Capítulo VI

Bosque de Gabas

Pirineos franceses

14 de octubre de 1937

VI

Como todos los jueves Zoe recogió la bolsa plastificada con un nuevo mensaje.

La encontró en el interior del tronco de un árbol. Montó en su caballo y salió de aquel bosque situado a media distancia entre el refugio y la carretera general que unía Pau con el puerto del Portalet. Miró el reloj y apretó el paso del animal.

Cuando entró con el caballo a la cuadra encontró a Luther recogiendo los huevos del gallinero. Al escuchar un relincho a sus espaldas se volvió a mirar.

—¿Sigue lloviendo?

—No ha parado desde que salí esta mañana.

Zoe se quitó la capa de agua y la sacudió con energía. Se arregló el pelo y se acercó hasta donde él estaba. Tomó asiento sobre una paca de paja y observó lo que hacía. En sus manos llevaba la bolsita.

Luther espantó a una gallina que se negaba a cederle su huevo, completó la docena que había ido a buscar y se dio media vuelta para mirar a Zoe. La encontró pensativa. Para ella, aquel jueves sería uno más en sus tareas de apoyo al espionaje republicano, pero en el caso de Luther iba a significar un importante estreno al poner en marcha un auténtico corredor humano de hombres y mujeres desesperados. Miró la hora en su reloj y sintió prisa y ganas de empezar a moverse. Aunque necesitaba que Zoe se fuera pronto para tener libertad de movimientos, no quiso pasar por alto algo que había escuchado en la radio mientras desayunaba.

—En los informativos de las nueve han dado una noticia terrible… —Zoe lo miró—. Según han explicado, ayer se produjo una gran explosión a las afueras de Jaca, en una instalación donde al parecer los nacionales estaban fabricando proyectiles de mortero. Hay diez mujeres muertas y otras cuarenta y tantas malheridas.

—Es terrible, sí. Tan terrible como cualquiera de las noticias que escuchamos a diario. En este país estamos en guerra, Luther, cada día mueren cientos de personas.

—Ya. ¿Y sabes que la semana pasada descubrieron a dos hombres ametrallados no muy lejos de aquí, en una cuneta de la carretera de Sallent de Gállego a Jaca?

Zoe lo miró en silencio un momento, y luego, intuyendo el porqué de los comentarios, preguntó:

—¿Por qué me estás contando todo esto?

—Tú verás, Zoe… Quizá sea pura casualidad, pero quién sabe si no son esos los objetivos marcados en los mensajes que los perros están trasladando.

Zoe fue a decir algo, pero no la dejó hablar.

—Con la de hoy habrás hecho ya cuatro entregas, ¿no te has sentido alguna vez tentada de leerlos?

—Luther, no te metas. Es mi país, estamos en guerra. A veces hay que tomar partido. Tú no puedes entenderlo.

—¿Y tú lo entiendes, Zoe? ¿Entiendes lo que estás haciendo? Si descubrieses que las acciones que acabo de contarte tienen algo que ver con tu misión, ¿dormirías tranquila? Creo que alguien con un mínimo de ética no puede prestarse a hacer algo así, y si lo hace, ha de hacerlo asumiendo su responsabilidad.

—¿Quién te crees que eres para juzgarme? ¿Hablas de ética tú? ¿Tú que estuviste meses entrenando perros para el ataque? ¿Tú que fuiste un peón obediente de los nazis? —Se arrepintió de aquellas palabras casi al momento de pronunciarlas. Sabía que el golpe había sido muy bajo.

Luther estaba pálido.

—Me vi obligado a hacerlo. Y sí, tienes razón, no actué bien, y por eso sé de lo que hablo. Recordarlo es un infierno, y te aseguro que no se te olvida. Lo revives cada día, cada noche. Tu eres buena persona, no puedes…

Zoe no quiso escuchar más.

—Desde que entramos por la puerta de Les Deux Pins he tenido que soportar, casi a diario, tus miradas, tus comentarios. Sé que desapruebas lo que hago, pero no tengo por qué aguantarlo… —Se puso en pie y empezó a sacudirse los restos de paja de forma nerviosa—. No admito que me culpabilices de todos los males que has escuchado por la radio. La guerra es la única causante de todos esos daños, como lo fue de las muchas brutalidades que he vivido en primera persona. Ahora resulta que yo soy la culpable… Estoy harta, ¿sabes? Harta de vivir contigo. Me cansas, me aburres… Me…

—Zoe, escucha…

—¡No! No quiero oír ni una palabra más. Me voy con Jasco y este mensaje —blandió el sobrecillo en el aire—, para ver si por mi culpa se cargan a alguien más.

—¡No te vayas! —alzó la voz—. Atrévete a abrir esa bolsa y leámoslo. Si estoy equivocado, te pediré perdón de inmediato.

Zoe, que había estado a punto de irse, jugueteó con ella entre las manos y se lo pensó dos veces. Se sentía enfurecida y con ganas de mandarlo al infierno, pero para dejar las cosas zanjadas de una vez por todas decidió ver su contenido. Dentro había un sobre sellado. Lo acercó a la lumbre con cuidado para despegar el lacre sin romperlo y recuperó de su interior un papel doblado por la mitad. Al leerlo trató de descifrar lo que estaba escrito, pero no entendió nada.

—Es imposible. Está en clave.

—Déjame verlo.

Insertadas entre las palabras aparecían salteadas y en aparente desorden unas cuantas consonantes que entorpecían el significado global. Vio que aumentaban además de número e imaginó que respondían a un tipo de secuencia. Pidió que se lo dejara antes de irse para transcribirlo en un papel y poder dedicarle un rato con más tranquilidad.

Zoe lo miró alterada. Arrugó el ceño y dudó si aquello servía para algo.

—Date prisa porque me he de ir. Ah, y por el bien de nuestra convivencia, intenta no sacar conclusiones antes de tiempo.

La montaña se había teñido de blanco en poco menos de tres semanas y la abundante nieve había tapado por completo su vegetación. En los últimos cuatro días no había dejado de nevar un solo momento, pero aquel jueves lucía el sol. Sin embargo, Zoe estaba congelada y no solo por fuera. La repercusión de la noticia que Luther le había trasladado la reconcomía. Porque, a pesar de la encendida defensa de su honorabilidad, no las tenía todas consigo y quizá las suposiciones de Luther fueran ciertas.

Recorrió el arroyo de Arrious hasta el lago del mismo nombre después de haber atravesado la frontera. Cabalgaba sin apenas poner atención, pensando.

Nunca había sentido aquella guerra como suya, y sin embargo le había tocado conocer de cerca sus caras más oscuras. Sus huidas de Madrid y de Burgos habían sido causadas por la crueldad y brutalidad de una gente que en otras condiciones quizá nunca se hubiera comportado de aquel modo. Y pensó en Mario y en Oskar. El profundo odio que estaba invadiendo el corazón de tantos y tantos españoles había transformado a algunos de ellos en auténticos monstruos.

Miró a Jasco; quizás dentro de su correa viajaba la muerte de alguien o tal vez el dolor de muchos. Y se espantó ante la idea de estar participando en ese juego de horror.

En el exterior del refugio Luther estaba esperando la llegada del familiar del miliciano, con el que había conseguido contactar a los pocos días de haber recibido la visita del grupo de refugiados.

Aurelio, que así se llamaba, era un pastor de ovejas que se conocía hasta el más pequeño rincón de aquellas montañas al haberlas pateado durante no menos de cuarenta años. A Luther no le había sido difícil dar con él cuando siguió las indicaciones dadas por su primo. En aquella época del año se le podía ver con sus ovejas en un paraje próximo a la frontera con Francia, que por su especial microclima ofrecía comida cuando el resto de pastos escaseaban.

Luther no tuvo que escarbar mucho en su personalidad para darse cuenta de que Aurelio, a sus cincuenta y pico años, era sobre todo un tipo básicamente bueno. El hombre, además de agradecerle haber ayudado a su familiar en su huida de España y de valorar los riesgos que había corrido para dar con él, creyó en su buena fe y no dudó en pedirle que diera un paso más para acometer con él un proyecto que había decidido poner en marcha; una idea que iban a terminar de hablar esa misma tarde aprovechando que el pastor tenía que pasar cerca del refugio, de paso al mercado de Pau, donde según explicó le pagaban mejor los corderos que en Huesca.

Aurelio apareció a la hora convenida con dos gossos d’Atura, un centenar y medio de ovejas y sus respectivos corderos. Campeón ayudó a los perros a mantenerlas quietas cerca del refugio, mientras el pastor entraba a hablar con Luther. Sin haberse sentado a la mesa donde le esperaba un bocado, le preguntó abiertamente si había tomado ya una decisión con relación a su propuesta.

A pesar de su mal castellano, Luther consiguió hacerse entender. Le dejó claro que podía contar con él y con sus perros, a pesar de los riesgos que conllevaba. La causa bien lo valía.

El pastor le agradeció su apuesta con vehemencia y lo celebró estrechando con fuerza su mano.

—No se arrepentirá. —Relajó su postura, tosió el mal habano que se acababa de encender y estiró los pies hasta dejar las pesadas botas de monte cerca del fuego—. Como ya le conté, yo me encargaré de llevar a los fugitivos hasta el barranco de Bocitero, al oeste del río Aguas Limpias. A partir de ahí será trabajo suyo, suyo o de los perros. Le he dibujado un plano con una ruta que casi nadie conoce; recorre siete kilómetros dentro de España y el resto en Francia. No le dará problemas.

—¿Cuándo la primera?

—Puede que para dentro de cinco o seis días. Mándeme uno de sus perros y se lo devolveré con la fecha y hora exacta.

Después de abordar algunos detalles menores, se despidieron deseándose suerte para sus conjuntas misiones. Le asombró su habilidad para reunir a las ovejas con tres únicos silbidos con los que puso a trabajar a los perros, pero más aún su enorme talla moral. Se abotonó la pesada chaqueta de lana y aspiró el límpido aire que venía del sur.

Zoe y Jasco habían llegado al lago Arrious. Para ella, la presencia de sus aguas suponía haber alcanzado el destino final de su viaje, y para el perro el punto donde empezaba su recorrido en solitario hasta encontrarse con Martín. Los ocho kilómetros que el animal debía hacer de ida y los correspondientes de vuelta le ocupaban menos de una hora, el tiempo que Zoe tenía que esperar para regresar juntos a Les Deux Pins.

Empezó a nevar con fuerza cuando los cascos de su caballo chapotearon en la orilla del lago. Jasco movía el rabo nervioso a la espera de su orden. Zoe sacó los prismáticos de la funda y exploró la zona por la que tenía que pasar el perro, sin encontrar nada extraño. Y cuando iba a pronunciar la palabra clave para ponerlo en carrera, vio aparecer a su izquierda a media docena de soldados esquiando a gran velocidad por la ladera sur del monte que rodeaba el lago. Aunque estaban a bastante distancia de ellos, Jasco se puso a ladrar. El eco que había en aquel lugar amplificó el sonido, lo que atrajo a sus perseguidores.

Desde la lejanía, le dieron el alto.

Zoe reaccionó con rapidez, calculó el tiempo que necesitaría para volver a atravesar la frontera y la velocidad que llevaban aquellos hombres, y temió no conseguirlo. Azuzó a su caballo, y el animal se puso a cabalgar poniendo en ello todo su empeño, pero no había pasado ni un minuto cuando empezaron a sentir a su alrededor los primeros disparos. La mala fortuna hizo que una de las balas rozara una de las patas del caballo y provocase su estrepitosa caída sobre la nieve, arrastrándola a ella. Jasco se puso a ladrar como un loco al sentir el peligro cada vez más cerca, y Zoe, con apenas unos rasguños, después de ver que la herida no era importante tiró de las riendas para levantar al equino, pero no tuvo éxito. El caballo pateaba furioso, pero no acertaba a ponerse en pie. Ella miró a su espalda y los vio a menos de quinientos metros. Con la velocidad que llevaban, si no salía de allí de inmediato, se le echarían encima. Devolvió su atención al animal, y cuando no sabía qué más hacer, Jasco tuvo una buena idea. Le marcó un corvejón con sus colmillos, sin apretar fuerte, pero lo suficiente para que de un brinco el caballo volviera a estar a cuatro patas. Zoe montó de un salto, le clavó los tacones de las botas y sintió al momento el poderoso empuje de su tercio posterior, una vez se había lanzado al galope. Jasco se les adelantó hasta desaparecer de su vista.

Después de dibujar unas cuantas guirnaldas en la montaña, dos de los esquiadores forzaron un rápido derrape y apuntaron mejor sus armas buscando el perfil del equino. Al constatar lo cerca que el perseguido estaba de la frontera, dispararon sus fusiles hasta vaciar los cargadores.

Zoe, aferrada al cuello del caballo sentía la tensión de sus músculos sin mirar hacia atrás. El animal disparaba la nieve helada a su paso, con toda su atención puesta en el frente hasta que pisaron suelo francés. Solo en ese momento, viéndose a salvo, rebajó su velocidad y los dos respiraron más tranquilos. Zoe pensó en las consecuencias de haber sido localizada por aquella patrulla. No solo no iba a poder entregar el mensaje ni avisar a Martín, lo que acababa de ocurrir afectaba a todos los correos que le hicieran llegar. Sin ningún género de dudas, la vigilancia que se impondría sobre aquella zona a partir de ese momento complicaba definitivamente el futuro de la misión.

Decidió ponerlo en conocimiento del otro agente de Pau y de Anselmo, a través de un mensaje que dejaría en el árbol que ejercía de buzón en sus comunicaciones.

Pasados unos kilómetros y afectada todavía por el peligro que acababa de vivir, se sintió emocionalmente frágil. Por un momento, y a pesar de la discusión que habían tenido unas horas antes, deseó que Luther estuviera allí.

Jasco apareció después de un buen rato y se unió a su paso como si no hubiera pasado nada. Zoe vio en su valiente actuación la misma que tantas veces había demostrado Campeón. Una noble actitud que despertó en ella un profundo orgullo.

—Gracias por lo que has hecho, Jasco. Eres un buen perro.

Cuando aquella noche entró en el refugio se abrazó a Campeón para disfrutar de su compañía. Le hubiese gustado poder contarle a Luther lo que había ocurrido, pero él ya le había dejado claro que detestaba lo que estaba haciendo, y lo último que necesitaba era una nueva tanda de reproches, así que decidió irse a dormir cuanto antes. Aun así, necesitó preguntar:

—¿Has podido descifrarlo?

—No, todavía no.

Un incómodo silencio se instaló entre ellos.

—Bueno… Yo estoy agotada, me voy a la cama.

—¿No vas a cenar?

—No tengo hambre. Buenas noches.