Cebadero de la Legión Cóndor
Burgos
15 de julio de 1937
VIII |
Evaristo entregó a Zoe un paquete que había llegado a su nombre aquella misma mañana remitido desde Francia. Ella lo recogió con el corazón latiendo a toda velocidad, pero hasta que no se quedó sola no lo abrió. Externamente mostraba evidencias de haber sido inspeccionado, pero al no haber tenido noticias de los servicios de seguridad de la Secretaría de Guerra, entendió que no habrían sido capaces de detectar nada extraño en él.
Siete días antes había contratado en radio Castilla el anuncio de un falso compromiso matrimonial, una vez Julia le había advertido que su marido esperaba la llegada de Luther para recoger los perros el día diecisiete. Su situación matrimonial no había mejorado nada, más bien iba a peor, pero Zoe no había conseguido todavía convencerla de que terminara con él.
Dentro de la caja encontró diez estuches de penicilina. Buscó en uno de ellos el prospecto y revisó detenidamente el texto sin ser capaz de ver ninguna marca ajena a la imprenta. Probó con los demás, y en el quinto aparecieron. Recordó cómo tenía que hacer, invirtiendo el orden de las letras, y en un papel fue anotando palabra a palabra hasta que vio completado el mensaje que le enviaba Andrés. Al leerlo, se quedó petrificada. La táctica que habían ideado para que Luther escapara era sencilla de entender, pero entrañaba una enorme dificultad. Y ella, después de haberlo pensado bien, había tomado la firme decisión de acompañarlo.
Terminó toda la faena que tenía pendiente en el cebadero, y cuando vio que eran las siete decidió regresar a casa. Se metió el prospecto en un bolsillo de la chaqueta para destruirlo, y se despidió de Evaristo mientras este terminaba de dar de comer a los terneros.
Un par de horas después, en la tranquilidad de su salón y con una copa de vino en la mano, quemó la prueba, y a continuación empezó a pensar en las dos complicadas jornadas que tenía por delante. Se suponía que Luther aterrizaría al día siguiente por la mañana en Gamonal, y que volvería con los alanos, ya de noche, con idea de quedarse a dormir en Burgos. Julia le había explicado que su marido pretendía recogerlo en cuanto pisara suelo español para llevárselo directamente hasta Balmaseda. Luther iba a dormir en las dependencias del Alto Estado Mayor de la Legión Cóndor, así que sería imposible contactar con él por la noche. La única opción era acudir a primerísima hora de la mañana al aeródromo de Gamonal. Como los perros iban a pasar la noche en uno de los hangares a la espera de su embarque, era de suponer que Luther acudiera antes o después para verlos y dar su aprobación antes de meterlos en el avión.
Con aquella difícil coyuntura, las posibilidades de éxito parecían reducidas, pero no imposibles. Si conseguía llegar muy temprano, Luther estaría a tiempo de poner en marcha el plan. Se puso el camisón y una bata de lana para estar más cómoda, preparó algo de comer y encendió la radio. Pero por efecto del cansancio, terminada la cena, le vino el sueño estando en el sillón. Cuando tres horas después sonó el timbre de la puerta y miró el reloj de pared, al ver que faltaban solo cinco minutos para las doce, se sintió aturdida.
Preguntó quién era, y al escuchar la voz de Julia abrió de inmediato.
Julia entró desencajada con el pelo enmarañado y un pañuelo sobre los labios.
—Se ha vuelto loco, Zoe. Me va a matar… —Temblaba tanto que apenas podía hablar.
Zoe la sujetó y la ayudó a sentarse. Le apartó el pañuelo de la boca y vio el labio inferior partido. Un fino reguero de sangre resbaló por su barbilla.
—¡Hijo de puta!… Espera, Julia, no te muevas, voy a curarte eso.
Mientras iba a por el botiquín, Julia comenzó a hablar atropelladamente. Zoe desde el baño apenas podía entenderla, pero sentía cómo iba perdiendo el control, estaba aterrada. Corrió hacia el salón y la abrazó.
—Respira, Julia, respira… —La tomó de los hombros y ella misma comenzó a respirar profundo buscando calmarse y calmarla. Pero Julia necesitaba hablar, parecía incluso desorientada, la miraba sin verla.
—Empezamos a discutir otra vez, y cuando me harté de escuchar sus gritos, le dije que se había acabado y que me iba con mis padres. Entonces enloqueció. Dijo que me iba a matar y me pegó en la boca con tanta fuerza que caí al suelo. Luego empezó a lanzar golpes a ciegas, patadas… Salí corriendo, pero me perseguía como un animal, lo oía resollar detrás de mí como una bestia… y yo abrazaba a mi bebé… —Se agarró el vientre con la mirada perdida—. Estábamos solos, nos iba a matar. Me encerré en el dormitorio y lo esperé tras la puerta con el atizador.
A Zoe se le heló la sangre.
—¿Lo has matado?
—No. Pero quedó aturdido y escapé.
—Vamos a avisar a tus padres ahora mismo.
Julia, completamente aterrada, contestó con un hilo de voz:
—No hay tiempo… Tenemos que escondernos.
Tan solo una hora más tarde Oskar aporreaba la puerta de Zoe, pero como no le abrían reventó la cerradura de una patada. Entró furioso y recorrió la casa hasta el último rincón sin encontrarlas. De inmediato pensó en el cebadero, y como tampoco las encontró allí, decidió buscarlas en casa de algunos de sus mejores amigos. Empezó su particular ronda por cada uno de aquellos domicilios a tan intempestivas horas. Como no obtuvo la menor pista de ellas, en su desesperación preguntó en todos los hoteles y pensiones de la ciudad, donde tampoco consiguió nada. Parecían haberse esfumado.
* * *
En la madrugada del día diecisiete, no habían dado las seis de la mañana cuando dos mujeres y un joven estudiaban los últimos cincuenta metros que les faltaban recorrer para alcanzar la pared trasera del hangar C del aeródromo de Gamonal, desde un bosquecillo de abedules al que habían llegado momentos antes. Con el cobijo de la noche y agachados, fueron pisando por la hierba con extremo sigilo, mirando continuamente a cada lado, al ser conscientes de que en aquel tramo vigilado se lo jugaban todo. Delante de ellas iba Evaristo, el encargado del cebadero, que de forma desinteresada había acogido en su propia casa a Zoe y a Julia. A menos de un metro del hangar se tumbaron y se taparon por entero con unas mantas oscuras, a la espera del paso de una patrulla de soldados a los que habían visto hacer la ronda cada diez minutos.
—Les… abriré la puerta y me voy. Mucha suerte —susurró el joven.
Zoe buscó su mano y se la apretó agradecida.
—Nos has salvado la vida. Que Dios te lo pague.
El joven, que era diestro en el uso de las ganzúas, se levantó corriendo, localizó la cerradura de la puerta y la manipuló sin encontrar en ello demasiadas dificultades. Cuando terminó, como era poco amigo de las despedidas, se dio media vuelta y rehízo el camino hacia la arboleda.
Zoe destapó la manta.
—Entraré yo primero para estudiar la situación, y en cuanto vea la oportunidad te aviso —le indicó a su amiga.
Empujó la puerta y al asomar la cabeza su mirada se cruzó con la de un perplejo soldado que de primeras no entendió qué hacía aquella mujer allí. Zoe sacó la pistola de su pantalón tan nerviosa que se le cayó al suelo, oportunidad que el vigilante aprovechó para desenfundar la suya y apuntarle.
—¡Estate quietecita! —Lanzó una patada al arma de Zoe—. Veamos qué piensa mi superior de todo esto…
La agarró con brusquedad del brazo y empezó a tirar de ella para que su comandante decidiera qué hacer. Zoe se resistía a caminar, pero la fuerza del hombre contrarrestaba cualquier intento de escapada. Miró hacia atrás. Como la puerta del hangar se había quedado abierta vio aparecer a Julia armada con una pistola tras sus pasos. A pesar del pavor que reflejaba su cara, al haber presenciado la captura de su amiga, era consciente de que su suerte dependía de la determinación que pusiera.
—¡O la suelta ahora mismo o disparo! —le gritó al soldado.
Zoe le brindó un gesto de apoyo, pero el hombre no pareció sentirse demasiado intimidado al ver de quién partía la amenaza. Se volvió y fue hacia ella decidido a arrebatarle al arma.
—¡Dispara! —exclamó Zoe.
Julia sintió tan agarrotados sus dedos que no acertó con el gatillo y tampoco tuvo tiempo de reaccionar antes de que el tipo se hiciera con su pistola. Zoe trató se zafarse, pero no lo consiguió. Sin embargo, en ese preciso momento hubo algo que llamó su atención. Por la puerta entró un perro a toda velocidad. Su aparición fue tan inesperada que apenas pudo reconocerlo. El animal se abalanzó sobre la pierna del incrédulo soldado y le clavó los colmillos con tanta decisión que el muchacho, por apartarlo, soltó a las dos mujeres. La impresión de Zoe al reconocer a Campeón fue tan intensa que se quedó paralizada en un primer momento, hasta que vio cómo el hombre en respuesta al ataque estaba tratando de ahogar a su perro. Recogió la pistola del suelo y le golpeó en la cabeza con todas sus ganas. El tipo perdió el conocimiento y Campeón lo liberó de la mordida. Miró a su ama y se lanzó a ella con una desbordante alegría.
—No me lo puedo creer. ¿Pero cómo has podido dar conmigo, cómo has sabido llegar hasta mí? —Se abrazó a él emocionada.
El perro estaba sucio y famélico, pero derrochaba felicidad. Empezó a lamer la cara de Zoe con enorme gozo. Se retorcía sobre sí mismo para no perderse ni una sola caricia, sintiéndose bien pagado después de haber sufrido todo tipo de calamidades en busca de su dueña, tras un rastro que había perdido una infinidad de veces, y viviendo de lo poco que encontraba para comer. Un largo camino que lo había llevado, día a día y después de dos largos meses, a encontrarla.
—Este es mi perro, mi buen perro… Si pudieras hablar, cuántas cosas tendrías que contarme… Te he echado tanto de menos…
Julia recordó a Zoe el peligro que corrían señalando al soldado.
—Deberíamos maniatarlo y esconderlo en alguna parte que no quede a la vista, o nos pillarán.
A su izquierda vieron dos puertas. Por suerte la primera era un almacén de herramientas donde localizaron un grueso cordaje con el que inmovilizar al soldado. Lo arrastraron a duras penas y una vez dentro le ataron a conciencia. A falta de una mejor mordaza, a Julia se le ocurrió usar un trozo de su falda.
Después de comprobar el trabajo, cerraron la puerta y echaron un vistazo a lo que había en el hangar. Más de la mitad estaba ocupada por unos grandes cajones que imaginaron llenos de suministros y armamento. Entre algunos de aquellos contenedores se abrían estrechos pasillos que resultaban perfectos para esconderse. Eligieron el que parecía más ancho, lo recorrieron agachadas y al llegar a su extremo comprobaron la buena visibilidad que ofrecía del resto del hangar. A escasos diez metros de ellas identificaron unos jaulones forrados de madera donde debían estar los perros. Campeón no paraba de olfatearlo todo, pero se mantuvo tranquilo y obediente.
No habían pasado diez minutos cuando vieron entrar a Luther. Iba hablando con Oskar y por delante de dos miembros de las SS.
Zoe supo que se enfrentaba al momento más crítico de la misión. Tenía que contactar con él para exponerle el plan sin apenas tiempo, y además sumarse ella, Julia y también Campeón, lo que no había sido previsto por su hermano, para complicar las cosas un poco más. Pero como aquella era la única manera que tenían de escapar de Burgos, estaban dispuestas a arriesgarse lo que hiciera falta.
Volvió a observar lo que hacían.
El avión que iba a transportar los perros hasta el aeropuerto de Berlín acababa de detenerse enfrente de la nave, y al instante quedó abierta su puerta lateral para facilitar la carga.
Las dos mujeres se empezaron a inquietar al ver que Oskar no se separaba ni un solo segundo del veterinario y que se les estaban agotando las oportunidades. Julia temblaba de miedo al pensar qué haría su marido si la localizaba. Y de pronto vieron cómo Luther se dirigía a solas hacia los cajones. Zoe sintió que se le salía el corazón del pecho al verlo acercarse a donde estaban. Esperó a tenerlo más cerca y le chistó. Él miró a su alrededor desconcertado, pero al no ver a nadie siguió con lo suyo empezando a inspeccionar el estado de los perros.
—¡Luther! —Zoe levantó un poco más la voz para hacerse oír.
Él se volvió y entre dos enormes cajones la vio. Comprobó que nadie más lo estaba mirando y se acercó hasta ella simulando que apuntaba algo en unos papeles.
—Ya pensaba que te habías olvidado de mí.
Zoe habló en voz baja.
—Escúchame bien. La única solución que han encontrado para conseguir que escapes, burlando a los tuyos y a las tropas de Franco, se encuentra aparcada al otro lado de este hangar. La idea es que secuestres el avión que te llevará a Alemania y lo hagas aterrizar en Toulouse, donde te estará esperando un responsable de los servicios secretos republicanos para procurarte un refugio seguro. Desgraciadamente no han encontrado otro medio para sacarte de España, y son plenamente conscientes de lo arriesgado que es. En cuanto sobrevueles Aragón tendrás el apoyo de la aviación popular, y a partir de entonces lo demás será mucho más fácil. —Le pasó un papel con unas instrucciones más precisas—. Antes de que las leas, te aviso: no viajarás solo. Nos vamos a unir Julia Welczeck, mi perro y yo.
Luther se quedó paralizado al asumir las dificultades de la operación. En el avión, aparte del piloto y copiloto, viajarían con los dos SS que apenas le habían dejado respirar desde su salida de Alemania. Y tampoco veía cómo podía embarcar a dos mujeres y a un perro sin que nadie se diera cuenta. Sin embargo, Zoe le dio la solución.
—Tú despista a esos hombres para que podamos escondernos dentro de los cajones donde viajan los perros.
Él le dio la llave que abría los cerrojos y Zoe las dos pistolas que se había metido en el enorme bolsillo del feo pantalón de trabajo con el que vestía: la de su hermano y una más que Evaristo le había facilitado. Pero Luther las rechazó.
—Mejor te las quedas de momento tú. Una vez despeguemos ya me las pasarás.
Tragó saliva sin saber muy bien cómo iba a conseguir neutralizar a los experimentados SS, y se despidió de ellas.
—Nos vemos luego. ¡Suerte!
—¡Suerte para todos! La necesitaremos —contestó Zoe.
Luther se alejó para buscar a Oskar, y poco después los vieron entrando en el avión. Las dos mujeres, seguidas por Campeón, aprovecharon la oportunidad para correr hacia los cajones donde estaban los perros. Zoe abrió el candado del primero y convenció a Julia para que entrara en él, ante la sorpresa de los dos alanos que estaban dentro. Lo hizo a pesar del pánico que le daban. Uno de ellos le dedicó un ligero gruñido y el otro la olió de arriba abajo mientras se hacía un hueco. Zoe cerró por fuera la caja y se metió en la contigua con Campeón. Manipuló su cerrojo a través de un pequeño ventanuco enrejado que permitía la respiración del jaulón, y estudió a los perros que les habían tocado; dos eran cachorros de menos de un año, lo que iba a facilitar las cosas, y el tercero debía de ser la madre. Campeón congenió pronto con la hembra y soportó estoicamente el juego de los cachorros que en cuestión de segundos ya estaban mordisqueándole las orejas y tirando de ellas con todas sus ganas.
Zoe se sentó en una esquina del jaulón y rezó para que todo saliera bien. Miró a Campeón y le dio un enorme abrazo.