II
La venganza de bronce

Doc Savage, sentado en el potente «roadster», observó la nube de vapor espeso y gris elevarse por encima del plantío de arbustos. Aunque se hallaba a unos sesenta metros de distancia, sus agudos ojos notaron al instante la calidad inusitada del vapor cuya vaga consistencia daba la impresión de humo.

Pero en aquel preciso momento, la atención de Doc se centraba en el problema de matemáticas que estaba resolviendo en su cabeza, un intrincado cálculo concerniente a las investigaciones eléctricas que estaba realizando.

El problema hubiera resultado irresoluble para los más expertos matemáticos auxiliados por las máquinas calculadoras más modernas, pero dada la remarcable eficiencia de su entrenada mente, Doc podía realizar prodigiosos cálculos en el interior de su cerebro. Realizar proezas asombrosas de este tipo era algo habitual en él. Por lo tanto, los cálculos distrajeron a Doc de investigar a la vez la neblina de ceniza. Terminó su problema mental y se irguió en el vehículo.

Se fijó entonces en el juego de las chispitas eléctricas en la parte inferior de la nubecilla. ¡Era en verdad, asombroso! Titubeó un instante. Esperaba ver aparecer de un momento a otro a su viejo profesor de química; sin embargo éste no daba la menor señal de su presencia.

Con movimientos suaves y rítmicos abandonó entonces el «roadster». Los terrenos de los laboratorios estaban cercados con una valla de alambre, de unos tres metros de altura, coronada de púas para impedir la entrada a los intrusos. La puerta de la verja se cerraba por medio de una cadena y un candado. Sin duda Jerome Coffern llevaba una llave.

Entonces sucedió una cosa sorprendente, que ponía de manifiesto la potencia física, la fuerza increíble y la agilidad del gigante bronceado. Pues simplemente saltó la valla. La altura superaba en más de sesenta centímetros el récord mundial de salto. Sin embargo, lo realizó con la mayor facilidad, mostrando que era capaz de un salto mayor. Cayó al otro lado con la ligereza de un gato.

Se dirigió hacia la extraña nubecilla gris. Al llegar a la hilera de altos arbustos, una figura bronceada pareció atravesar, volando, el follaje: no se movió ni una hoja, ni se sacudió ninguna rama, como si hubiese cruzado una sombra.

De pronto se detuvo. Delante de él surgió un hoyo en el sendero de cemento, como una excavación que llegase a la tierra. Y sobre la tierra negra se veía un trozo de metal retorcido, semejante a hojalata rellena. Junto al mismo yacían una mano y un antebrazo espantosos. Sobre la espeluznante muñeca había un reloj de pulsera.

Doc Savage examinó el reloj. En sus ojos bronceados aparecieron unas luces extrañas e inquietantes.

De repente un sonido fantástico se difundió en el aire. Era un sonido bajo, suave, gorjeante, reminiscente del canto de algún pájaro exótico de la selva, o el tono dúlcete del viento filtrándose por una ventana desprovista de hojas. Aún careciendo de tono, poseía sin embarco cierta melodía y, sin llegar a inspirar temor, poseía cierta cualidad de excitar e inspirar. Este sonido era parte de Doc: se trataba de un acto inconsciente que acompañaba sus momentos de profunda concentración. Brotaba de sus labios cuando trazaba un plan de acción, o en medio de una batalla, o cuando algún amigo suyo, sitiado y atacado perdía toda esperanza de salvación. Y al oír aquel sonido renacían sus esperanzas. El trino poseía la extraordinaria esencia de parecer emanar de todas partes, en lugar de un punto determinado: y aunque se mirara los labios de Doc no llegaba a saberse de donde provenía. El fantástico sonido brotaba entonces porque reconoció el reloj en aquel espeluznante fragmento de brazo.

¡Conoció al instante que la espantosa reliquia era una parte del cuerpo de Jerome Coffern!

El cerebro prodigioso de Doc Savage funcionó relampagueante. ¡Alguna substancia fantástica y desconocida, disolvió el cuerpo del famoso químico! El trozo de metal retorcido semejante a hojalata, evidentemente escapó a los efectos del material desintegrante.

Recogiéndolo, vio enseguida que se trataba de un recipiente en forma de cápsula, que se abrió al herir el cuerpo de Jerome Coffern. Era el proyectil portador de una substancia disolvente. El metal era de un tipo tan raro, que no pudo reconocerlo a simple vista, y se lo guardó en un bolsillo para analizarlo más adelante.

La gigantesca figura de bronce se volvió con rapidez y sus ojos de dorados destellos examinaron los arbustos sin escapar a su mirada ni una brizna de hierba. Distinguió que una oruga fue derribada de una hoja segundos antes, porque intentaba enderezarse, pues cayó de espaldas al suelo. Observó que, la hierba que fue pisada iba levantándose poco a poco. La hierba aplastada le indicó el camino que siguieron los pies de los fugitivos. Los indicios que le señalaban el rastro eran microscópicos y una persona con facultades menos desarrolladas, no se hubiera fijado en ellos.

Pero tales señales eran todas las pistas que Doc necesitaba. Squint y su compinche escaparon de los terrenos de los laboratorios por un agujero que cortaron en la alambrada de púas. Unos arbustos ocultaban el lugar. Doc no tardó en descubrirlo y penetró por la misma abertura.

Los fugitivos no podían estar muy lejos; ninguno de los dos era un modelo de limpieza y el olor de sus cuerpos flotaba en el aire. Lo natural era no darse cuenta, pero Doc Savage poseía un olfato superior al de los demás mortales, y lo usaba en los momentos críticos.

Atravesando por entre unos arbustos llegó a un camino poco frecuentado. A unos veinte metros de distancia, cinco hombres acababan de subir a un coche de turismo. El motor arrancó.

—¿Cómo se realizó el plan, Squint? —preguntó uno de los cinco.

Las palabras pronunciadas en voz alta a causa del zumbar del motor, llegaron a oídos de Doc Savage.

Y oyó, también la respuesta.

—¡Estupendo! —replicó Squint—. ¡El viejo Jerome Coffern está donde jamás podrá comprometernos!

Antes de que el coche recorriese unos doce metros Squint miró atrás, para ver si les seguían. Y lo que distinguió erizó sus grasientos cabellos.

El gigante bronceado daba alcance al automóvil que iba ganando velocidad. Squint habría apostado la cabeza que ningún caballo de carreras podría seguirles.

¡No obstante una figura humana, bronceada, ágil y rápida no solo sostenía aquella velocidad, sino que iba dándoles alcance!

El hombre de bronce estaba lo bastante próximo para verle los ojos, unos ojos extraños, como chispas de oro, que poseían el don de transmitir los pensamientos con tanta claridad como las palabras de sus labios. Y el mensaje de aquellas pupilas doradas le hizo bambolearse de espanto.

Uno de sus compañeros le asió por la chaqueta, salvándole de caer del coche, entonces chilló como si hubiese sido cazado en una trampa de acero.

Al oír el grito, todos los hombres, excepto el chofer, volvieron la cabeza. El terceto que esperó fuera de los terrenos de los laboratorios mientras Squint y su compinche asesinaban al insigne químico, estaba tan aterrorizado como ellos. Sus manos se alargaron hacia el suelo del coche y empuñaron sendas pistolas ametralladoras.

Víctimas del terror desconocido, apuntaron al Némesis de bronce que les perseguía y no tardaría en alcanzarles. Las armas escupieron plomo entre un estruendo ensordecedor. Pero ninguna de las balas mortales llegó a tiempo de alojarse en el cuerpo de su perseguidor.

Cuando el primer cañón surgió a la vista, comprendió el peligro y su gigantesca figura se dirigió como una flecha hacia la izquierda, y cuando brotó la primera descarga, ya los altos arbustos lo ocultaban.

Squint y sus compañeros dispararon al instante sobre los arbustos. Pero Doc Savage ya estaba a una docena de metros más allá de donde imaginaban.

—¡A todo gas! —gritó Squint, aterrado, al conductor.

—¿Qui…én e…ra? —cloqueó uno de los cinco.

—¿Qué sé yo? —gruñó Squint; luego, al conductor—. ¿No puede correr más, esta cafetera?

El coche de turismo avanzaba ya a toda velocidad. Al tomar un viraje, casi saltó a la cuneta; luego, dando media vuelta, se dirigió a hacia Nueva York, pasando delante de los edificios de los laboratorios.

El coche de turismo pasó como una exhalación delante de un potente roadster. Squint y sus compañeros no dieron importancia al coche. Pero la habrían dado, y mucha, de haber visto al gigante bronceado, que saltó la valla, de un salto formidable, y subió al coche.

Como una cosa amaestrada, el roadster de Doc Savage salió disparado. Las explosiones del motor se sucedían con tal velocidad, que se semejaban un agudo gemido. El cuentakilómetros marcaba sin cesar los cien, los ciento veinte y los ciento cuarenta kilómetros.

Doc distinguió a Squint y a sus cinco secuaces. El coche de turismo se aproximaba velozmente al puente de Washington. El uniformado empleado del puente se acercó para cobrar el derecho de tránsito, esperando que el coche detuviese su loca carrera.

Pero al cruzar por su lado, tuvo el tiempo justo de saltar, para no ser atropellado.

El «roadster» de Doc Savage pasó como un relámpago unos segundos después.

El indignado empleado, sin duda, telefoneó al otro extremo del puente, pues había un agente dispuesto a detener el coche. Sus gritos y gestos produjeron el mismo efecto que las cabriolas de un grillo delante de un toro embistiendo.

El coche de turismo se zambulló en Nueva York, virando hacia el Sur. Doc Savage no abandonó su persecución. Iba agazapado tras el volante, con una gorra encasquetada casi hasta los ojos, y conducía de manera tan experta, ocultándose tras los otros vehículos, que ni Squint ni sus compañeros advirtieron su presencia.

A unos centenares de metros, una sirena de la Policía gemía como alma en pena. Sin duda se trataba de un agente de tráfico persiguiéndoles en motocicleta, avisado por el vigilante del puente. Pero el agente no encontró ni rastro del coche denunciado.

La persecución prosiguió por Riverside Drive, el amplio y hermoso paseo que se extiende por la orilla del río Hudson. El coche de turismo penetró en una callejuela desierta y se detuvo delante de la décima casa. Los criminales miraron a su alrededor, sin ver a nadie. Levantaron las maderas del suelo de la parte trasera del automóvil y allí, en un compartimiento secreto, guardaron las pistolas ametralladoras.

—¡Depositad las pistolas ahí! —ordenó Squint—. Debemos tener mucho cuidado. Podría detenernos un guardia y lo pasaríamos mal, si nos encontrase estas armas.

—Pero ¿y ese fantasma de bronce? —murmuró uno, nervioso—. ¡Cielos! ¡Parecía alto como una montaña y más duro aún!

—¡Olvida ese pájaro! —replicó Squint, ya recobrado de su espanto. Soltó una risita burlona—. No pudo seguirnos.

En ese instante, un poderoso roadster penetró en la callejuela. Del conductor, tan sólo se veía la gorra echada sobre los ojos.

Squint y sus cuatro compañeros descendieron del coche de turismo. Para disimular el temblor de sus rodillas, hablaron en tono arrogante, al estilo de perdonavidas.

Con un chirrido de frenos, el roadster se detuvo junto al coche de turismo. El chirrido llamó la atención a Squint y sus ratas. Distinguieron a una figura gigantesca saltar como una exhalación del roadster.

¡Una figura de hombre que semejaba una estatua metálica animada!

Squint gimió:

—¡Maldición! ¡El fantasma de bronce…!

—¡Las ametralladoras! —lloriqueó otro.

Saltaron con la energía de la desesperación hacia el compartimiento secreto donde ocultaban sus armas. Pero el gigante de bronce se movió con increíble rapidez, interponiéndose entre los criminales y sus armas. Estos, al verse acorralados de tal forma, lanzaron chillidos de rabia y terror, demostrando su innata cobardía.

Eran cinco contra un hombre solo y, sin embargo, sin sus armas, se consideraban desamparados y perdidos. Dando media vuelta, huyeron despavoridos hacia la décima casa, como si pensaran que allí estaba su salvación.

Pero Doc Savage, de dos saltos formidables, cruzó la acera y les cerró el paso. Uno de los pistoleros intentó pasar. El brazo izquierdo de Doc hizo un movimiento. Su mano extendida, una mano musculosa de la cual sobresalían grandes tendones, propinó un golpe en el rostro del atrevido. Fue como si una maza de acero pegase al individuo. Su nariz quedó rota; sus dientes se rompieron, y cayó hacia atrás, como un guiñapo. Pero no perdió el conocimiento. Quizás el terrible dolor de aquel golpe monstruoso impidió que se desmayara.

Doc Savage avanzó, lentamente, hacia los otros: se adelantaba seguro de sí mismo y esta confianza aterraba a Squint y sus secuaces. Los criminales tenían la impresión de que una muerte implacable avanzaba hacia ellos y que no escaparían del castigo. En los ojos dorados no asomaba el menor destello de misericordia. Dos de aquellos hombres inmunes asesinaron a su amigo Jerome Coffern, robando a la humanidad uno de sus más grandes químicos. Y por ese delito, serían castigados sin la menor compasión.

Los tres cómplices que no participaron directamente en el crimen, también sufrieron la furia de Doc, pues los juzgaba culpables.

El código de Savage era muy severo, pues administraba la justicia de manera inexorable, sin compasión, donde era merecida. La justicia de Doc se regía por unas leyes personales, que producían resultados asombrosos. Los criminales a quienes se la aplicaba, no ingresaban en la cárcel; o aprendían una lección que les convertía en hombres honrados por el resto de sus vidas, o… morían. Doc Savage no hacía las cosas a medias.

Profiriendo un grito de desesperación y espanto, un hombre saltó en dirección del coche de turismo y arrancó los tablones del suelo, bajo el cual estaban escondidas las pistolas ametralladoras. Era el individuo que ayudó a Squint a asesinar a Jerome Coffern.

Doc Savage lo sabía; la tierra blanda adherida a los zapatos del individuo y a los de Squint, confirmó sus sospechas; la tierra blanda provenía de los terrenos de los laboratorios de la compañía Mamut.

Dando un salto rápido, se lanzó sobre el asesino. Sus manos gigantescas y bronceadas, y brazos musculosos, sacaron al sujeto del coche de turismo como si fuera un ratón. El hombre consiguió apoderarse de una pistola. Pero el dolor terrible de aquellos dedos metálicos que le trituraban las carnes, le impidieron utilizarla. Squint y los otros cobardes, intentaron refugiarse en la casa décima.

Levantando en peso a su víctima y blandiéndola como una porra, Doc Savage los hizo retroceder a golpes. Semejaba un gato gigantesco entre ellos.

Squint giró sobre sus talones y huyó, frenético, seguido de los otros tres, en dirección a Riverside Drive. El hombre que Doc sujetaba logró disparar su pistola; la bala rebotó a los pies de Savage, quien entonces alargó una mano bronceada. La víctima gritó cuando los dedos de acero hicieron presa en su muñeca. Pataleó, dio un manotazo al pecho de su aprehensor, desgarrando el bolsillo donde éste guardó la cápsula metálica que contuviera la substancia que disolvió el cuerpo de Jerome Coffern.

La cápsula del extraño metal rodó por el suelo, desapareciendo entre los barrotes del ventilador de unos sótanos.