Refugio de Les Deux Pins
Pirineos franceses
19 de octubre de 1937
VIII |
Luther se había pasado toda la noche empeñado en descifrar aquel mensaje. Le había costado mucho hallar sus claves, pero gracias a su paciencia y a un pequeño error, se pudo agarrar a esa pista y con ella terminó por descubrir ciertas reglas que, sin ser todas, le permitieron entender con bastante precisión el contenido.
Lo dejó encima de la mesa junto a su traducción antes de salir con Campeón y uno de los alanos para encontrarse con Aurelio y recoger al primer grupo de fugitivos en el lugar que este le había indicado. Llevaba en sus manos el pequeño plano. Eran las siete de la mañana y, si no se le daba mal, estaría de vuelta a las once, después de haber recorrido unos diez kilómetros a través de las montañas.
Zoe había salido antes que él y no se habían visto.
Ella había ido al bosque donde recogía los encargos del agente de Pau para informar a Anselmo de las dificultades que tenía para desempeñar sus labores de espionaje, a partir de haber sido detectada por las tropas nacionales de alta montaña, y su decisión de detener durante un tiempo el envío de nuevos mensajes.
Cuando regresó al refugio y no encontró a Luther dentro, ni tampoco en el establo, se empezó a preocupar en serio. Le extrañó no ver a Campeón y comprobó que también faltaba uno de los alanos.
Entró desconcertada al interior de la casa, tiró la pelliza sobre la cama y decidió tomar una infusión. Al ir a por una taza, sobre la mesa descubrió dos papeles. Los leyó.
En uno de ellos reconoció el texto del mensaje que había copiado Luther con intención de descifrarlo, y cuando abordó el contenido del segundo tuvo que sentarse. El escrito recogía nombre y apellidos de alguien a quien tachaban de traidor, con la indicación de «eliminar», y la ubicación de dos edificios en Jaca para ser volados.
Rompió en pedazos los papeles y los tiró al suelo. Le faltaba el aire.
No podía culpar a nadie más que a ella. Nadie la había engañado. ¿Qué responsabilidad iba a pedirle a Anselmo cuando se estaba librando una guerra y él trataba de actuar en defensa de sus legítimos intereses, con los medios que pudiese? ¿Y ella? ¿Realmente no lo sabía? ¿Qué creía que eran aquellos mensajes? ¿Saludos? ¿Felicitaciones de cumpleaños? ¿De verdad nunca se le había pasado por la cabeza que lo que estaba haciendo con los perros podía significar un daño real?
Se odió por hipócrita y lloró.
Se pasó un buen rato apoyada sobre la mesa hasta que escuchó un ladrido familiar, y al abrirse la puerta recibió la alegría de Campeón.
—¿Dónde te habías metido?
El perro levantó las dos patas delanteras y las apoyó sobre sus piernas. Zoe lo acarició a fondo, para satisfacción del animal, que venía de haber pasado un intenso frío.
—Me ha ayudado a mí… A nosotros. —Luther empujó la puerta. Detrás de él Zoe vio a cinco desconocidos, ojerosos, agotados y temblando.
—Pero…
Luther los invitó a entrar al interior del refugio ante la desconcertada mirada de Zoe. Uno de ellos llevaba pegado a los pies a uno de los alanos más jóvenes.
—Son fugitivos, a los que ayudo a escapar de España.
—¿Te has vuelto loco?
Zoe se levantó de la silla con tanta energía que la tiró al suelo.
—No, para nada.
—Ahora entiendo lo del otro día. Me lo negaste, pero has tenido que estar viéndote con alguien para organizar todo esto. Nos has puesto en peligro a los dos. ¿Por qué no me lo contaste? No quiero pensar lo que nos puede pasar si nos denuncia alguien.
Zoe, atragantada por la indignación, le asaeteaba a preguntas y reproches.
—¿Así agradeces que te ayudáramos a escapar? ¿Ignorando las directrices de Anselmo? Nos utilizaste y ahora nos pones en peligro. ¿Y pretendes darme lecciones de ética?
—Zoe, vienen extenuados… No creo que sea el momento.
Ella se dio cuenta de que estaba gritando rabiosa, ignorando por completo el drama de los recién llegados, y se sintió avergonzada.
Al constatar el penoso estado de aquellos hombres cambió de actitud. Dejó de hablar y fue a poner una olla con agua al fuego para prepararles algo caliente. Y además sacó de la pequeña despensa varias tiras de carne seca para que comieran algo. Al verla llegar con aquel jugoso alimento, uno de ellos, el más anciano, se lo agradeció.
Ella observaba cómo Luther ayudaba a sentarse a unos y a otros, les quitaba los abrigos o les acercaba un vaso de agua, y sintió una honda admiración. No entendía ni cómo ni cuándo había podido organizar aquel trasiego humano, pero su gesto era tan noble que no se atrevió ni a preguntar. En ese momento era consciente de que lo único importante eran sus invitados, y a ellos se dedicó en cuerpo y alma mientras escuchaba sus historias y sus miedos, los porqués de su huida y las esperanzas que tenían puestas en algún lugar demasiado lejos de sus casas y de sus vidas.
Cuando los despidieron a media tarde, Zoe se quedó con la sensación de que había pasado algo demasiado importante como para no hablarlo despacio con él, pero que la decisión que había tomado Luther desde ese momento iba a ser también la suya.
De vuelta a la cocina, se instaló un silencio extraño entre ellos que ninguno se atrevió a romper. La traducción de aquel mensaje, su decepción por haber tomado una decisión equivocada, o haber visto cómo Luther había empleado a los perros para una finalidad bastante mejor que la suya la llevaron a ver las cosas de otro modo. Se volvió hacia él, dejó lo que tenía en sus manos y, sin pronunciar una sola palabra, le regaló una mirada cargada de reconocimiento. Luther respondió con otra que a Zoe le pareció contenida, como si no quisiera reflejar lo que de verdad sucedía en su interior. Y se sintió turbada, pero no la rehuyó, se mantuvo quieta, a la espera de una palabra que no vino, y de un porqué, que tampoco.
Aquella noche la conversación que mantuvieron a los pies de la lumbre fue diferente a cualquier otra, porque Luther decidió hablar de Katherine. Habían pasado seis meses de su muerte y sin embargo hasta aquel momento nunca había intentado expresar en voz alta y a nadie la sucesión de emociones que había sentido tras el fatal suceso.
—Mi mujer era un ser extremadamente sensible, alegre y vitalista, pero también frágil. Su amor era inagotable, incondicional. Me respetaba y creía en mí, pero vivía llena de miedos, era aprensiva, y cualquier suceso que afectara a nuestra plácida rutina la desestabilizaba. Por eso sufrió tanto durante los últimos años, entre nazis y absurdos perros mitológicos, aunque eso no fue lo que en realidad la llevó a perder la cabeza…
Zoe escuchó con espanto la causa de su suicidio desde un hondo respeto y sin atreverse a preguntar nada más para no remover su dolor. Con la mirada puesta en las brasas le transmitió su pesar y sintió la necesidad de confesar sus últimas decisiones.
—He comunicado a Anselmo mi voluntad de no volver a actuar como espía para él.
—Me alegra saberlo. Pero creo que yo también te debo una explicación. Tendría que haberte contado cómo surgió la oportunidad de ayudar a esa gente.
—No te preocupes, no pasa nada. Lo peor es que no sé cómo se tomará la noticia Anselmo ni cuánto tiempo más nos mantendrá por aquí. Si tuviéramos que irnos, ¿has pensado qué hacer? —Probó un sorbo de licor de hierbas.
—Aún no lo sé. Dependerá de lo que suceda en Alemania. Si los nazis se mantienen en el poder, me tocará seguir escondiéndome, y en permanente peligro, o buscar algún lugar lo más alejado de Europa donde vivir.
—¿Y no echas de menos ejercer la profesión?
—Todos los días. ¿Y tú? Si España siguiese en guerra, ¿a dónde irías?
Zoe no llegó a decirle toda la verdad porque desde hacía tiempo soñaba con un lugar que veía muy difícil de conseguir, y por eso lo cambió por un destino más probable, México.
Se terminó la copa, sintió de golpe el cansancio de todo el día, y anunció su intención de acostarse.
—Yo también, pero me quedaré despierto un rato más.
Zoe se levantó de la silla, lo miró de reojo y se sintió ligeramente inquieta.
—Hasta mañana, Luther.
—Hasta mañana, Zoe.