Calle de Cabestreros, 3
Burgos
2 de julio de 1937
VI |
Zoe cerró el portal de su casa y se dirigió hacia el centro sin saber si iba a hacer lo correcto. En su bolso llevaba la nota que le había lanzado aquel preso hacía dos semanas. Desde que la tenía con ella, había elaborado una lista con los corresponsales que trabajaban en los medios extranjeros menos afines a Franco. Algo aparentemente sencillo, pero en realidad no tanto, dado que se rumoreaba que entre ellos corrían los favores pagados y algún que otro espía camuflado. Urgida por el paso de los días, se había decidido por el británico Dick Sheepshanks, a quien conocía personalmente porque Julia se lo había presentado en un concierto. Derrochaba elegancia, tendría sus mismos años, una mirada despierta, y aunque quizá le sobraba flema británica, parecía un tipo sagaz. Aparte de sus muchas virtudes, dos factores fundamentales hicieron que Zoe se decantara por él: trabajaba para la agencia Reuters y desayunaba a diario, siempre a la misma hora, en el café España.
Pasó junto a la catedral y tomó la calle Fernán González sin sentir la presencia de un coche negro que la seguía desde que había salido de su casa. Quería deshacerse cuanto antes de aquella nota, y aunque estaba dispuesta a ayudar en lo que pudiera, tenía miedo, así que aceleró su paso sin prestar atención a nada. Desde el vehículo, un hombre con gafas oscuras, sombrero y abrigo de paño negro, no perdía un solo movimiento de la mujer.
Ella giró a la derecha en dirección a la plaza Mayor y el vehículo aceleró para alcanzarla, pero la inesperada aparición de un carromato tirado por una mula lo obligó a frenar de golpe. Antes de alcanzar el cruce con la calle Laín Calvo, donde abría sus puertas el café España, Zoe se volvió sobresaltada para ver quién estaba pitando con tanta vehemencia. Identificó un coche negro como responsable de las molestias, pero retomó su camino sin prestarle mayor atención.
A solo dos pasos del café se detuvo, inspiró varias veces para relajarse y localizó al periodista al otro lado del cristal. El hombre devoraba una magdalena y un periódico. Se había decidido a entrar cuando el violento chirriar de unos neumáticos la frenó. Del vehículo salió un extraño que se le vino encima sin que pudiera reaccionar. La agarró del brazo, abrió la portezuela trasera del coche y la empujó con brusquedad a su interior sin pronunciar una sola palabra. Zoe buscó la manija de la puerta con intención de escapar, pero la encontró bloqueada. Lo intentó con la otra, pero tampoco; todo era inútil.
—¡Ayúdenme! —gritó a la gente a pleno pulmón—. ¡Socorro! —siguió chillando con todas sus ganas.
Algunos de los transeúntes que presenciaron la escena fueron en su ayuda, pero su captor, que ya había tomado el asiento delantero, antes de que se le echaran encima aceleró a fondo para atravesar la plaza a toda velocidad ante el estupor de los presentes. Zoe, aterrorizada, pensó en la comprometida nota que llevaba en el bolso. Miró su nuca y sus manos al volante. ¿Sería alguno de los que veía pasar cada día hacia el monasterio de San Pedro Cardeña? Presa de un gran desconcierto, temió que se tratase de la Gestapo. Rebuscó en su bolso por si había algo con lo que defenderse, pero tan solo encontró útiles de belleza, su documentación, varias monedas sueltas, un pañuelo y las llaves de casa. Las sacó, eligió la más afilada, y cuando estaba a punto de clavársela en el cuello, su captor se retiró el sombrero, las gafas, y se volvió hacia ella con una gran sonrisa.
—¿Andrés?
—Hola, hermana. Siento haberte asustado, pero temía comprometerte si alguien me reconocía contigo.
—¡Casi me matas del susto! —le dio un beso retorciéndose desde el asiento trasero—. ¡Qué alegría!
Andrés le explicó cómo había dado con ella y el motivo de su prevención
—Creo que me están siguiendo desde hace unos días.
—¿Y se puede saber por qué te tienen vigilado y quiénes?
—De forma oficial trabajo para los nacionales, pero a quien de verdad sirvo es a la República. Agente doble, canija, ¿qué te parece? Aunque me temo que los primeros sospechan de mí.
Brevemente le contó que había sido destinado en el suroeste francés y las actividades que realizaba ahora en Biarritz, donde vivía.
—Me temía algo así. Casi preferiría no haberlo sabido. Ten muchísimo cuidado, por favor. —Lo abrazó por detrás—. Con razón no me cuadraba mucho lo que me dio a entender Gil y Yuste, que fue quien te localizó. No llegó a especificármelo, pero de sus explicaciones se podía deducir que estabas actuando como espía para ellos. —Apoyó la barbilla en el hombro de su hermano y miró a través del parabrisas—. Oye, ¿pero a dónde me llevas?
—Confía en mí, ¿vale? Luego te cuento. —Paró el coche y la invitó a pasar al asiento de delante, junto a él. Cuando la tuvo cerca la estrechó entre sus brazos—. ¿Tú cómo estás? Tienes mala cara, Zoe.
—Andrés, perdí a Campeón… O más bien, lo abandoné. Mi pobre perro. Tenías que haberlo visto. Cómo me defendió, cómo me cuidó. Fue en mi salida de Madrid, en el último momento. —Apenas podía contener las lágrimas.
Andrés lo sintió profundamente. Le vinieron de golpe un buen puñado de imágenes de aquel chucho leal y entrañable. Realmente dolía imaginarlo vagando herido y hambriento o agonizando en una cuneta.
—Es un perro listísimo, seguro que habrá salido adelante —mintió.
—Sí, eso quiero creer… —Ella se enderezó en el asiento y guardó silencio.
—Hay algo más, ¿verdad? ¿Qué pasa, Zoe?
Ella sacó el papel que debía haber entregado al periodista y le explicó cómo había llegado a sus manos.
—Déjame verlo.
Lo leyó e, impresionado por su dureza, quiso saber por qué había elegido a aquel periodista.
—En estos tiempos que corren no te puedes fiar de nadie, Zoe. Muchos de esos corresponsales operan como espías para uno u otro bando. No sé si será el caso del tal Sheephanks, pero déjame a mí el encargo; se lo transmitiré a una persona que por cierto conoces bastante bien.
—¿A quién te refieres? —comentó llena de curiosidad.
—A Anselmo Carretero.
—¿Anselmo? —Arqueó las cejas perpleja—. ¿De qué conoces tú a Anselmo? ¿Está en Francia?
Ya en la carretera, Andrés le explicó la importante responsabilidad que su amigo tenía dentro de los servicios de espionaje republicanos, y desde cuándo trabajaba para él.
—Nunca lo hubiera imaginado en ese puesto, ni a ti colaborando con él.
Circularon en silencio durante un rato, Zoe había quedado enredada en sus propios pensamientos. Le vino a la mente el misterioso veterinario alemán y su extraña petición de auxilio. Tal vez su hermano con todos sus contactos en inteligencia supiera qué hacer. A ella ese tema la sobrepasaba, lo recordaba a menudo, pero en ese momento tenía muchos frentes abiertos y se sentía incapaz de involucrarse en algo así.
Estaban atravesando Valladolid cuando le contó la cena en casa de su amiga Julia, y cómo Luther le había confesado en secreto su voluntad de desertar y los motivos que tenía para hacerlo.
—Interesante… Muy interesante. Por lo que dices, ese hombre debe de manejar mucha información sobre la situación en Alemania. Estoy seguro de que a Anselmo le va a gustar la idea. ¿Y dices que tiene que volver a Burgos dentro de pocas semanas para recoger unos perros y llevárselos en un avión de vuelta? Ya… Deberíamos pensar algo. —Al mirar por el retrovisor comprobó que el coche que los seguía llevaba más de cien kilómetros sin separarse de ellos—. Y tendremos que encontrar el modo de comunicarnos tú y yo una vez que haya hablado con Anselmo y sepamos cómo operar. Hay quien usa los periódicos para incluir mensajes encubiertos en la sección de anuncios por palabras, pero me resulta demasiado evidente. Y me temo que como estoy vigilado, necesitaremos extremar las precauciones. En Biarritz se escucha bastante bien Radio Castilla y Radio Nacional. Podrías hacerme saber el día de llegada de ese veterinario alemán a través de una de esas emisoras.
—¿Cómo? —Zoe no conocía el procedimiento.
—Contrata un anuncio, por ejemplo el de una ficticia boda dentro de la sección de sociedad, y haz que lo repitan tres o cuatro días seguidos. De ese modo tendré la seguridad de escucharlo. Y para nombrar a los hipotéticos novios utiliza los de nuestros padres.
—Me gusta la idea; es sencilla. Pero una vez puesto el anuncio, ¿cómo sabré qué tengo que hacer después? ¿Cómo me harás llegar tu información?
—Luego lo vemos, canija. Ahora no es el momento, entre otras cosas porque me he de concentrar en los que nos están siguiendo.
Tiró el cigarrillo por la ventana y le pidió que se agarrara fuerte.
Sin haber terminado la última palabra pisó el acelerador a fondo y empezó a tomar distancia con el otro automóvil, pero no la suficiente. Aquellas carreteras de Castilla eran tan planas que no había modo de escabullirse. Por eso, cuando vio en un mojón los veinte kilómetros que los separaban de Tordesillas, Andrés decidió entrar en su núcleo urbano para intentar despistarlos. Estaba obligado a proteger la identidad de Zoe como fuera, y aquella podía ser su única oportunidad.
A mitad de la arteria principal del pueblo, giraron a la izquierda a una velocidad completamente desaconsejada. Como no se lo esperaba, Zoe se golpeó la cabeza con la ventanilla y dudó si no iba a salir disparada en una de esas. Para evitar nuevas sorpresas se agarró con fuerza al asiento.
—En el lateral de tu puerta encontrarás una pistola, ¿sabes usarla?
Zoe tocó el frío metal.
—¿Recuerdas al novio de Rosa, a Mario?
Giraron a la derecha, y poco después a la izquierda por una estrecha calle, pero Andrés comprobó que también lo hacía el otro coche.
—¡Coño, no nos despegamos de ellos! —Bajó una marcha y ganó velocidad en un entorno urbano de enorme estrechez—. Claro que me acuerdo de ese mierda.
Zoe le puso al corriente de su rocambolesca huida de Madrid, y cómo en la cara norte de Navacerrada, tras un accidentado descenso a la carrera en busca del lugar donde la estaban esperando para ser rescatada, había tenido que defenderse de él.
—Lo maté, Andrés. Tuve que matarlo. —La cabeza reventada de Mario aún la perseguía—. Me creía incapaz de hacer algo así.
—Era basura, Zoe. Olvídalo. El mundo no ha perdido gran cosa.
Entraron en una plaza donde Andrés localizó una cochera abierta, calculó el tiempo de que dispondría hasta ver aparecer el otro automóvil y se decidió.
—Nos vamos a meter ahí. En cuanto frene sal corriendo a cerrar la puerta de tu lado. Yo haré lo mismo con la mía, y después busca el mejor escondite que puedas. Y ahora pásame la pistola.
El coche entró disparado, Andrés tuvo que dar un volantazo para evitar estrellarse contra un carromato que desde fuera no habían visto. Lo golpeó de lado, clavó los frenos y bajó corriendo para empujar las puertas del portón. Pesaban una barbaridad, pero aun así, Zoe, haciendo un tremendo esfuerzo, se encargó de la suya hasta que consiguieron cerrarlas. Andrés se quedó pegado a ellas, mirando a través de una rendija. Los vio entrar y salir de la plaza sin que reparasen en ellos. Zoe, resguardada tras un fardo de paja y sin mover un solo pelo, veía a su hermano apoyado sobre la pared y con la pistola preparada.
Cuando no habían pasado ni cinco minutos, se volvió a escuchar el sonido de un motor y una frenada. Zoe se agazapó aún más. Sentía una aguda tensión, pero no miedo; la presencia de su hermano le daba seguridad.
Andrés buscó algo con lo que atrancar el portalón. Localizó el palo de un viejo azadón y pudo pasarlo por las dos asas de la puerta a tiempo. Escuchó hablar a dos hombres, y al segundo cómo intentaban abrirla. Como se les resistían empezaron a patearla. Desde el otro lado de la cochera, su propietario entró a ver qué pasaba. Andrés no se dio cuenta, pero Zoe sí. Iba armado con una garrota y caminaba hacia su hermano con evidentes intenciones. Pensó a toda velocidad qué hacer. Si gritaba podía poner en aviso a los de afuera, por lo que decidió otra cosa. Salió de su escondite y corrió en busca de la espalda de aquel tipo. Cogió una piedra, acortó distancias, y cuando pudo alcanzarlo se la estampó en la cabeza. El hombre quedó noqueado en el suelo. Su hermano, al darse cuenta, le hizo un significativo gesto de aprobación con la mano y la animó a esconderse de nuevo.
Una vez fuera de peligro con las espaldas apoyadas sobre una bala de paja, recuperaron el aliento. Andrés tomó la mano de su hermana. Y habló despacio.
—Zoe, te estoy llevando a Salamanca…
—¿Papá?
—Ayer por la mañana. En cuanto me llamaron me subí al coche.
Zoe, rota de dolor, se tapó la boca con la mano. Aunque esperaba la noticia desde hacía meses, la tristeza no le permitió hablar. Incapaz de sobreponerse al agudo dolor que en ese momento sentía, recibió como único alivio las caricias de su hermano.
El recorrido hasta Salamanca no tuvo más incidentes. Pero aquella parada a mitad de camino los había retrasado más de la cuenta, por lo que cuando quisieron llegar al cementerio nadie los esperaba ya, ni siquiera el cura, solo un nicho sin nombre, recién sellado, donde según el encargado estaba su padre.
De pie, frente a aquella losa de granito, se miraron en silencio, acongojados.
Zoe dio dos pasos y besó la piedra con ternura, sintiendo un torbellino de sensaciones y recuerdos que la pena terminó ahogando. Después de recorrerla con sus manos, sin prisa, como si estuviera acariciando la cara de su padre, de su boca, de sus temblorosos labios solo salió una palabra, balbuceante, quebrada, con la que quiso resumir todo lo que le debía como hija: «gracias».
Andrés se acercó a ella y la abrazó en silencio.
En aquella reconfortante quietud, a pesar de su dolor e impotencia, sintieron que quedaba bien cerrada esa última etapa que todo hijo ha de cubrir con su padre, cuando en el sagrado deber de lealtad que se tiene hacia él le da entierro.
Dos horas después volvían hacia Burgos agotados de tantas emociones, pero con una agradable paz interior que despertó conversaciones plagadas de recuerdos de infancia y juventud, cuando todavía la familia la formaban cuatro.
A Andrés se le partía el alma solo de pensar en dejar sola a su hermana.
—¿Zoe, por qué no te vienes a Biarritz conmigo?
Ella tardó en contestar. Se preguntó qué estaba haciendo en realidad en Burgos, había deseado alejarse de aquella ciudad casi desde el momento mismo en que la pisó. Pero no podía abandonar a Julia, no ahora que estaba embarazada de ese nazi.
—Prometo que iré, pero más adelante. Ahora tengo asuntos que solucionar aquí.
—No lo demores mucho, por favor. Sería buena idea que te unieras a la huida del alemán, si es que conseguimos sacarlo.
Andrés quería dejar zanjado ese tema antes de que llegaran a la ciudad y se despidieran.
—Nos falta ver cómo puedo hacerte llegar mis mensajes… Piensa en algo que puedas necesitar de Francia que aquí no lo encuentres. No sé, quizá algo de ropa. —Lo descartó nada más proponerlo—. ¿Se te ocurre algo?
Zoe recorrió un día normal de su vida repasando todos los objetos que usaba, y al llegar al momento del cebadero se le ocurrió una idea.
—He sabido que los franceses están empezando a experimentar con un nuevo antibiótico que me gustaría probar: la penicilina. Podría ser la perfecta excusa para estar comunicados. Yo te pasaría por radio la fecha de la llegada de Luther, y tú me darías el plan de escape de Luther enviándomelo en un paquete con todos los botes de penicilina que me consigas a la dirección del cebadero. Tendríamos, por tanto, el vehículo con el que hacer viajar el mensaje, quedaría saber cómo disimularlo para que solo yo entendiera su significado.
A Andrés le pareció una excelente solución, y como estaba acostumbrado a manejar las técnicas de criptografía, al cabo de pocos segundos le propuso una fórmula.
—¡Usaremos los prospectos! Marcaré con unos diminutos puntos ciertas letras; uniéndolas obtendrás el sentido de la comunicación. Y en previsión de que pudiera caer en otras manos y lo descubrieran, vamos a ponérselo un poco más difícil: tendrás que leerlo en orden inverso. Solo así cobrará sentido.
—Perfecto, yo usaré la radio y tú las medicinas.
Andrés le pidió que se quedara con su pistola para que, llegado el momento, se la pasara al veterinario.