III
Justicia marina

Doc Savage vio desaparecer la cápsula metálica. Dio un tirón a la mano de la víctima, y la pistola que éste empuñaba cayó al suelo. Pero el individuo, desesperado viéndose en peligro inminente, recogió el arma con la otra mano y colocó el caño en el costado de Doc. La vida de un hombre menos ágil que el joven Savage habría terminado allí, pero su mano de bronce salió disparada como una flecha, descargado sobre el rostro del pistolero, quien se retorció. Resonó un crujido y el asesino cayó desplomado, terminando allí su carrera.

Doc Savage pudo hacerlo antes, pero se abstuvo por una razón. La substancia fantástica que disolvió el cuerpo de Jerome Coffern, la descubrió un cerebro poderoso aunque loco. Ninguno de aquellos hombres ratas era capaz de algo más elevado que un repugnante y cobarde asesino. Tuvo el propósito de interrogar al asesino y averiguar quién le empleaba.

¡Pero era imposible entonces! Y Squint y los otros tres ya casi llegaban a Riverside Drive.

Se dirigió de un salto hacia el ventilador de los sótanos y distinguió la cápsula de extraño metal. Sus manos poderosas asieron los barrotes de hierro. El enrejado metálico sólo se ajustaba por la parte exterior y no presentaba grandes dificultades. La pesada reja fue levantada en un momento, con un fuerte chirrido, pues su larga permanecía a la intemperie había enmohecido los goznes. Penetró por la abertura y recogiendo la cápsula metálica, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Squint y su terceto cruzaron Riverside Drive, esquivando el tráfico, y luego saltaron un muro que se extendía por la orilla del río. Corriendo con facilidad, pero con velocidad engañadora, Doc les persiguió, llegando, al fin, al parapeto de piedra. La orilla del río descendía en una pendiente tan pronunciada, que la hierba y los arbustos apenas hallaban tierra donde echar raíces. En el fondo, a unos centenares de metros, ya al otro lado de la vía férrea, se hallaba el río Hudson. Squint y sus tres hombres descendían dando tumbos en su frenética huida.

En uno de los muelles desvencijados de la orilla del río, había anclado un antiguo barco velero de tres mástiles, pintado de color chillón. El casco estaba perforado por numerosas portas de baterías, por las cuales asomaban unos cuantos cañones prehistóricos. El viejo velero tenía un aspecto truculento y siniestro. La cámara de cubierta ostentaba un rótulo descomunal que decía:

EL ALEGRE BUCANERO

Antiguo barco pirata

(Entrada: 50 centavos)

Doc Savage saltó el parapeto de piedra y, sosteniendo milagrosamente el equilibrio, descendió por la pronunciada pendiente. Squint y sus compinches corrían en dirección al viejo barco pirata. Doc Savage conocía la historia de la vieja embarcación que ancló en aquel lugar hacía poco tiempo, para ser explotada como una atracción sensacional. Los instrumentos diabólicos de tortura que los antiguos piratas empleaban sobre sus cautivos, constituían una de las principales atracciones. Se suponía que la embarcación pirata estaba llena de trampas mortales. Entre éstas existía una trampa que obligaba que un incauto caminante cayese por cierto pasillo sobre un lecho de puntiagudas espadas. Desde luego, la trampa no funcionaba ahora.

Squint y sus hombres llegaron al barco pirata con unos doce metros de ventaja sobre Doc. El último hombre quitó la planchada que servía de escala. Pero ello no fue obstáculo para Doc Savage, pues dando un salto formidable, subió a la barandilla del muelle. Permaneció allí un instante, como un monstruo de bronce.

Squint y los otros penetraban en la cámara de mando. Doc saltó de la barandilla a cubierta. Resonó el estampido de un tiro de revólver. ¡Squint y sus hombres habían encontrado armas en el interior! Doc vio aparecer el cañón de una pistola y, serpenteando, esquivó el tiro. Un cabestrante de madera y hierro, grueso como un barrilillo, le proporcionó un refugio momentáneo. Desde allí, dando un salto rápido llegó a la boca de una escotilla abierta, descendiendo con suavidad y deslizándose después hacia popa.

La bodega era un museo espeluznante, verdadera exposición de los crueles métodos de los piratas. Había estatuas de viejos bucaneros de rostros malvados, empuñando espadas; Figuras de víctimas tendidas o arrodilladas; varios cuerpos decapitados en medio de charcos de cera roja, representando sangre seca; otras desprovistas de orejas o brazos. Una figura de una hermosa mujer, colgaba, encadenada, del techo.

Doc atravesó un pasillo donde había espadas, alfanjes y picas colgadas de las paredes. Asaltándole una idea, cogió una pica y un curvado alfanje. Las armas eran de acero pesado y muy bien templadas. Volviendo sobre sus pasos, divisó a uno de los hombres escudriñando por la boca de la escotilla. El individuo, al distinguir su figura bronceada, disparó su revólver. Pero Doc se desplazó a tiempo y, casi simultáneamente, la pica salió disparada de su largo brazo. La punta de afilado acero se alojó en el cerebro del pistolero, cayendo éste de cabeza en la bodega, rebotando contra una estatua de cera, que rodó por el suelo. Durante aquella fracción de segundo, Doc se ocultó en un lugar situado debajo de la escotilla, desde donde percibió unos ruidos débiles, indicadores de que uno o más de los pistoleros se acercaban.

De repente, una mano delgada empuñó un revólver sobre el borde de la escotilla. El arma estalló repetidas veces, tiroteando diversas partes de la bodega. La poderosa figura de Doc surgió del suelo. El alfanje de filo de navaja asestó un golpe y la mano empuñando el revólver se desprendió del brazo a que pertenecía, completamente amputada. El mutilado lanzó un chillido espeluznante y se desplomó, ensangrentado y gimiente, sobre cubierta. Dando otro salto, Doc asió el borde de la escotilla con la mano izquierda y luego saltó al exterior. El mutilado se retorcía, gimiendo de dolor, por la cubierta del barco.

El tercer pistolero huía, espantado, hacia la entrada de la cámara de cubierta y volviendo la cabeza, divisó a Doc. Fue a disparar, pero su arma no estaba aún en disposición de hacerlo, cuando el pesado alfanje, lanzado por Doc, le atravesó de parte a parte. Murió presa de horribles contusiones en el mismo lugar donde se desplomó.

Squint disparó con precipitación desde dentro de la cámara, errando el tiro. Y cuando la figura bronceada se lanzó en su persecución, huyó, aterrado, por el primer camarote de la cámara de mando, que tenía un mamparo sólido y una puerta gruesa, que cerró tras sí. Doc Savage golpeó la puerta, pero sus gruesos tablones eran demasiado sólidos, hasta para su fuerza terrible. Había una gran hacha de abordaje entre las armas depositadas en el primer camarote y podía derribar con ella la puerta, pero no lo hizo. Regresó al lado del pistolero de la mano mutilada.

El gángster se retorcía, gimiendo aún sobre cubierta. El justiciero le contempló, meneando la cabeza en señal de sentimiento.

Doc Savage, por encima de todos sus otros conocimientos, era un gran médico y cirujano. Había estudiado con los grandes maestros en las clínicas más importantes del mundo. Y luego, gracias a sus propios esfuerzos, aumentó sus conocimientos de una manera increíble. Su padre le educó desde la niñez para el ideal que representaba una vida de abnegación dedicada al servicio de la humanidad, yendo de un extremo al otro del mundo, buscando emociones y aventuras, auxiliando a los necesitados, y castigando a los que lo merecían: tal era la noble finalidad de Doc Savage. Toda su maravillosa educación se encaminaba a ese fin. Y su instrucción empezó con la medicina y la cirugía. En esas dos materias era, sobre todas las cosas, más experto. En consecuencia, comprendió que el hombre agonizaba. El individuo era un cocainómano.

La impresión de la pérdida de una mano terminaba una carrera que, de todos modos, hubiese terminado de una manera vil, dentro de un año o dos, a lo sumo.

Se arrodilló junto gángster quien, al ver que no lo iban a lastimar más, se aquietó un poco.

—¿Te alquilaron para matar a Jerome Coffern? —le preguntó, con voz tranquila e imperiosa.

—¡No, no! —gimió el moribundo; pero la expresión de su pálido rostro desmentía su declaración.

Doc Savage permaneció un momento callado. Utilizó la influencia magnética de sus ojos dorados, para obligarle a confesar la verdad.

Era, en verdad, maravilloso lo que podía hacer con sus ojos. Había estudiado con los grandes maestros del hipnotismo y recorrido la India y el Extremo Oriente, para aprender de los fakires y de los cultos místicos orientales.

Cuando le interrogó por segunda vez, la influencia hipnótica obligó al moribundo a confesar la verdad.

—¿Qué es esa substancia extraña que disolvió el cuerpo de Jerome Coffern? —inquirió.

—Se llama el Humo de la Eternidad —gimió el moribundo.

—¿De qué está hecha?

—Lo ignoro. Ninguno de nosotros lo conoce. Nos dan el Humo de la Eternidad para que lo usemos. Nunca nos dan más que un cartucho a la vez. Y… reci…bimos ordenes acerca de sobre quién debe usarse.

El hombre agonizaba. Con rapidez, Doc interrogó:

—¿Quién os la da?

Los labios delgados se entreabrieron. El hombre se ahogó. Pareció intentar pronunciar un nombre empezando con la letra «K».

Pero murió antes de pronunciar el nombre.

De los cinco pistoleros que fueron a Nueva Jersey a matar a Jerome Coffern, sólo quedaba uno vivo: Squint.

Como un gigante de venganza, Doc Savage se dirigió a la popa del extraño y antiguo barco pirata. Squint debía estar allí en alguna parte.

Se detuvo una o dos veces, arrimando el oído a los tablones de la cubierta.

Percibió una infinidad de sonidos, entre ellos, el de las olas lamiendo el casco del barco y de ratas corriendo por la bodega.

Oyó, al fin las pisadas sigilosas de Squint.

Descendiendo con suavidad, como una sombra metálica silenciosa, puso los pies en un viejo remo de unos ochenta kilos de peso y unos cuatro metros de largo y al instante lo recogió.

El remo le salvó de la muerte o de alguna lesión grave breves instantes después.

Recordó lo que leyó en un periódico dominical. El artículo hablaba de la existencia de una trampa en un pasillo, una trampa que precipitaba al incauto sobre un lecho de espadas de punta.

Se imaginó que tal vez haría funcionar aquella trampa. No se equivocó.

Por lo tanto, cuando el suelo del pasillo se abrió, de improviso, bajo su peso, no fue un accidente el que el remo de cuatro metros le impidiera caer sobre las espadas en punta del fondo.

Es probable que algún viejo pirata ideara aquella trampa para matar a algunos de sus compañeros a quienes odiara.

Con un movimiento rápido, colocó el remo a través del boquete y después de pasar al otro lado, lo recogió de nuevo.

Squint acechaba tras una puerta situada en el extremo del pasillo y, al oír el ruido de la trampa al abrirse, pensando que Doc estaba liquidado, profirió un fuerte grito de alegría.

Doc oyó el grito y para engañarle emitió un gemido real, la clase de lamento que un hombre agonizando sobre aquellas puntas de espadas podía haber proferido.

Engañó a Squint, que abrió la puerta del pasillo.

Pero antes de que la puerta se abriera de par en par, lanzó el remo, con el propósito deliberado de no dar en el pistolero.

El pesado remo destrozó los maderos de la puerta con horrísono estruendo.

Squint giró sobre sus talones, huyendo como alma en pena, tan aterrado, que ni siquiera se detuvo a disparar su pistola.

Debió recibir una sorpresa mayúscula cuando las manos poderosas de Doc no hicieron presa mortal en su cuello.

Es probable que se considerase un maestro de estrategia, cuando llegó a cubierta sin ver señales de su perseguidor.

No sospechó que éste le dejó escapar adrede. Abandonó al instante, de manera furtiva, el barco pirata. Miró repetidas veces hacia atrás, pero no divisó al terrible Némesis de bronce.

—¡Lo burlé! —rió, casi sollozando de alivio.

Mientras se alejaba, seguía mirando atrás sin distinguir la menor señal de su terrible enemigo.

En realidad, Doc Savage se adelantó, llegando a tierra antes que el pistolero.

Esperaba que éste lo conduciría, sin sospecharlo hacia el cerebro siniestro que ordenó la muerte de Jerome Coffern.