Sallent de Gállego
Huesca
16 de noviembre de 1937
X |
Los tres componentes del comando del SIMP vigilaban desde dos posiciones distintas una cuadra a las afueras del pueblo de Tramacastilla de Tena, donde les habían asegurado que se organizaban expediciones de fugitivos para escapar de la zona nacional.
La noche era fría, pero no como la anterior, en la que habían llegado a diez bajo cero.
Protegidos con gruesos abrigos, armas cortas y la discreción de un vecino pajar, esperaban a que saliera el grupo con idea de seguirlo hasta descubrir por dónde realizaban el paso, sus posibles compinches al otro lado de la frontera, y capturar in fraganti a su promotor: un pastor al que también hacían responsable del resto de actividades de espionaje que habían provocado que estuvieran allí. Su denuncia les había llegado a través de un cartero falangista, que conocía a todo el mundo en la comarca. Además de su trabajo postal, aquel confidente regentaba una tahona, trabajaba como zapatero en horas muertas y abría y cerraba la sede de la agrupación local de la Falange en el pueblo de Sallent de Gállego.
A los agentes enviados por Ungría, además de las provechosas pistas dadas por el delator, les llamó la atención la referencia que hizo a unos extraños perros, cuya raza no se había visto antes por la comarca, que sin pertenecerle habían sido vistos con él por la montaña y que podían estar implicados en el tráfico de los huidos.
Bien entrada la noche escucharon descorrerse las puertas del establo y vieron que un hombre de mediana edad asomaba la cabeza y escudriñaba los alrededores. En menos de un minuto vieron salir a cuatro personas protegidas con pasamontañas y ropa de abrigo.
El grupo se dirigió campo a través en dirección norte en completo silencio.
Su primer destino era el pueblo de Panticosa, arranque del difícil recorrido de montaña que les esperaba después.
Los agentes del SIMP los vieron alejarse a buen paso, unos pegados a otros, detrás del pastor. El hombre iba acompañado por dos perros, uno era chucho y el otro de raza, pero desconocida para ellos. Recordaron la mención del cartero. Calcularon una separación de quinientos metros, y salieron tras ellos.
Cuando los huidos llegaron a las inmediaciones del prestigioso balneario que daba fama al pueblo solo había pasado hora y media, pero algunos empezaban a acusar un cierto cansancio. Bordearon sus instalaciones de la forma más discreta posible y continuaron andando hacia el norte con la ventaja de la luna llena. Media hora después encaraban una difícil ascensión, a menos de cinco kilómetros de tocar la frontera, que según el pastor les iba a llevar no menos de dos horas de duro ascenso, en la que sin duda iba a ser la peor parte del recorrido.
Por detrás de ellos, el cabecilla del comando empezó a hartarse de tanta montaña y de las constantes quejas de sus compañeros por las dificultades de la marcha. Miró su plano y calculó a cuánto estaban de Francia. Al verse tan cerca, entendió que o aceleraban o los iban a perder.
—Muchachos, necesitamos cortarles el paso antes de que superen el último ibón pegado al borde fronterizo. He visto que existe un sendero alternativo a la ruta oficial que nos permitiría tomarles la delantera y cogerlos por sorpresa.
Los dos agentes observaron el escarpado recorrido que les proponía y tragaron saliva al captar su dificultad.
—Jefe. Podríamos tomar su mismo camino, pero a un paso mucho más rápido del que hemos llevado hasta ahora, y sin tanto esfuerzo les daríamos caza también.
—No. Ni hablar. Hemos de llegar antes. Imagino que por los alrededores del ibón estarán esperándolos para pasarlos al lado francés. Se trata de coger a todos. —Sacó una petaca con brandy, bebió un trago y se la pasó—. Entrad en calor, que todavía vamos a pasar un poco más de frío…
Aurelio, el pastor de Tramacastilla, iba animando a cada uno de los miembros de su grupo durante el difícil ascenso. Era consciente del enorme sacrificio que les estaba exigiendo, pero también de que aquella era la única ruta alejada de los controles militares y la que se habían aprendido los perros para, una vez pasada la frontera y ya sin él, conducirlos hasta un torrente denominado Gave d’Arruille, donde los esperarían Luther y Zoe para terminar el camino hasta el refugio.
Cuando eran las dos de la madrugada se adentraron en una densa arboleda, detrás de la cual divisarían la oscuridad del ibón de Bramatuero Bajo. Jasco olisqueó la alfombra de hojas que cubría el camino bajo los primeros árboles, adelantándose a una zona tan oscura que apenas permitía ver a dos pasos de distancia. La mano del pastor buscó la correa de Campeón y pidió a los presentes que fueran llamándose cada poco tiempo para que nadie se despistara.
Cuando después de quince minutos llegaron al final del bosque, el ánimo del grupo mejoró notablemente, al constatar la cercanía del país galo y sentir su salvación más cerca. Corrieron hasta la orilla del lago con el eco de la crujiente nieve bajo su calzado y se juntaron a los pies de una enorme mole de granito, detrás de la cual discurría el último sendero antes de la frontera. Se felicitaron por haberlo conseguido abrazándose a Aurelio, llenos de agradecimiento.
Los últimos cincuenta metros atravesaban dos promontorios rocosos, detrás de los cuales el camino ascendía ligeramente. Apoyado en una de aquellas enormes masas de granito, Aurelio les explicó que a partir de ese momento serían guiados únicamente por los dos perros. Allí terminaba el tramo del recorrido bajo su responsabilidad. Pero la sorpresa se encontraba parapetada tras las dos moles de piedra, y cuando el último fugitivo pisó suelo francés se les echaron encima apuntándoles con las armas.
—¡Manos arriba! El primero que se le ocurra hacerse el valiente recibirá la primera bala.
Uno de los agentes corrió tras el pastor al verlo huir. Su disparo despertó a la montaña. Aurelio recibió la bala en un hombro y quedó tendido a pocos metros de su perseguidor.
El líder del comando se hizo con la correa de Jasco, pero se le escapó el otro, y aunque trató de abatirlo con su arma, no acertó.
Mientras encañonaba a los cuatro evadidos ordenó al otro agente que buscara por los alrededores. No entendía cómo pretendían huir. Había escuchado la despedida del pastor, y en el lado francés no había nadie. No entendía nada. Resistió los violentos tirones del perro y recibió su amenazante mirada sin saber qué papel podían tener aquellos dos animales. Decidió averiguarlo.
Se fijó en los cuatro capturados y eligió el que tenía una expresión más asustada. Era un hombrecillo enjuto y de ojos saltones, que temblaba como un flan. Apuntó el cañón de la pistola en su pecho y cargó una bala.
—O me explicas cuál era vuestro plan desde este punto y quién os iba a esperar y dónde, o en tu caso dalo por terminado…
—Por favor, señor… Yo no he, yo no entien…, no sé nada… —trastabilló al hablar, preso del miedo.
El agente del SIMP apuntó el arma a su pie y disparó.
El hombre se dobló de dolor lloriqueando.
Los otros tres miraron con espanto al brutal tipo, y él recorrió sus ojos uno a uno. Apuntó la pistola a la cabeza del herido y preguntó.
—¿Alguien quiere salvarle la vida?
Tres horas después, Zoe y Luther atravesaron el torrente de Arruille en dirección sur para acercarse un poco más al paso por donde tenían que llegar los nuevos fugitivos conducidos por Jasco y Campeón.
—Las otras veces llegaron bastante antes…
Zoe miró su reloj y vio que solo faltaban diez minutos para las cinco de la madrugada.
—Quizá esté peor el tiempo al otro lado de esos altos y la nieve los esté retrasando —contestó Luther metiéndose las manos en los bolsillos para calentarse los dedos.
Zoe eligió un promontorio para disfrutar de una mejor panorámica y lo escaló con dificultad, tenía las piernas entumecidas por el frío. Al tocar su cumbre recibió una bofetada de viento gélido que apenas le permitió abrir los ojos. Buscó el último meandro del torrente, recorrió la ladera de la montaña que cerraba el valle y fijó la vista en el risco por donde solían aparecer los fugitivos. Pensó en el difícil momento que estarían pasando aquellos pobres hombres.
Una noche en los Pirineos dejaba factura a quien se atrevía a pasarla al ras, como estaba haciendo ella en esos momentos, pero no se podía quejar. No se jugaba su vida como hacían los otros, tenía un refugio a menos de una hora, fuego con que calentarse, una cama y comida.
Inmersa en sus pensamientos, no escuchó a Luther cuando llegó por detrás, pero lo sintió cuando la rodeó con sus brazos.
—Estabas temblando… —se justificó.
—Te lo agradezco… Estoy helada, sí… —consiguió decir, extrañada por su gesto.
Los siguientes minutos los pasaron en silencio, ateridos de frío, pero compartiendo su calor, a la espera de ver aparecer a los fugitivos. Zoe se sintió apurada. Nunca había recibido de él una muestra de atención como aquella, y todavía tenía en mente la palabra Inglaterra y el mal sabor que le había dejado.
Pasada media hora, vieron aparecer una sombra que se movió a gran velocidad hacia ellos. Estaba demasiado lejos para identificarlo mejor, pero era uno de los perros. Se separaron y corrieron ladera abajo para recibir al animal.
Se trataba de Campeón.
El perro tomó impulso a dos metros de ellos y se echó a los brazos de Zoe con tanta fuerza que a punto estuvo de tumbarla.
—¿Y Jasco? ¿Dónde están los demás?
Campeón la miró, sacó la lengua y jadeó feliz.
—Quizá se ha adelantado al grupo —supuso Luther—. Seguro que aparecerán en breve.
—Ojalá tengas razón, pero no sé. Intuyo que les ha pasado algo… Van a ser las seis y en menos de dos horas se hará de día. No es normal.
Zoe se agachó para hablar con Campeón.
—Escúchame… Nosotros no conocemos los caminos por los que venís, pero necesitamos que nos lleves. —Campeón ladeó la cabeza sin entender qué quería—. ¡Busca a Jasco! ¡Jasco! ¡Jasco! ¡Vamos!
El perro dio dos vueltas sobre sí mismo, olfateó el aire y se lanzó a correr hacia las montañas. Luther se hizo con el caballo, lo montó y ayudó a Zoe a subir. Se calzó los estribos y lo lanzó al galope tras el perro.
Dos horas después, ya de día, volvían al mismo promontorio sin haber encontrado una sola pista de su paradero. No habían llegado hasta el límite de la frontera al no poder bajar a caballo por el último desfiladero, pero la divisaron desde lo alto sin ver a nadie.
Zoe descabalgó muy preocupada. No lo habían hablado entre ellos, pero se temían lo peor. Si habían sido interceptados, su única esperanza estaba en manos de Aurelio y su resistencia a la confesión. O callaba, o en pocas horas tendrían alguna peligrosa visita.
—No sirve de nada seguir por aquí, esperando. No van a aparecer. Volvamos al refugio.
Zoe se plantó frente a él, apretó los puños, y recordó su huida en Guadarrama cuando había dejado atrás a Campeón.
—No pienso abandonar a esos hombres, y tampoco a Jasco. Yo me quedo.
Luther suspiró, asumió su tozudez, y al ver que eran las ocho de la mañana decidió volver solo al refugio para recoger algo de comida y agua.
—En menos de una hora, estaré de vuelta —se despidió, antes de doblar al caballo para que tomara dirección norte.
Los primeros rayos de sol del estrenado diecisiete de noviembre encontraron a una mujer abrazada a su perro en lo alto de un promontorio, con la mirada puesta en el infinito y una pistola preparada por si tenía que usarla.
Esa misma noche, habían sonado tres teléfonos con un intervalo de media hora.
El primero fue descolgado en la habitación número ocho del hotel Plaza en Biarritz. Su destinatario: el comandante Ungría, quien escuchó una asombrosa historia que tenía como protagonistas a dos perros que actuaban como guías en el paso de refugiados por los Pirineos. Su agente, desde Sallent de Gállego, le había dado todos los detalles que había obtenido después de someter a confesión a cada uno de los integrantes del grupo detenido, como también a su principal cómplice. Del último no había conseguido gran cosa, al morírseles durante el interrogatorio. Tan solo unos datos que no parecían demasiado importantes. Uno era el número de refugiados que había conseguido ayudar en total; y otro, la raza del perro que habían capturado cuando por curiosidad le habían preguntado por ella.
De toda aquella información, el nombre de aquella raza, junto con el detalle de las cartucheras que llevaba atadas a la espalda, suscitó un especial interés en Ungría, recuperando de su memoria una noticia.
La segunda llamada la recibió el máximo responsable de la agencia de espionaje alemán en Francia, la Abwehr, después de que su homólogo en los servicios secretos nacionales tuviera entre las manos un periódico donde se daba la noticia del secuestro de un avión de la Legión Cóndor a mediados de julio. Entre líneas, y sin darle mayor importancia, se citaba que dentro de la bodega habían viajado una decena de perros de esa misma raza por alguna razón desconocida. Un extraño suceso que había terminado con la desaparición de los responsables, a excepción de la hija del embajador alemán en Francia, cuya participación nadie se explicaba.
Oskar Stulz recibió la tercera desde la Abwehr.
—Herr Stulz, siento llamarle de madrugada, pero por fin tenemos noticias… ¡Ha aparecido uno de los alanos!
Andrés se enteró de lo sucedido cuando acudió a una reunión de urgencia que Ungría había convocado en el hotel Plaza a las diez y media de la mañana. Llevaba toda la semana en el aeródromo de Biarritz y los aviones desmontados habían llegado, pero la inquietante desaparición de su carnicero hizo que no pudiera neutralizar su entrega a las tropas nacionales. El primer día no le había extrañado ver la tienda cerrada, pero que tres días después siguiera igual le pareció bastante raro, aparte de preocupante al dejarle sin su habitual medio de contacto con el grupo de Anselmo Carretero.
Lo que no podía imaginar era en manos de quién había caído aquel pobre hombre, y qué medios estaban usando para hacerle cantar lo que sabía sobre Andrés. Por eso tampoco le extrañó que Ungría lo convocara, junto con seis compañeros más, para contarles qué había pasado la noche anterior entre Sallent de Gállego y un lugar de montaña a los pies de la frontera. Pero cuando escuchó lo del perro, la localización de la operación y el resultado de las llamadas que Ungría había hecho durante la noche, cuyo contenido estaba compartiendo con todos ellos, sintió una aguda taquicardia al temer por Zoe.
Pensó que, si su jefe había llamado a la Abwehr, y sobre todo a la Legión Cóndor a causa de las coincidencias con la fuga de los alanos, Oskar Stulz estaba al corriente de todo y le llevaba varias horas de ventaja.
Andrés no sabía que su presencia en aquella reunión y lo que le estaban haciendo saber formaba parte de un plan orquestado por su jefe, la Abwehr y Oskar Stulz para conseguir que los llevara hasta el lugar exacto donde estaban los alanos, al suponer que detrás de ellos estaría Luther y posiblemente su hermana Zoe, en algún punto en medio del Pirineo francés.
La última comunicación de Oskar con Ungría había tenido lugar una hora antes de aquella reunión, a eso de las nueve y media, desde el aeródromo de Pau, a donde acababa de llegar pilotando su propio avión. Había salido de Burgos todavía de noche nada más recibir la noticia, pero ahora necesitaba nuevos datos para dirigir la detención de Luther Krugg, una de las piezas más cotizadas para la cúpula nazi. Pero no solo era Oskar el que tenía razones personales para resolver aquel caso; gracias a la declaración del carnicero, Ungría había descubierto el doble juego de Andrés, lo que le iba a hacer pagar con la muerte en cuanto terminara esa misión.
Ajeno a lo que se le venía encima, Andrés estaba calculando a contrarreloj los pasos que tenía que dar en cuanto pudiera salir de allí.
—Burgos quiere la cabeza de todos los implicados en ese paso de fugitivos, pero nos faltan los del lado francés —continuó hablando Ungría—. En mi opinión, se trata de la misma unidad de espionaje que buscábamos, la responsable de los atentados y boicots que veníamos sufriendo últimamente. —Tomó papel y lápiz y empezó a colocar nombres en tres columnas—. Repartiremos la búsqueda en tres equipos; dos que inspeccionarán la región pirenaica francesa y uno el valle de Tena. La operación se llamará Alano y hemos de ponerla en marcha mañana. Así que moveos… Esta noche os quiero ver viajando hacia los diferentes puntos de actuación.
Andrés fue incorporado a uno de los grupos con destino francés, aunque tanto él como Ungría sabían que no iba a acudir con su equipo. Cuando se dio por terminada la reunión, en su cabeza había un solo objetivo: salvar a Zoe por encima de todo. Para conseguirlo iba a tener que desertar del SIMP y necesitaba contactar de forma inmediata con Anselmo para saber dónde la tenía escondida.
A la salida del hotel se dirigió a buen paso hasta su casa para recoger munición, dinero y las llaves de su coche, sin percatarse de los dos agentes de la inteligencia alemana que llevaba pegados a su espalda.
Acudió después al vecino pueblo de Anglet a casa de Anastasio Blanco.
A pesar de tenerlo prohibido, Andrés no estaba ni para reprimendas ni para cuidar los protocolos de seguridad. Le explicó la situación, lo que necesitaba, e imploró su ayuda. A pesar de las protestas de su jefe, accedió a llamar a Barcelona para que hablara con Anselmo. Utilizaron para ello una cadena de emisoras repartidas por el sur de Francia, hasta que la de Montpelier contactó con el despacho de Anselmo, una comunicación que estaba pinchada por el SIMP de Ungría. A los pocos minutos Andrés se apuntaba en un papel la dirección que necesitaba, y se despedía de Anastasio a toda velocidad.
Pero no solo él había tomado nota de un refugio llamado Les Deux Pins.
En la calle, uno de los agentes de la Abwehr estaba trasladando a sus superiores la dirección de la casa en la que acababa de entrar Andrés, con una solicitud de registro una vez la abandonara. Lo hacía desde un teléfono público, ubicado en una estafeta de correos vecina a donde se habían parado. Andrés salió del chalé, y sin perder un solo segundo se subió a su coche, arrancó y pisó el acelerador a fondo. Al verlo, el segundo agente tuvo que hacer lo mismo sin poder esperar a su compañero, que se quedó pasmado y con el teléfono en la mano.
El agente alemán se encendió como pudo un cigarrillo sujetando el volante con las piernas, se cagó en lo rápido que le hacía ir aquel tipo, y lo siguió callejeando por la ciudad hasta que tomaron la carretera en dirección a Pau. Miró el reloj.
Faltaban dos minutos para las doce de la mañana.