Capítulo XI

Refugio Les Deux Pins

Pirineos franceses

17 de noviembre de 1937

XI

La montaña había cambiado de color a mediodía y otra vez al atardecer.

Frente a ella, Zoe y Luther, después de catorce horas de demora, compartían la amarga sensación de que allí ya no hacían nada, pero ninguno se atrevía a decirlo. Les dolían las piernas de estar sentados tanto tiempo, sus tripas crujían de hambre, y a esas alturas del día sus esperanzas estaban por los suelos. Y para empeorar la situación, Campeón llevaba demasiado tiempo sin moverse y se estaba poniendo un poco pesado.

Zoe trató de tranquilizarlo, pero no lo consiguió.

El problema que se les planteaba no era sencillo de resolver y los nervios empezaban a aflorar, también en el perro. Estaban preocupados por los fugitivos, por Jasco y por lo que les podía pasar a ellos.

—¿Cómo estás?

—Triste y asustada. Si han cogido a esos pobres hombres, será cuestión de horas que nos encuentren.

—Sería lo lógico, pero confío en Aurelio. Es un hombre íntegro y duro, no se dejará vencer con facilidad. Si no han venido todavía, es muy probable que no lo hagan ya. En ese sentido el tiempo corre a nuestro favor.

Para desentumecerse, Zoe estiró las piernas y los brazos, y Campeón se puso a saltar a su alrededor interpretando que se iban.

—Necesito caminar, y él cambiar de aires. Me vuelvo andando al refugio. —Se sacudió el polvo de los pantalones.

—Ni hablar. Vete a caballo. Si te vieras en un aprieto, te sacaría del apuro.

—¿Y tú?

—Les daré una última oportunidad, pero no estaré mucho. Volveré pronto. Esta noche deberíamos hablar, Zoe; creo que ha llegado el momento de abandonar estas montañas.

—Opino lo mismo.

Zoe dejó el caballo en el establo y a Campeón con el resto de los perros. Le extrañó su excesiva inquietud, pero decidió que aquel día todos estaban raros. Cerró la puerta al verlos querer salir en tropel detrás de ella, y se dirigió hacia el refugio. Iba pensativa y preocupada. No es que aquel lugar fuese el paraíso, pero estaba harta de huir. Abrió la puerta, colgó el abrigo y se quitó las botas, trató de arreglarse un poco el pelo en el único espejo de la casita, y se dirigió al hogar para echar dos troncos mientras pensaba qué podía preparar para comer. Los perros no paraban de ladrar. Decidió que iría a ver qué les pasaba en cuanto tuviese el fuego encendido.

Pero no pudo.

Del almacén salió Oskar Stulz.

Al verlo, se sobresaltó tanto que tuvo que apoyarse en la cocina para no caerse.

—Hola, Zoe… Menuda sorpresa, ¿verdad?

Vestía de paisano, su postura era relajada, tenía gesto cansado y en su mano una pistola.

—¿No me vas a ofrecer un café? Estaba buscándolo ahí dentro, pero o no tenéis o está muy escondido.

Zoe cogió un puchero y lo llenó con agua para calentarla. Dispuso un poco de hojarasca seca por encima de los maderos y la encendió con un fósforo. De cuclillas, mientras esperaba a que las llamas tomaran un poco de cuerpo, pensó qué podía hacer para defenderse de él. Solo se le ocurrió una idea. Bajo la constante presión de su mirada, al incorporarse desde el suelo buscó apoyo en el armario, y de espaldas a él trató de abrir uno de sus cajones, en el que guardaban los cuchillos. Lo hizo con mucho cuidado.

—No te molestes, ya no están ahí… —La miró de reojo.

—¿Qué quieres de mí?

Oskar tardó unos segundos en responder. Puso dos tazas sobre la mesa, cucharillas, un azucarero, y pidió que se sentara.

—Para empezar, los perros que nos habéis robado… Por cierto, ¿por dónde anda tu amigo? Intuyo que no muy lejos.

Zoe comprendió que no le serviría de nada ocultar la presencia de Luther.

—¿Cómo has dado con nosotros?

—Gracias a uno de los alanos. Tiene gracia, ¿verdad? Fueron ellos los que os facilitaron el modo de huida, y ahora son los que os han delatado… Ironías de la vida, ya ves… Bueno, no ha sido solo él, pero no tengo que contártelo todo.

La captura de los fugitivos y de Jasco quedaba confirmada.

La infusión de hierbas empezó a burbujear. Oskar se guardó la pistola en la espalda y sirvió las tazas. Miró a Zoe, tomó un primer sorbo y se decidió a hablar.

—Vuestra huida me complicó mucho las cosas, pero no solo vengo por eso. Tienes una gravísima deuda conmigo, una deuda con nombre de mujer, y no me iré sin habérmela cobrado. —Afiló su mirada.

Zoe vio en sus ojos un odio viejo y un brillo de locura. Estaba perdida. Consciente de sus nulas posibilidades, optó por hablar con valentía.

—No te merecías a Julia —contestó rotunda—. Eres una rata. Hizo bien en abandonarte.

—Fuiste tú quien la empujó a hacerlo.

—Y lo haría cien veces más. —Levantó la voz armada de razones—. ¿Pero con qué autoridad puedes pedirme responsabilidades después de haber intentado volarnos a todos cuando escapábamos en el avión, incluidos Julia y tu propio hijo? —Miró de reojo por la ventana con la esperanza de ver aparecer a Luther.

Oskar se levantó de la silla, la estampó contra la mesa y se aferró al cuello de Zoe. Ella trató de zafarse sin conseguirlo.

—¿Ni sintiéndote en peligro eres capaz de respetarme? ¿No te bastó con dejarme en ridículo delante de mis superiores? ¿Ahora te regodeas en el fracaso de mi matrimonio y me insultas? —Zoe se sonrió—. ¿Y encima te ríes en mi cara? —Sacó su pistola y le clavó el cañón en una mejilla—. Vas a tener que elegir: o implorarme perdón o esto… —Le rompió la camisa y manoseó sus senos.

—Me da igual lo que hagas conmigo —contestó ella. Su actitud encolerizó todavía más a Oskar. La encañonó en el pecho.

—Estoy deseando apretar este gatillo.

—¿A qué esperas? ¡Hazlo! —Su pensamiento voló hacia el pasado, a una casa de Salamanca. Sintió el calor de los brazos de su madre y la sonrisa de su padre, y recorrió en décimas de segundo las cosas maravillosas que la vida le había dado.

Lo miró a los ojos, y leyó en ellos lo que iba a hacer. Por eso cerró los suyos y apretó los dientes esperando el final.

De repente escuchó a Luther:

—¡Déjala!

Lo vio correr hacia Oskar.

El primer disparo reventó un tarro de confitura en una de las estanterías de la cocina, pero el siguiente hirió a Luther en la pierna. Oskar, con sonrisa de vencedor, amenazó con levantarle la tapa de los sesos si ella no dejaba la pesada sartén que acababa de coger.

—O la devuelves a su sitio o te aseguro que esto será una sangría.

Zoe lo obedeció a pesar de las indicaciones que le estaba haciendo Luther.

Los disparos habían alertado a los perros, que ladraban furiosos.

—Eres un canalla. —Le escupió antes de agacharse a ayudar a Luther.

Preocupada por la abundante sangre que perdía, corrió a por un paño de cocina y le hizo un torniquete.

—Necesito que me ayudes a tumbarlo sobre la mesa. Si no le saco la bala pronto, se desangrará.

A Oskar inicialmente le pareció una idea absurda, pero pensó en Göring y decidió hacerle caso.

De un manotazo Zoe retiró de la mesa todo lo que había, y a continuación lo levantaron a pulso hasta dejarlo sobre la madera. Le preguntó dónde había escondido los cuchillos, y tras saberlo fue a por uno y lo puso sobre las brasas.

Oskar no la perdía de vista ni un solo segundo.

Zoe estaba dispuesta a operarlo. Visualizó mentalmente el recorrido anatómico que iba a tener que abordar al recordar los dibujos que habían estudiado juntos, tomó aire, y esperó a que el cuchillo estuviera al rojo.

Oskar le apuntaba con la pistola, asombrado con la rapidez y seguridad que Zoe demostraba.

—Hazlo bien, que todavía tiene que dar la cara ante ciertas personas que están deseando verlo.

Luther apretó los puños de dolor y lo miró asqueado.

—Te voy a matar —consiguió decir antes de perder el conocimiento.

Zoe preparó sobre la mesa un improvisado instrumental, encendió una vela para calentar otro cuchillo más pequeño con el que cauterizar los vasos destrozados por la bala, y buscó la botella de orujo. Roció sus manos con el licor y echó un chorro sobre la herida. Miró a Luther llena de miedo y después a Oskar, expresándole su más profundo odio. Cortó con unas tijeras la tela del pantalón para visualizar mejor el campo de actuación y recuperó el cuchillo desde el fuego. Suspiró tres veces para serenarse, y penetró dentro de la herida.

Las sucesivas embestidas de los perros contra los portones del establo consiguieron vencerlos. Cuando se abrieron, salieron en tropel para repartirse por los alrededores, salvo Campeón, que se puso a olfatear la puerta del refugio muy nervioso, al intuir un peligro que no alcanzaba a ver. Puso toda su atención en los sonidos que surgían desde su interior hasta que escuchó unos pasos a su espalda. Al volverse, se le iluminó la mirada al reconocer a su viejo amo. Corrió en su busca y se puso a saltar a su alrededor una y otra vez para atraer su atención, pero no lo consiguió. Lo acompañó hasta la entrada del refugio con la esperanza de obtener algún gesto de reconocimiento a su absoluta entrega, pero tampoco le respondió, ni tan siquiera dejándolo entrar al interior. Ladró furioso cuando le cerró la puerta en las narices, se revolvió varias veces sobre sí mismo, y terminó quedándose sentado frente a la entrada, mirándola y sin terminar de aceptar aquel desprecio.

Cuando Andrés Urgazi entendió lo que había pasado, disparó a Oskar sin pensárselo dos veces hiriéndolo ligeramente en el cuello. Zoe, que acababa de terminar de curar a Luther, se volvió para ver quién era y gritó su nombre en el momento en que otra bala salía de la pistola de Oskar para atravesar mortalmente el corazón de su hermano.

—¡Nooooo! —su grito surgió desde lo más profundo de su ser, desgarrando el aire y el tiempo. Corrió a su lado para recogerlo en sus brazos, consciente de la gravedad de su herida.

—No ha podido ser… —Un reguero de sangre se le escurrió por la comisura de los labios.

Zoe se abrazó a él rota de dolor. Observó en sus ojos la presencia de la muerte y no lo quiso aceptar, pero nada podía hacer. Y cuando todo estaba por terminar, Andrés pronunció solo tres palabras, las más importantes de su vida:

—Te quiero, canija…

La muerte se llevó el alma de Andrés y medio corazón de su hermana, que para no permitirlo seguía abrazada a él, como si no dejara resquicio alguno por donde pudiera escaparse su espíritu.

Miró a su alrededor y se dio cuenta de que nada tenía sentido.

La muerte había venido a robarle a uno de los suyos, sirviéndose de un desalmado que por unos nimios motivos había ejecutado la sentencia.

Rota de dolor buscó a Luther, que ya había recobrado el sentido, dispuesta a luchar para que aquella sombra mortal no se cobrase otra alma más. Se miraron, y fluyó entre ellos una emoción nueva.

Oskar se tocó el cuello y al sentir el calor húmedo de su sangre decidió cerrar aquel oscuro capítulo de una vez por todas. Comprobó que le quedaban balas en la pistola, una preparada en la recámara, pero en el momento en que iba a hacer uso de ella alguien más entró en la casa. El desconocido, que había seguido a Andrés desde Biarritz, armado con un subfusil ametrallador escupió un par de tacos en alemán, y en nombre de la Abwehr pidió que se rindieran. La perplejidad que produjo en todos los presentes creció cuando vieron entrar a una jauría de perros detrás del recién llegado.

Los alanos, cansados de ladrar, habían visto la puerta abierta.

Luther los vio.

Y Zoe también.

Y al unísono pronunciaron la palabra fatal varias veces:

—¡Ataca! ¡Ataca! ¡Ataca!

Los perros sacaron de sus recuerdos el instinto que llevaban en la sangre y miraron a aquellos dos extraños con ojos oscuros y dientes afilados. El primero que actuó esquivó la bala de Oskar y le clavó la mandíbula en la boca para inmovilizarlo, como hacían los suyos desde siempre, entre aquellas verdes montañas prisioneras de una región llamada las Encartaciones. Y otros dos hicieron lo mismo con el recién llegado, que no tuvo ni tiempo de disparar su arma, quedando tendido en el suelo con dos cabezas de perro encima; una le destrozaba la garganta, y la otra, media cara.

Oskar tuvo tiempo de ver cómo dos alanos más lo atacaban para llevarse su vida pegada a los colmillos. Solo sintió la primera dentellada alrededor de su cuello.

Pero hubo un perro que no actuó como el resto, vencido por la pena: Campeón.

Él estaba llorando a Andrés.