Capítulo IV

Refugio de Les Deux Pins

Pirineos

16 de septiembre de 1937

IV

Luther se enfadó cuando aquel jueves Zoe decidió acudir a su segunda cita con Martín a pesar de haberle trasladado sus objeciones. Jasco se había recuperado en menos de dos días del ataque del oso, las heridas que le había producido eran superficiales, por lo que no había razón alguna para que no la acompañara. Y ella se había mantenido firme en su decisión de cumplir la misión que Anselmo le había encomendado.

Una vez más se quedaba solo en aquel reducido escondite de piedra, vigas de madera y suelo de tierra, que desde hacía sesenta y un días se había convertido en su particular prisión. A lo largo de su vida nunca había tenido tan poco que hacer y tanto tiempo disponible, por lo que pasada la primera semana de su estancia había llegado a la conclusión de que necesitaba organizarse un buen programa de actividades diarias para no perder la cabeza.

Tras desayunar cada día lo mismo, una tira de panceta a la plancha con una infusión a partir de una mala mezcla de hierbas del vecino bosque, una vez habían agotado el café, adecentaba el establo retirando el estiércol que dejaban los perros y el caballo, salía a continuación a dar un corto paseo por los alrededores en busca de algo para comer, revisaba tres cepos fabricados por él donde a veces caía un conejo, y se pasaba un buen rato en la leñera troceando los gruesos troncos con los que alimentar las necesidades de la lumbre.

Cuando agotaba aquellas primeras tareas, le alcanzaba el mediodía sentado en un taburete bajo, frente al hogar, donde calentaba alguna de las conservas que les habían dejado, casi siempre a base de legumbres, o ponía a tostar un pedazo de tocino salado. Su obligada dieta no le ofrecía mucha variedad, y tampoco su vida. La única distracción consistía en un viejo aparato de radio que de vez en cuando captaba alguna emisora francesa, y las menos, alguna del otro lado de la frontera.

Después de comer se dedicaba a dibujar los esquemas con los que enseñaba a Zoe: planos operatorios, un casco de caballo con todos los detalles anatómicos y sus principales lesiones, la dentadura de un perro… Aprovechaba las caras en blanco de las hojas de un almanaque del año dieciséis que había encontrado entre unos periódicos viejos. Aquella tarea, además de ocuparle gran parte de la tarde, ejercía en él un consolador efecto al dar utilidad a su tiempo. Campeón aportaba la compañía, a veces excesiva, pero en general grata, al compartir las largas ausencias de su dueña. Su relación con Luther se estrechaba a medida que iban pasando los días ante el corto abanico de posibilidades que le ofrecía aquella pequeña edificación.

Pero aquella tarde pasó algo, algo que lo cambió todo.

Cuando se encontraba enfrascado en la elaboración de un esquema con las diferentes técnicas de anestesia en el perro, cinco hombres irrumpieron en el refugio. Por su aspecto, entendió que se trataba de un grupo de fugitivos que intentaban alcanzar la Francia neutral, seguramente después de haber pasado un verdadero infierno de travesía. Sus rostros reflejaban un miedo atroz. Se le cayó el alma al suelo. Parecían agotados, temblaban de pies a cabeza, y al ver a Luther levantaron las manos creyendo que sus planes de fuga acababan de irse al traste.

A base de gestos les hizo entender que no estaba armado y que tampoco era policía.

—Entonces, ¿quién es usted? —El cabecilla del grupo lo miró con prevención.

—Yo, Luther, soy alemán.

El que parecía más joven se dirigió a él en su idioma.

—¿Y qué hace un alemán en un refugio de alta montaña?

—Seguramente lo mismo que ustedes: huir.

El joven tradujo sus palabras al resto, lo que provocó un inmediato alivio en sus expresiones.

—¿Son solo ustedes o hay alguien más afuera? —preguntó Luther.

—Teníamos un guía, pero huyó antes de ayer cuando divisamos una patrulla de nacionales. Veníamos con tres hombres más, pero murieron hace dos días; los primeros agotados y uno por culpa de la mordedura de una víbora.

Luther los invitó a que se acomodaran donde pudieran. Algunos habían desgastado tanto sus esparteñas que pisaban sobre gomas de neumático recortadas, protegiéndose los pies con los restos de cualquier tela. Observó en dos de ellos unas feas heridas, medio ennegrecidas.

Cuando entró el último de aquellos desahuciados, Luther puso al fuego una olla con agua para hacer caldo, añadió dos trozos de panceta y un espinazo de conejo y lo dejó cocer. Les buscó algo de ropa y esperó a que se cambiaran mientras recogía la que llevaban, llena de desgarros y agujeros. Cuando los cinco hombres se repartieron frente al fuego, ansiosos por probar bocado, él tomó asiento a su lado, estudió sus miradas y escuchó sus dramas.

Aunque habían recorrido juntos el último tramo de su complicado éxodo, en realidad eran dos expediciones que el destino había reunido a mitad de camino, a pesar incluso de provenir de bandos diferentes y de haber escapado por motivos también distintos. Entre ellos había dos sacerdotes, un profesor de Jaca tachado de rojo por las nuevas autoridades académicas, un miliciano anarquista del POUM que había conseguido huir de la cárcel y un joven falangista leridano perseguido por sus antiguos compañeros de universidad. Cada uno contó su angustiosa experiencia y las razones que lo habían empujado a arriesgar la vida atravesando unas montañas donde la muerte acechaba detrás de cada risco.

Los tres que habían salido desde el norte de Lérida, de zona republicana, lo habían hecho dirigidos por un falso guía que les había robado primero y abandonado después en medio de la montaña, a la altura de Benasque. Pero como viajaban con la inamovible intención de llegar al santuario de Lourdes, con más resolución que fuerzas en sus piernas, habían continuado camino hacia el valle de Tena y se habían cruzado con el otro grupo que escapaba de zona nacional. La precariedad de su situación, la contrariedad de perder al segundo guía, o los riesgos de morir todos de hambre y agotamiento habían conseguido conciliar a una gente que en otras circunstancias hubiera sido impensable siquiera reunir.

A Luther le sorprendió la familiaridad que se había establecido entre ellos cuando en realidad no eran sino enemigos en aquella guerra fratricida. Al escuchar el relato de los dos sacerdotes, uno era presbítero y el otro diácono de la misma parroquia, entendió hasta dónde podía llegar el horror y la barbarie humana al narrar las brutales palizas que habían sufrido junto a otros curas y seminaristas tres semanas antes, habiendo escapado de la muerte de puro milagro. También le impresionó la precipitada huida del que había sido maestro en zona nacional, cuando tres de sus alumnos, a los que había educado, querido y tratado desde su infancia, lo habían sentenciado a muerte por haberse declarado republicano y haber escondido, en una casa de campo que poseía vecina a Jaca, al anterior alcalde socialista que no era sino su propio hermano.

El miliciano, un barcelonés que había abandonado la ciudad condal con las primeras columnas que se mandaron a Aragón, con la nariz doblada y cinco costillas rotas después de los interrogatorios que había sufrido al ser capturado por una tropa de regulares, se dirigió a Luther para pedirle un favor.

—Mi idea es llegar hasta Pau donde vive un amigo, pero también tengo familia en Tramacastilla de Tena. No sé si pido mucho, pero me gustaría hacerles saber que estoy a salvo, para que a su vez informen a mis padres en Barcelona… Está muy cerca de aquí, al sur de Sallent de Gállego. ¿Usted podría contactar de alguna manera con ellos?

A Luther empezó a rondarle una idea.

—Quizá haya una manera, aunque no sería nada fácil. He de estudiarlo despacio. ¿Podría decirme con quién de su familia debería contactar en caso de que lo intente?

El catalán le facilitó el nombre de su primo y su descripción, agradeciéndole de antemano su disponibilidad. Para sorpresa de Luther, el maestro de Jaca preguntó si también podía utilizar al primo del anarquista para hacer llegar a su familia un correo personal, y a esa segunda solicitud se sumó el joven falangista y también los sacerdotes. Luther les facilitó papel y lápiz y en pocos minutos recogió cinco notas dirigidas a cinco destinatarios diferentes.

Apremiados por abandonar el refugio y retomar su camino antes de que se hiciera de noche, se bebieron el caldo agradecidos por la generosidad de Luther y emprendieron el último descenso hasta alcanzar el valle. Desde allí buscarían un pueblo que tuviera gendarmería donde solicitar la condición de exiliados, para después dirigirse a sus respectivos destinos.

En el momento que Luther se quedó solo, recogió aquellos cinco mensajes y los leyó. Aunque no terminaba de entenderlos del todo, imaginó que detrás de cada uno había historias familiares rotas, recuerdos envueltos en cariño y avisos para aliviar la segura preocupación de unos seres a los que nunca conocería. Retomó la idea que se le había ocurrido, miró por la ventana, y se sintió reconfortado. Aprovecharía la ausencia de Zoe el siguiente jueves para dirigirse montaña abajo en busca del familiar del miliciano en aquel pueblo, al otro lado de la frontera.

Sabía que se jugaba su propia seguridad, pero iba a merecer la pena.

Cuando Zoe llegó aquella noche le extrañaron varias cosas. Encontró una olla con bastante caldo, y sin embargo Luther estaba preparando un revuelto de huevos con setas. Y debajo de una silla descubrió un pantalón muy estropeado y hecho un gurruño que no recordaba haber visto. Pero además, en el ambiente sobrevolaba un tufo que no coincidía con el habitual olor de su compañero de refugio.

—¿Hemos tenido visita?

Mientras dejaba el zurrón sobre una mesa, echó un vistazo a su alrededor sin entender qué estaba pasando.

—Pues claro, han venido a tomar café nuestros vecinos de valle —ironizó él.

—No me tomes el pelo. Alguien ha estado aquí.

—Pero ¿a cuento de qué piensas eso? —Luther avivó el fuego sin querer mirarla—. He pasado toda la tarde junto a Campeón, y me he entretenido escribiendo más y más papeles, que por cierto hoy te van a encantar porque nos toca empezar nueva materia…, la anestesia.

Zoe se dio por vencida, aunque no terminó de convencerla su comportamiento. Acababa de sentarse y acusó en un instante todo el cansancio del día, le pasaban factura la pesada excursión hasta aquel ibón y las cuatro horas a caballo.

—Eso huele muy bien… Estoy hambrienta.

Campeón olfateó alrededor de la sartén donde se cuajaban los huevos, miró a Zoe para saber si iba a poder probar aquel manjar, y al recibir su negativa bajó la cabeza y se tumbó en una esquina a la espera de recibir su ración diaria de patatas cocidas y moras, que en aquel comienzo del otoño era todo lo que el bosque les podía ofrecer.

Bostezó aburrido, apoyó la cabeza sobre las patas y se pasó la lengua por la boca al recordar los cinco tazones que había conseguido relamer mientras Luther despedía a aquellos hombres.