Capítulo III

Ibón de Respomuso

Pirineo aragonés

9 de septiembre de 1937

III

Jasco se merecía su nombre dado lo seco de su carácter.

Era el mayor de los tres alanos que había entrenado Zoe, y aquel día iba a tener que demostrar a su monitora que todo el esfuerzo invertido en él durante los dos últimos meses había merecido la pena.

A pesar de no haberse agotado el verano, el frío había hecho acto de presencia demasiado pronto tiñendo de blanco las primeras cumbres. Desde su caballo Zoe llamó al perro. Lo notó cansado, pero tampoco le extrañó después de haber estado correteando la última hora entre peñascos, senderos y collados.

Aquella iba a ser la primera vez que iban a atravesar la frontera por una de sus zonas más escarpadas y ya se estaba arrepintiendo. El relieve era demasiado abrupto y temía que su caballo en cualquier momento pudiera hacer un mal apoyo y se despeñaran.

Tan solo cinco días antes había aparecido por el refugio Anselmo Carretero con nuevos víveres, algo de ropa para ella y el nombre de dos agentes que serían sus contactos a ambos lados de las montañas. Al que vivía en Pau lo había conocido aquella misma mañana en un bosque, donde a partir de ese jueves se citarían cada semana. Y al otro lo tenía que localizar en los alrededores del ibón de Respomuso, un lago natural que le pareció ver por detrás de unos agudos riscos hacia los que se dirigía. Solo unos minutos antes había bordeado otro de aquellos ibones de montaña, el de Arriel Alto, de menor tamaño. Nada más llegar a su destino y con el manto azulado del agua a cincuenta metros de ella, calculó cuánto tiempo había necesitado desde su salida del refugio y cuánto necesitaría para volver antes de que se hiciera de noche.

Había quedado a las seis, y eran y cuarto. Decidió esperar quince minutos más.

Los ollares de su caballo parecían auténticas chimeneas al condensarse el aire que expulsaba desde los pulmones. Desde el bancal en el que se habían parado se divisaba una inmejorable panorámica. Observó a Jasco. Perseguía a un conejo por la ribera del ibón mientras ella recibía el frescor de la montaña sin nada con qué protegerse. Cogió unos prismáticos para otear la cara sur de la hondonada, pero no vio a nadie. Aburrida por la espera, sus pensamientos sobrevolaron las circunstancias de su actual vida. La convivencia con Luther había sufrido ciertos altibajos dada la permanente desaprobación a que la tenía sometida con el asunto de los perros, pero, salvado aquel tema, podía afirmarse que el ambiente entre ellos era bastante neutro, quizá porque apenas habían abordado asuntos de índole más personal. La historia del proceso de recuperación del bullenbeisser, con todas sus connotaciones, ocupó las primeras veladas. Sin embargo, con el paso de los días, como las tardes y las noches se hacían demasiado largas en aquel lugar tan alejado de todo, cuando dieron con un tema que a los dos les gustó, su profesión, el asunto terminó llenando todo su tiempo en común.

Para bien de Zoe, después de recorrer por encima la parte más anecdótica de su trabajo como veterinario en Alemania, un buen día Luther se propuso compensar sus carencias de formación, esquematizó todo lo que le faltaba por aprender, y a partir de entonces y día a día fueron recorriendo sus conocimientos técnicos. Entre latas de atún, la ansiedad de Campeón por comérselas antes que ellos, y el fuego de la chimenea que se convertía en la única luz de que disponían al caer la noche, Zoe fue aprendiendo la parasitología y las enfermedades infecciosas más comunes, memorizó los principios activos que componían la farmacología veterinaria moderna, y a través de sus excelentes dibujos descubrió la esencia de la microbiología y de la anatomía patológica. Además, al mes de estar en el refugio, la inesperada muerte de uno de los perros les permitió abordar una larga relación de técnicas quirúrgicas con la única ayuda de un cuchillo de cocina y unas pinzas de depilar que ella había encontrado dentro de su bolso.

Aquellas lecciones sin libros ni catedráticos, sin compañeros ni exámenes, supusieron para los dos un deseado encuentro repleto de explicaciones, preguntas y charlas, que a veces se prolongaban hasta el amanecer con la última brasa consumida. Tras ello, cada uno buscaba su soledad para descansar, o en el caso de Zoe para repasar lo aprendido.

La aparición desde el fondo de un collado de un jinete, envuelto en una capa y a buen paso, la devolvió a la montaña. Esperó a ver qué hacía. El hombre, después de saludarla amigablemente, la animó a que bajara hacia donde él estaba. Zoe puso al caballo al trote, confiada, con la presencia de Jasco a su derecha, que no perdía de vista al extraño.

Se llamaba Martín, a secas. No le quiso dar su apellido.

El poco espacio de cara que asomaba bajo su enorme boina escondía a un tipo duro, de mirada severa y voz ronca. No habló más de tres palabras antes de ordenar que lo siguiera sin desviarse un solo metro de su paso, aunque la primera fue un taco al descubrir su condición de mujer, y la segunda un insulto dirigido a su jefe Anselmo por no habérselo adelantado.

Recorrieron el largo collado por el que había aparecido, y después de cuatro o cinco kilómetros cruzaron un riachuelo, dejando a su izquierda un ancho llano donde había unas cuantas vacas pastando. Un poco más adelante tuvieron que atravesar un estrecho paso con un peligroso precipicio a su izquierda y luego una cascada que Zoe apenas consiguió evitar. Superado un último recodo, alcanzaron un precioso hayedo en cuyo corazón se levantaba un modesto refugio de piedra. Martín descabalgó de su caballo, estudió los alrededores y al comprobar que estaban solos la invitó a pasar.

En su interior hacía más frío que afuera.

Zoe, recogida sobre sí misma, se asombró al ver cómo el personaje empezaba a quitarse ropa como si estuvieran a cuarenta grados.

—Bueno, pues aquí será donde se haga el intercambio de mensajes. —Miró a Jasco con cierta prevención, dado su fiero aspecto—. ¿Y este va a ser el perro que me va a mandar? Parece demasiado joven…

—Lo es, pero está bien entrenado y cumplirá con lo que se le pida.

—No seré yo quien lo discuta, de acuerdo. —Fue a acariciarlo, pero retiró la mano al dudar si no sería una mala decisión—. ¿Ha pensado cuándo vamos a empezar los contactos, y si serán de noche o de día, o con qué periodicidad?

Zoe le explicó que los dos jueves siguientes acompañaría al perro para hacerle aprender el camino. Sacó de un bolsillo del pantalón un bote de cristal que contenía esencia de eucalipto y derramó un par de gotas sobre el calzado del asombrado receptor. Inmediatamente después buscó dentro de un zurrón un pedazo de carne seca y se la pasó a Martín para que fuera él quien se la diera a Jasco.

—Como lleva dos días sin comer tiene un hambre voraz. Lo que pretendo conseguir es que relacione el olor de su calzado con el premio de la carne, de tal manera que cuando vuelva a pasar hambre acuda en su busca desde donde yo lo suelte.

—Entiendo que siempre he de traerle algo de comida.

—En efecto. —Ella siguió desvelando la táctica que tenían que seguir—. Cada jueves tendrá que esperarlo en este refugio y a esta misma hora. El perro llevará una pequeña bolsa de cuero cosida a su correa donde meteré los mensajes que me haga llegar su compañero de Pau, y usted hará lo propio con los suyos.

—Pues no se hable más, queda todo aclarado. —Le gustó aquella mujer; demostraba un arrojo fuera de lo común. Empezó a abrigarse dando por sentado que la reunión había acabado para él, pero quiso prevenirla—. Tenga mucho cuidado a su vuelta; últimamente se suele ver a una patrulla de alta montaña por la zona de los glaciares. Aunque queda algo separada de su camino, si la vieran tendríamos un grave problema los dos. Para el próximo día, intente vestir de color gris para camuflarse mejor con la piedra de la montaña. Su caballo ya lo hace gracias a su capa oscura, pero usted hoy puede ser detectada a distancia.

La primera parte del camino de vuelta no presentó ningún contratiempo, como tampoco el recorrido más próximo a los glaciares. Pero cuando Zoe tomó el escarpado sendero que unía los dos ibones, su paso por una zona sembrada de pequeños guijarros sueltos, junto con unas fuertes rachas de viento que levantaron verdaderas columnas de polvo, complicó mucho su marcha. Ató con una cuerda a Jasco para que no se perdiera y emprendió el resto del camino sin prisa, hasta que después de algo más de una hora se empezó a divisar el último valle previo a la subida al refugio. La noche se les estaba echando encima, por lo que puso a trotar al caballo.

Una sorpresa le esperaba a la vuelta de una arboleda.

Jasco fue el primero que lo olió, pero al ir atado no reaccionó.

Zoe escuchó un pavoroso rugido, luego se movieron las ramas de un arbusto, después el silencio, y de pronto desde la maleza apareció el morro de un enorme oso con la mirada puesta en ellos.

Al verlo, el caballo se puso a dos patas sin que Zoe pudiera reaccionar, perdió el equilibrio y se cayó a los pies de Jasco. El perro, frenado por la correa, gruñía y enseñaba los dientes a la bestia salvaje que se les venía encima. Zoe, al imaginar la espantada de su caballo, desató a toda velocidad al perro de su montura, con un ojo puesto en el oso y otro en el cordel. El rocín, como era de esperar, tomó impulso con su tercio posterior y salió disparado, evitando en el último momento el zarpazo del úrsido que había decidido empezar por él, pero Jasco, ya libre, decidió atacar al oso. Zoe, incapaz de encontrar las fuerzas necesarias para ponerse de pie y correr, pataleó el suelo en un intento de separarse de aquel escenario de horror. Frente a sus ojos, el gigantesco animal recibió sobre sus fauces el valor del joven perro, que se quedó colgado de él al haberle clavado su poderosa mandíbula entre la nariz y el labio. El oso gruñó de dolor y le disparó las garras a un muslo, abriéndole tres heridas que solo sirvieron para que Jasco apretara aún con más fuerza sus colmillos hasta inmovilizarlo. Zoe no lo podía creer, un perro de apenas un año estaba consiguiendo reducir a un animal diez veces más pesado que él. Aprovechó la ventaja que le daba el perro, se levantó y corrió ladera abajo con todas sus ganas y sin mirar atrás durante un rato, hasta que se sintió demasiado cansada y tuvo que detenerse. Al volverse para ver qué le había pasado a Jasco, comprobó con gran alivio que había salido vivo de la pelea. El perro cojeaba, pero se le veía caminar hacia donde estaba ella.

Se dobló agotada y trató de relajarse un poco, pero las piernas no pudieron resistir la suma del pánico que acababa de pasar, el agotamiento de la carrera y la fuerte impresión recibida, y terminó en el suelo sin fuerzas. En ese momento aparecía corriendo Campeón y algo más retrasado Luther, a caballo. Lo habían visto volver sin Zoe y, al temerse lo peor, habían corrido a su encuentro.

Campeón, muy nervioso, la olfateó de arriba abajo y le lamió las heridas de sus manos. Pero cuando a los pocos minutos escuchó a Jasco ladrar, miró a su ama, obtuvo su aprobación y se lanzó a correr en su busca.

Luther descabalgó de un salto, comprobó con gran alivio que no estaba malherida y le acercó a la boca una cantimplora.

—¿Pero qué os ha pasado?

—Por suerte, a mí nada. Pero vete a buscar a Jasco porque a él sí. Su instinto de alano me ha salvado la vida.