Capítulo XIII

Fortunate Fields

Vevey. Suiza

15 de enero de 1938

XIII

Dos meses después Zoe abrió la ventana de su dormitorio para admirar el nevado perfil de los Alpes, bajo un cielo que parecía prometer un día soleado. Pero como a las siete de la mañana el frío de enero no era un buen compañero de amaneceres, se le coló por el camisón y desencadenó un agudo respingo. Ella cerró de golpe y se volvió corriendo a la cama.

Al meterse, recuperó el calor que había dejado su propio cuerpo.

A sus pies, Campeón ladeó la cabeza para mirarla y golpeó la colcha con el rabo dos o tres veces, bastante poco convencido, en realidad agotado por el intenso trabajo que le tocaba hacer cada día.

Zoe comprobó que todavía le quedaba media hora para levantarse, se tapó con la sábana hasta la punta de la nariz, recorrió la moldura del techo y pensó en la importante conversación que iba a tener con Dorothy. Si aceptaba su propuesta, sería la persona más feliz del mundo.

Le debía mucho a aquella mujer.

Su acogida en Fortunate Fields y el trabajo que de inmediato le propuso habían sido sin duda las noticias que pudieron compensar un poco la difícil despedida de Luther y los duros recuerdos de Les Deux Pins. Le había bastado una sola llamada al criadero suizo, aquella noche en Toulouse, para saber que su propietaria la aceptaba encantada en su casa.

Sin Andrés y sin su padre, con una España que no terminaba de doblegarse a los ejércitos de Franco y la conciencia de que su historial había quedado marcado para siempre después de lo que había hecho en uno y otro frente, la posibilidad más sensata se llamaba México. Pero su corazón la dirigió a Vevey, quizá por ser el lugar donde había sido más feliz en los últimos años, o tal vez por su mayor cercanía a Inglaterra.

Dorothy no estaba en la oficina cuando fue a buscarla.

La encontró en un área de ampliación del criadero donde los perros estaban aprendiendo a detectar explosivos, tarea en la que Zoe estaba implicada. Campeón iba a su lado, consciente de que un día más le iba a tocar repetir varias veces los trabajos que aprendían después los demás perros, pero en su caso para formar a los monitores. Zoe se sentía orgullosa de él, porque ninguno de los pastores alemanes del centro había demostrado tanta sagacidad y rapidez en ese cometido como él, y por el prestigio que se había ganado ante el resto del equipo humano que trabajaba en Fortunate Fields.

Al llegar a su lado, esperó a que terminara de dirigir los ensayos de un innovador método para el rescate de heridos, y solo cuando terminó fue hacia ella. De camino sintió crujir sus zapatos sobre la escarcha del suelo. La temperatura era tan gélida que en ocasiones no terminaba de desaparecer en todo el día.

—Dorothy, necesito comentar contigo algo que me tiene muy inquieta.

—Se te nota en la cara… ¿Lo hablamos delante de un buen desayuno? ¿Te parece?

Se agarró de su brazo, y de camino al pabellón principal corrigió un mal movimiento por parte de un monitor al pasar al lado de otro de los parques de entrenamiento, se fijó en que las papeleras estaban sin vaciar desde hacía más de una semana y comentó la clase que tenían un par de foxterrier con los que estaba ensayando nuevos ejercicios. Pero entre tantas cosas, también se dio cuenta de que Zoe un día más seguía vistiendo la misma ropa. Se prometió arreglarlo esa tarde, era consciente de la escasez de equipaje con que había venido y a ella le sobraban vestidos y faldas, y además coincidían en la talla.

—Antes de que me expliques lo que te preocupa, me gustaría conocer tu opinión sobre una idea que te puede parecer peregrina, pero que me está apeteciendo abordar… —Miró hacia un punto indeterminado, frente a ella, y le dio a su voz un deliberado tono intrascendente—. ¿Tú crees que a Luther le gustaría trabajar con nosotros?

Zoe sintió un escalofrío al escuchar aquel nombre. Desde que sus vidas habían tomado caminos diferentes, no sabía mucho de él, solo que había sido contratado en un centro de investigación cerca de Londres y que parecía contento con su trabajo. Lo sabía gracias a una postal que había recibido a finales de diciembre con la imagen de un abeto navideño lleno de guirnaldas y un Merry Christmas en letras doradas. Una postal que desde entonces dormía todas las noches en su mesilla.

—Imagino que no, Dorothy. Cuando eligió Inglaterra no sopesó otras posibilidades que también se le ofrecían. —Aparte de la doble intención implícita en sus palabras, alargó la última sílaba sin ocultar lo defraudada que se sentía por ello—. Pero pruébalo…

—Pásame su dirección. Cualquier día le escribo.

Llegaron al chalé principal y entraron en el comedor. Margareth, la camarera, les tenía preparado un revuelto de huevos, café y una bandejita de dulces. Tomaron asiento y Zoe no esperó ni a probarlo.

—Dorothy, he pensado una cosa que no sé si verás posible. —Retorció la servilleta y tomó aire—. Desde hace tiempo tengo una deuda pendiente con mi profesión y con mi padre que me gustaría resolver de una vez. Me explico. Al centrar todo mi trabajo en los perros de la Cruz Roja, no pude terminar la carrera de Veterinaria en Madrid. Y al estallar la guerra se hizo imposible. Pero en todo ese tiempo he tratado de estudiar como si hubiera acudido a clases, me he leído los mismos libros con los que trabajan los alumnos, y tuve la suerte de contar con un maestro que me terminó de enseñar una buena parte de la materia académica, a los pies de los Pirineos.

—Imagino que te refieres a Luther… —Dorothy era mujer y sabía interpretar por qué le cambiaba la cara a Zoe cada vez que surgía ese nombre.

—Sí… La verdad es que aprendí muchísimo con él. —De lo poco que se había traído de Les Deux Pins, uno de sus bienes más preciados eran aquellas doce hojas de almanaque pintarrajeadas por detrás, que incluían todo un tratado de anatomía, cirugía e histología—. Como es algo que llevo pensando desde que llegué, me atreví a escribir a la Escuela de Veterinaria de Zúrich. Les conté mi caso, y les debió de conmover porque, para mi sorpresa, han aceptado examinarme de los dos años que me faltan en una sola prueba oral, en junio.

—¡Me parece una excelente noticia! ¿Qué problema hay?

Zoe la miró incrédula. ¿Problemas? Todo era un problema… Le explicó que iba a necesitar estudiar muchísimas horas e ir con frecuencia a la biblioteca de la universidad para aprender la terminología técnica ahora en alemán, lo que le parecía abusar de su confianza.

—Se resentiría mi trabajo… Por mucho empeño que ponga en sacar todas las tareas adelante, no sé si llegaré a todo. Por eso necesito tu aprobación.

Zoe bajó la cabeza y revolvió la taza de café. Se le había quedado frío, pero más helada se iba a quedar ella si la contestación no era la que deseaba escuchar.

Dorothy se sonrió al notarlo.

Apreciaba a aquella joven desde el primer día que había aparecido por su casa. Era una luchadora, tenía cabeza y amor propio, pero también era resolutiva y un punto atrevida, como cuando había decidido salvar a aquellos perros que se proponía recoger Luther. Le recordaba en tantas cosas a ella que deseaba ayudarla. Y además, también tenía una propuesta.

—Cuando terminemos de desayunar te daré mi opinión. Pero eso será fuera de Fortunate Fields. Necesitaremos un coche.

Se abotonó la chaqueta al sentir frío y adoptó una sonrisa difícil de interpretar.

No tardaron más de quince minutos en llegar a una finca vecina a Fortunate Fields que Zoe conocía, rodeada de enormes abetos, y en primavera y verano de centenares de hortensias que producían una especial sensación de paz a su alrededor. En el cartel de entrada se podía leer The Seeing Eye, «El ojo que ve».

Aparcaron por detrás del edificio del complejo que hacía funciones de dormitorio, comedor y oficinas, y siguió a Dorothy a buen paso hasta llegar a un recinto al aire libre en el que un grupo de ciegos estaban aprendiendo a ser más autónomos con la ayuda de unos perros que iban dibujando un recorrido lleno de obstáculos, rampas, puertas que abrir y cerrar, escaleras, o falsas paradas de tranvía.

—Como bien sabes, desde el año veintiocho vengo desarrollando este tipo de tareas; sin duda alguna la más gratificante de todas las que he emprendido en mi vida. Tanto aquí como en Estados Unidos hemos formado a más de un centenar de instructores para que puedan adiestrar a perros guía, y gracias a ellos hoy puedo decir que hay más de quinientos invidentes que han mejorado su movilidad y en general su vida. Pero todavía quedan muchas lagunas, muchas cosas que perfeccionar para que estos animales lleguen a convertirse en sus verdaderos segundos ojos.

Zoe observó cómo uno de ellos tiraba suavemente de su acompañante para ayudarlo a subir una falsa escalera. Aparte de mirar por él, mostraba un grado de concentración poco común para un animal. No se imaginó a Campeón haciéndolo.

—Es un precioso trabajo para un perro —apuntó Zoe.

—Lo es, pero todavía no he dado con la raza perfecta para ello. Necesitaría tener a un animal más decidido que los pastores alemanes con los que empezamos; dispuesto a hacerse paso entre la gente en medio de una calle, que no dependa de que su amo tenga que premiar siempre su comportamiento, y que posea un sólido equilibrio emocional para obviar sus instintos en beneficio del uso al que está siendo dedicado. En resumen: un perro que se olvide de sí mismo para regalarse a su amo.

—La idea es preciosa.

—Estoy de acuerdo. Pero, para conseguirla, necesito a alguien que ponga todo su talento y sensibilidad en esa labor. —Miró a Zoe y le dedicó las siguientes palabras después de haberlas meditado mucho—. Me gustaría que lo hicieras tú, Zoe. Además, te llevaría menos tiempo que el trabajo actual, por lo que queda contestada tu pregunta anterior. Si aceptas mi propuesta, podrás estudiar, y también se beneficiará de ello The Seeing Eye, porque espero que apliques toda la ciencia médica que aprendas en descubrir qué facetas de su inteligencia son las más idóneas y las promuevas, como también que ayudes a preservar la salud de un animal que se vuelve imprescindible para su dueño. Y en definitiva, que persigas una actitud única en ellos con el fin de que sus amos sientan con su ayuda que sus limitaciones son menores… —Provocó una pequeña pausa, tomó aire, y le propuso formalmente su idea—: ¿Quieres ser la directora técnica del proyecto The Seeing Eye?

Zoe sintió tanta emoción que temió que se escucharan desde fuera los latidos de su corazón desbocado. Se imaginó a su padre orgulloso, y a su hermano dándole un pellizco en la barbilla y feliz por la noticia. Tembló de arriba abajo, en su cara surgió una enorme sonrisa de gratitud, unió sus manos con las de Dorothy y respondió con la voz medio quebrada:

—Me encantaría…

Aquella tarde, bajo un precioso cielo azul, Zoe paseaba con campeón a su lado sobre una de las enormes praderas que rodeaban Fortunate Fields. El perro iba y venía con un palo en la boca que su dueña le tiraba lo más lejos que podía. Sin desviar un milímetro sus ojos de ella, el animal recordó de repente otra pradera, próxima a una población a la que había llegado con su anterior amo, con Andrés, en la que el juego había consistido en buscar una pistola que este le lanzaba.

Todavía podía escuchar el ruido de disparos, o el ensordecedor rugido de un extraño aparato que aparecía y desaparecía por el cielo sembrando la tierra de fuego y sangre. Por entonces no entendía en qué consistían aquellos juegos que los humanos practicaban para destruirse, y aunque lo había vuelto a ver varias veces más de la mano de su nueva dueña, no había encontrado un solo motivo que lo justificara.

Porque los perros como él no entendían de guerras ni de armas.

Ni tampoco conocían en qué consistía el odio, o el sentido de aquella otra palabra que tantas veces les había escuchado decir: la política. Una palabra en la que se amparaban para matarse entre ellos.

Él no sabía hacer otra cosa que cuidar a aquella persona que se había cruzado en su vida.

Cuando se volvió para mirar a Zoe, esta le regaló una de sus tiernas caricias. Y en ese momento prefirió aquel otro juego, porque ese sí lo entendía, el del amor: la razón última de su verdadero pacto de lealtad.