Avión de transporte Junkers JU 90
Aeródromo de Gamonal
Burgos
17 de julio de 1937
IX |
Las tres cajas que contenían los supuestos diez perros pesaban más de lo esperado a ojo de los ocho soldados encargados de su transporte.
La primera en ser llevada hasta el avión fue la de Zoe, que se dejó las uñas en la madera de sus paredes en un intento de contrarrestar los bamboleos y el golpeteo con los perros. Aparte de las estrecheces que ofrecía el interior del jaulón, el ruido era ensordecedor. Los animales ladraban furiosos al no saber qué estaba pasando y desde fuera los hombres no paraban de gritarles para que se callaran. El recorrido por la pista no tuvo demasiadas complicaciones, pero cuando llegaron a la portezuela del avión, al tener que subir a pulso el cajón, la falta de pericia de los soldados hizo que estuvieran a punto de terminar en el suelo, para espanto de Zoe. De vez en cuando, a través del pequeño ventanuco, veía el perfil de alguno de sus portadores y en ese momento su corazón palpitaba a toda velocidad, ante el temor de ser descubierta. Por eso, no respiró tranquila hasta que se vio en la bodega del avión y terminaron de meter los otros dos cajones, con Julia en uno de ellos.
Los cuatro motores del Junkers se pusieron en marcha en cuanto el piloto dio la orden de que cerraran las puertas. Luther tomó asiento en la primera fila y tras él lo hicieron sus dos vigilantes, comentando distraídamente qué iban a hacer en cuanto les dieran permiso a su llegada a Berlín.
Oskar, desde tierra, despidió con la mano a Luther viendo cómo el enorme aparato empezaba a desplazarse por el firme para encarar la pista de despegue. En su cabeza corría un único pensamiento: encontrar a su mujer, de la que no sabía nada desde hacía treinta y seis horas. Para ello había dispuesto un dispositivo de búsqueda formado por una veintena de hombres que estaban recorriendo la ciudad casa por casa. Se sentía furioso y humillado por culpa de ella, pero también con Zoe, a la que consideraba responsable de la decisión de Julia. En cuanto las encontrara, iban a saber cómo se cobraba un Stulz una afrenta como aquella.
Se dirigía hacia su coche para abandonar el aeródromo cuando se le acercaron unos soldados con gesto serio y a buen paso, llevando a un muchacho firmemente sujeto.
—Mi capitán, hemos capturado a este joven cuando trataba de salir del recinto, lo hemos interrogado a conciencia, y pensamos que debe saber lo que nos acaba de contar. —El detenido tenía el labio partido, y la cara y medio cuerpo molidos a golpes.
—Ya me dirán qué puede interesarme de él. —Le levantó el mentón y lo miró a los ojos.
—Dice que ha venido con dos mujeres que han huido en el avión que acaba de despegar.
Oskar sintió un agudo escalofrío al escuchar aquella noticia, ordenó que lo mataran allí mismo y salió corriendo hacia la torre de control.
En la cabina de pasajeros, una vez que el aparato había tomado altura, Luther explicó que iba a echar un vistazo a los perros. Su temple facilitó que no sospecharan nada.
Atravesó la cortina que separaba la zona de pasaje de la improvisada bodega, y se movió entre los tres jaulones preguntando en cuál estaban. Unos golpes despejaron sus dudas. Recuperó la llave de manos de Zoe, les abrió y dejó que también salieran los perros. Armado con una de las pistolas miró al techo de la aeronave como si estuviera implorando un apoyo celestial, inspiró tres veces seguidas, comprobó que la pistola estaba cargada y regresó a la parte anterior del avión.
Los dos SS, sorprendidos ante la aparición de los perros y sin entender a cuento de qué Luther los había soltado, se levantaron de su asiento, pero nada más darse la vuelta se lo encontraron encañonándolos con una pistola.
—¡Tirad vuestras armas! —Desenfundaron sus Luger y las dejaron en el suelo—. Al primero que se mueva le vuelo la cabeza. ¡Hablo en serio!
Los perplejos alemanes vieron aparecer a dos mujeres, una de ellas también armada. Zoe se volvió a la bodega a por unas cuerdas y Julia se quedó quieta, frente a los dos soldados, temblando y a punto de sufrir un ataque de nervios. Apenas podía sujetar con una sola mano la pistola que acababa de recoger.
Luther los cacheó de arriba abajo para evitarse cualquier sorpresa, mandó que se sentaran e hizo uso de las cuerdas atándolos a los asientos con toda la firmeza que pudo. Comprobó su inmovilidad y a continuación los amordazó. Miró a las chicas.
—Ante la menor sospecha, no dudéis en disparar.
Campeón se metió por debajo de los asientos, retorciéndose para caber, y en cuanto asomó la cabeza, plantó las dos patas sobre las butacas y les enseñó los dientes, dando a entender quién era ahora el jefe.
Sin perder un solo segundo, Luther se dirigió a la cabina con la pistola en una mano y el nuevo plan de vuelo en la otra. Su entrada coincidió con un aviso por radio ordenando su regreso a Burgos. Pero no les permitió responder, se hizo con la única pistola que llevaban, ordenó que apagaran la radio y señaló al piloto el nuevo rumbo del avión.
—Quiero escuchar los motores de este avión rugiendo al máximo de su potencia, por lo menos hasta que atravesemos los Pirineos en dirección Toulouse. Pero os aviso que, si veo que la brújula señala un cambio de rumbo, el primero en recibir un tiro vas a ser tú. —Apuntó al copiloto.
Atendiendo a sus órdenes, el potente bombardero se ladeó ligeramente a la derecha para corregir el ángulo de vuelo.
Mientras, en tierra, Oskar seguía al lado de la emisora de radio, esperando el resultado de los repetidos intentos de los técnicos por recuperar la comunicación con el Junkers.
—Mi capitán, me temo que han apagado su receptor.
Oskar, al imaginar lo que podía estar pasando, salió corriendo de la torre y se dirigió hacia el primer hangar en busca de su Messerschmitt, dispuesto a abatir aquel avión con su mujer y Zoe dentro. Además de la afrenta personal, pensó en las consecuencias que recaerían sobre él cuando se supiese en Alemania que se había dejado escapar a aquel veterinario junto a los diez alanos, y con ellos el proyecto más mimado de Göring, y todo delante de sus propias narices. Al accionar el contacto del avión, sintió una oleada de escalofríos imaginándose enfrente de su amigo y teniendo que darle explicaciones.
Con la alerta generada desde Burgos, otros dos cazas de la Legión Cóndor despegaron del aeródromo de Vitoria para ir en busca del avión secuestrado, con la dificultad de no saber en qué dirección volaba.
Oskar, desde los mandos del suyo, pasados doce minutos de infructuosa búsqueda, acababa de localizar la estela de humo que habían dejado los motores del Junkers, cuando se encontraba sobrevolando una abrupta sierra al sur del Ebro. Ascendió hasta ponerse a la altura de aquel rastro sin llegar a ver la cola del bombardero. Miró de nuevo a tierra y comprobó que había dejado atrás la ciudad de Tudela. El límite con la zona roja creía haber oído que estaba en esos momentos a mitad de camino entre Huesca y Lérida, no demasiado lejos; por lo que aumentó la velocidad para tratar de cogerlos antes.
Dentro del Junkers, Luther acababa de abrir la portezuela lateral del avión para hacer saltar a los dos SS junto con el copiloto, después de un amago de rebelión que había podido atajar. Ninguno quería saltar y hasta tuvo que empujarlos, pero una vez vio sus paracaídas desplegados respiró más tranquilo, cerró la compuerta y volvió a cabina para ver por dónde iban.
—¿Cuánto nos falta para llegar a Lérida? —preguntó al piloto.
—Unos quince minutos, o quizá algo más. Tenemos viento en contra y eso nos puede retrasar. —El comandante no demostraba demasiada tensión.
—¿Cuál es la velocidad máxima de este avión?
—Su velocidad operativa es de trescientos cincuenta kilómetros por hora; ahora volamos a trescientos veinte.
—Quiero ver la aguja del velocímetro superando el número cincuenta, y lo quiero ver ya…
El piloto obedeció sus órdenes.
Cuando estaban sobrevolando Zaragoza, Luther empezó a creerse el éxito de la operación, pero de repente apareció un caza alemán por la derecha. Desde aquella distancia no identificaron a su piloto, pero sí las señales que hacía ordenando que dieran la vuelta.
Julia entró a la cabina espantada.
—¡Es Oskar! Reconozco su avión.
—No son malas noticias, son peores —apuntó Zoe francamente preocupada—. Lo veo capaz de todo. Si no lo obedecemos, nos derribará.
Julia miró muy asustada por la ventanilla y reconoció una malvada sonrisa en su marido. El piloto del bombardero viró de golpe atendiendo a las indicaciones del caza, lo que provocó que Julia y Zoe se golpearan contra el fuselaje. En respuesta, Luther le plantó el cañón de su pistola en la cabeza, espetándole con voz firme:
—O seguimos el rumbo que le he marcado, o le descerrajo un tiro ahora mismo.
El piloto lo vio capaz de hacerlo y modificó de nuevo la dirección.
—Nos vamos al suelo de todos modos. Este es un avión de carga que no puede esquivar la capacidad de tiro de un caza, y menos de ese —apuntó—. Nos acertará de lleno.
El Messerschmitt se colocó detrás de la cola del Junkers a menos de cuatrocientos metros, levantó el seguro de sus dos mortíferas ametralladoras, apuntó a los alerones y disparó una primera ráfaga.
Desde el bombardero sintieron el silbido de los proyectiles. Las dos mujeres se abrazaron aterrorizadas y Campeón empezó a ladrar como si adivinara el peligro que corrían. Era de imaginar que con el siguiente intento los alcanzarían, pero en ese momento vieron aparecer frente a ellos a dos aviones con bandera republicana. Luther los señaló dando un grito de alegría.
Los dos cazas de fabricación rusa pasaron a cada lado del bombardero abriéndose en arco para cambiar su dirección y buscar la cola del Messerschmitt. Oskar, al verlos, perdió altura y redujo velocidad para atacar al que había quedado a su derecha. Armó las ametralladoras, y cuando lo tenía a tiro disparó una larga ráfaga dirigiendo la brillante estela de balas hasta que atravesaron el fuselaje de su atacante. En menos de quince segundos, el caza cayó envuelto en llamas. Pero el otro había conseguido colocarse detrás de él y, sin darle ninguna oportunidad de reacción, disparó sobre sus alerones afectándolos seriamente. Con la estabilidad del avión fatalmente comprometida, Oskar entendió que no tenía otro remedio que intentar huir. Pero al iniciar la maniobra comprobó que tenía frente a él al Junkers. Buscó el perfil de su timón y fue a disparar, sin embargo su avión no soportó la segunda ráfaga de balas procedente del otro caza, y perdió de inmediato el control del aparato. Al saber que se estrellaba sin remedio hizo saltar el cierre mecánico de la ventanilla, se desabrochó el cinturón y se lanzó al vacío activando el paracaídas.
Mientras descendía, miró el avión donde se escapaba su mujer con su peor enemiga, un traidor a Alemania y diez perros que le costarían su carrera. Maldijo su suerte, pero se prometió a sí mismo que un día la cambiaría.
—Juro que os encontraré.