista especializado en la preparación de animales raros para los museos. Pero el nombre de Gade Yuder no le era familiar. Conocía las señas de Bittman; habitaba en una casa situada dos manzanas más arriba.
No logrando descubrir nada de interés, se dirigió a entrevistarse con Bittman; era posible que éste hubiese oído hablar de Kar por mediación de Jerome Coffern. Subiendo en el ascensor, trató de recordar cuanto sabía del taxidermista. El nombre no le era desconocido. Exhibía en una sala del Museo Smithsonian una importante colección de animales raros. Las paredes de varios clubs y hoteles famosos estaban adornadas con diversos trofeos que él instalara. También recordó que su padre habló una vez en sentido favorable de Bittman. Era un hombre casi tan alto como Doc, pero de una delgadez esquelética. Si una mandíbula prominente denota carácter, era innegable que el profesor poseía un temple sorprendente. Sus ojos eran oscuros y brillaban resueltos: el cabello negro como la endrina; cutis quemado y curtido por el sol y el viento de muchos climas. Vestía con sencilla elegancia, un traje marrón de corte impecable.
Bittman encendía un aromático cigarrillo cuando Doc penetró en la habitación.
—Usted es Doc Savage —saludó al instante—. Es, en verdad, un gran honor.
Doc asintió con un movimiento de cabeza pero le sorprendió ser reconocido y, al parecer, Bittman adivinó su extrañeza.
—Quizá extrañe que le conozca —sonrió el taxidermista—. Pase a mi biblioteca y le daré la respuesta.
Entraron en dicha habitación. Bittman juzgaba su obra artística y decorativa, y, en verdad, era un experto en la profesión. Adornaban las paredes muchas docenas de trofeos de animales raros. Un oso gigantesco de Alaska estaba instalado en un rincón, y parecía vivo. Por el suelo, se veían muchas pieles, formando una alfombra. Llegaron a un gran cuadro que colgaba en la pared. En la parte inferior de la pintura había parte de una carta. El cuadro representaba al padre de Doc Savage y la semejanza entre el padre y el hijo era muy marcada.
Doc se acercó a leer la misiva que consistía en una carta de su padre, dirigida a Oliver Wording Bittman. Decía:
A usted, mi querido Oliver, no puedo expresarle lo suficiente mi agradecimiento por la ocasión reciente en que me salvó la vida. Gracias a su certera puntería, hoy puedo demostrarle mi gratitud.
Ante mí tengo la piel de león que seguramente me hubiera matado, de no ser por su rápido disparo. Acabo de recibirla y debo decirle que la obra es una de las mejores muestras del arte taxidermista que jamás vi. La guardaré como un tesoro.
También recordaré con alegría mi asociación con usted en nuestra reciente expedición africana.
Le saluda con sincero afecto, su amigo, Clark Savage.
La nota emocionó con sincero afecto a Doc. El dolor por la muerte de su padre estaba vivo aún, pues ocurrió hacía poco tiempo. Su padre fue asesinado. Alivió algo la pena lacerante cuando se puso en persecución del asesino siguiéndole el rastro que le condujo a Centro América, y terminó en un acto de justicia implacable contra el asesino, así como sus peligrosas aventuras en compañía de los cinco amigos que le acompañaron.
Ofreció la mano a Bittman, diciendo:
—Cualquiera que fuera la deuda de gratitud que mi padre tenía contraída con usted, puede considerar que me juzgo también su deudor.
El sabio sonrió, estrechando con firmeza la mano. A los pocos minutos, la conversación giró en torno a la amistad que le unía a Jerome Coffern.
—En efecto, conocía a Coffern —declaró el taxidermista—. Realizamos juntos esa expedición de Nueva Zelanda. ¡Dice usted que ha muerto! ¡Qué terrible desgracia! ¡Debe castigarse a sus asesinos!
—Cinco de ellos ya recibieron su merecido —replicó Doc—. Pero el jefe de la banda que ordenó el asesinato, está aún libre. ¡Ha de ser castigado! Se trata de un hombre llamado Kar. Yo esperaba que usted pudiera facilitarme alguna información; o que, por lo menos, me indicara dónde puede hallarse a Gabe Yuder, el otro miembro de la expedición.
Oliver Wording Bittman permaneció unos minutos silencioso. Sus ojos estaban velados en profundo pensamiento.
—¡Gabe Yuder! —murmuró—. ¿Podría ser este hombre? Era un individuo sospechoso. No tengo la menor idea de lo que se hizo del él, después de nuestro regreso. Permaneció en Nueva Zelanda y creo que tenía el propósito de regresar aquí más adelante.
—¿Quiere hacer el favor de describírmelo?
Bittman habló en frases cortas, dando una descripción excelente:
—Gabe Yuder era un joven de unos treinta años; robusto, de tipo atlético. Tenía el rostro colorado; boca grande; el labio inferior hendido por la cicatriz de una cuchillada. Sus ojos estaban siempre inyectados de sangre y eran grises recordando la parte inferior de una serpiente. Tenía el pelo cetrino. Su voz era fuerte y grosera. Yuder era un individuo de maneras imperiosas y autoritarias. Tenía los nudillos llenos de cicatrices de golpear a la gente y pegaba a los nativos por el placer de hacerlo. Era una combinación de químico e Ingeniero electricista. Se unió a nuestra expedición con el propósito de buscar petróleo.
—Por la descripción, parece un sujeto de cuidado —comentó Doc—. ¿Puede decirme algo de ese Humo de la Eternidad?
—¿El Humo de la Eternidad? ¿Qué es eso? —preguntó Bittman con extrañeza.
Doc titubeó. No había ningún motivo para no hablar del terrible compuesto disolvente que destruyó a Jerome Coffern. Además Bittman fue amigo de su padre. Por consiguiente, le explicó lo que era el Humo de la Eternidad.
—¡Cielos! —gimió el taxidermista—. ¡Eso es increíble! ¡No, no puedo decirle nada al respecto!
—¿No observó nada sospechoso en las acciones de Gade Yuder, durante la expedición de Nueva Zelanda?
Oliver Wording Bittman reflexionó profundamente y luego asintió con la cabeza:
—Sí, ahora que recuerdo. Sucedió lo siguiente: Nuestra expedición se dividió en dos partes al llegar a Nueva Zelanda, donde yo permanecí para reunir y disecar algunos ejemplares de pájaros exóticos para un museo de Nueva York. Yuder y Jerome Coffern fletaron un bergantín y partieron con el aeroplano de Yuder a una isla cercana.
—¿Un aeroplano? —inquirió Doc.
—Me olvidé decirle —contestó Bittman— que Yuder posee el título de piloto aviador. Se llevó un aeroplano para la expedición. Creo que lo financiaba una compañía petrolera americana.
—¿Cómo se llama esa isla adonde fueron Yuder y Jerome Coffern?
—La isla del Trueno.
—¡La isla del Trueno! —Doc arrugó su frente bronceada al hacer memoria.
Pero existían pocos lugares en el mundo sobre los cuales no poseyera alguna información.
—Según recuerdo —dijo—, la isla del Trueno no es más que el cono de un volcán activo surgiendo del mar. Los costados del cono son tan yermos que no permiten ninguna vegetación. Y del cráter en erupción salen continuamente grandes cantidades de vapor.
—Exacto —corroboró Bittman—. Jerome Coffern me dijo que voló sobre el volcán con Yuder. El cráter tenía varias millas de extensión y parecía estar sólo lleno de humos y gases. Pero trajeron algunos ejemplares de la lava, que Jerome Coffern entregó al Instituto de Geología de Nueva York.
—Nos estamos desviando del tema —indicó Doc—. Dice usted que notó algo sospechoso en las acciones de Gabe Yuder. ¿Qué fue ello?
—Después de regresar de la expedición de la Isla del Trueno, Yuder se mostró malhumorado y obraba de una manera furtiva, como si poseyera un secreto. Entonces me figuré estaba irritado porque no halló petróleo en la isla, aunque estuvo explorando todo el tiempo solo, mientras Jerome Coffern recogía muestras geológicas.
—¡Hum! —murmuró Doc.
—Temo que esto no aclare gran cosa —se excusó Bittman.
—¡Quién sabe! —observó Doc. Luego señaló el teléfono preguntando—: ¿Me permite telefonear desde aquí?
—Desde luego.
Levantándose presuroso, Bittman abandonó la habitación, demostrando que no deseaba escuchar la conversación de Doc.
—¿Monk? —preguntó éste.
Una voz agradable respondió.
—Sí, Doc.
Aquella voz suave era engañadora, pues ningún oyente imaginarla que brotase de los labios del hombre que hablaba desde el otro extremo de la línea. Monk era un gorila humano de más de cien kilos y uno los pocos químicos más expertos que el desgraciado Jerome Coffern. Monk era uno de los cinco compañeros que acompañaban a Doc Savage en sus asombrosos viajes en busca de aventuras.
—Monk —sugirió Doc—, ¿podrías participar en una empresa peligrosa ahora?
—¡Allá voy! —rió el aludido—. ¿Dónde está eso?
—Llama a Renny, a Long Tom, a Johnny y a Ham —indicó Doc—. Presentaos todos en mi casa al instante. Estoy mezclado en algo en verdad emocionante.
—Les avisaré —prometió Monk.
Doc permaneció un momento junto al teléfono después de colgar el receptor. Pensaba en sus cinco amigos, con toda probabilidad los cinco hombres más eficientes que jamás se reunieran para un fin concreto; cada uno de ellos famoso especialista en una ciencia.
Renny era un gran ingeniero; Long Tom un mago de la electricidad; Johnny un arqueólogo y geólogo; Ham uno de los abogados más eminentes de América. Monk, el gorila humano, con sus profundos conocimientos de química, completaba el grupo. Con Doc Savage, aventurero supremo, formaban una combinación capaz de realiza proezas maravillosas.
Doc halló al famoso taxidermista en una habitación contigua.
—Debo marchar ahora —le dijo—. Tendría mucho gusto en hablar con usted de su amistad con mi padre. Y si puedo prestarle algún servicio tendré mucho placer en hacerlo. Recordaré siempre que le salvó la vida a mi padre.
Oliver Wording Bittman se encogió de hombros.
—El salvarle la vida no fue, en realidad nada de extraordinario —declaró—. Simplemente me encontraba allí y maté a un león cuando acometía. Pero tendría mucho gusto en hablar con usted largo y tendido cualquier día. No puedo negar que despierta mi admiración. ¿Dónde podría ponerme en contacto con usted?
Doc le dio las señas de un rascacielos de unos cien pisos, un edificio conocido en el mundo entero.
—Ocupo las oficinas que antes usaba mi padre, en el piso ochenta y seis —explicó.
—Conozco el lugar —sonrió Bittman—. Lo visitaré algún día —hizo un gesto hacia el teléfono—. ¿Quiere que le llame un taxi?
Doc movió la cabeza en señal negativa:
—Iré andando. Deseo pensar.
Una vez en la calle, se dirigió a Central Park caminando a paso lento. Su extraordinario cerebro funcionaba a toda velocidad trazando un plan que pondría en ejecución tan pronto como viera a sus cinco amigos en las oficinas del rascacielos.
Un aeroplano zumbaba en lo alto; un monoplano de un solo motor, pintado de verde. Volaba describiendo círculos, al parecer sin rumbo fijo. El joven no se preocupó más del aparato, pues era muy corriente que volasen muchos aeroplanos sobre Nueva York. El sendero que atravesaba descendía en pendiente y cruzaba un puente de madera sobre uno de los lagos. Al llegar al centro del puente sucedieron cosas inesperadas.
El aeroplano descendió con rapidez vertiginosa. Savage no tuvo tiempo de correr al extremo del puente. Saltó como un relámpago por la barandilla, deslizándose bajo el puente. Un objeto no mayor que una pelota cayó del aeroplano, sobre los tablones de madera en el lugar mismo donde Doc estuvo segundos antes. Surgió un humo gris y repugnante.
¡Con increíble rapidez, el puente empezó a desintegrarse!