Aeródromo de Gamonal
Burgos
17 de junio de 1937
IV |
Wolfram von Richthofen quiso estar presente en la última reunión con los setenta y dos pilotos de las seis escuadrillas que la Legión Cóndor tenía destacadas en Burgos, tres de bombarderos y otras tres de cazas, antes de lanzar el que esperaban fuera último ataque a Bilbao.
El Cinturón de Hierro, que hasta entonces había protegido la ciudad, estaba siendo bombardeado desde hacía veinticuatro horas por ciento cuarenta y cuatro unidades de artillería. Y las brigadas navarras estaban empezando a penetrar por los barrios periféricos de la ciudad, después de haber tomado las poblaciones altas de la ría, entre ellas Guecho y el barrio de Algorta.
Oskar Stulz, piloto de combate de la segunda escuadrilla J88, denominada sombrero de copa, atendía junto a sus diez compañeros las explicaciones del jefe del Alto Estado Mayor de la aviación alemana, Von Richthofen, a cargo también de la nacional y la italiana. Pero a cada poco se le iba la cabeza y revivía lo que había sucedido la noche anterior. Hizo girar la alianza en su dedo recordando cómo le había abierto la mejilla a Julia con ella, harto de sus suspicacias, de la distancia física que le había impuesto en las últimas semanas y de no haber dejado de discutir un solo minuto durante toda la cena.
—Ahora son las seis y media de la mañana. En tres horas necesitaremos que estéis en formación de combate para comenzar el ataque a la ciudad de Bilbao. Tenéis que evitar edificios civiles, tan solo los que os hemos marcado en vuestros planos; memorizadlos. Así mismo, deberéis obviar las industrias que rodean la ciudad, como las que discurren a lo largo de su ría, dada su importancia estratégica, según se nos ha indicado desde el Gobierno de Burgos. Al habernos hecho con el control del aeródromo de Sondika, no será necesario llevar depósitos de combustible extra como en anteriores expediciones, ya que dispondremos de munición y combustible allí mismo. Pasados los primeros ataques y en cuanto veáis avanzar a la infantería y a las unidades de tanques por la ciudad, las escuadrillas J88 adelantaréis vuestra posición a las afueras, en dirección Santander, para neutralizar su huida. Si antes de ello sois capaces de hundir unos cuantos barcos que con toda probabilidad tratarán de escapar, lo valoraré muy especialmente.
El hombre recorría de un lado a otro los escasos veinte pasos que separaban las dos paredes del barracón donde se habían reunido. Llevaba las manos a la espalda, y de vez en cuando se detenía a señalar algo en el plano de operaciones que había colocado sobre un atril.
Oskar admiró su autoridad y su verbo.
A veces se imaginaba desempeñando el papel del general Von Richthofen, y se veía perfectamente capacitado para ejercerlo. Localizó a su geschwaderkommodore sentado dos filas más adelante. Como máximo responsable de los treinta y seis pilotos que volaban en el ala de combate J88, Hubertus Merhardt von Bernegg no se había ganado la confianza del grupo. En opinión de Oskar, no era más que un mediocre.
Una vez terminó la arenga de Richthofen, se separaron por unidades. Las tres escuadrillas de cazas se mantuvieron en el mismo barracón para recibir órdenes más específicas por parte de Von Bernegg, mientras veían salir a las otras encargadas de los bombarderos.
—Espero que mi mecánico haya podido resolver el problema que tengo con una de las ametralladoras del avión, se me encasquilla con demasiada frecuencia —comentó Oskar con el compañero de su derecha, observando el plano de la ciudad de Bilbao y la ubicación de los edificios marcados. En su avión no llevaba bombas, como era el caso de los Junkers o los Heinkel a los que escoltarían, pero con sus balas de siete con noventa y dos milímetros podía volar depósitos de combustible, ametrallar trenes, estaciones eléctricas y barcos.
Volvió a pensar en Julia y se le inflamó tanto el ánimo que golpeó la silla vacía de delante haciéndola saltar por los aires. Lo miraron todos sin entender qué le pasaba, pero no hizo ningún comentario, volvió a mirar el plano de la ciudad y fijó tres de los objetivos marcados para vaciar los cargadores a gusto. Tenía en el timón de su avión ocho marcas blancas, una por cada caza enemigo derribado, y tan solo doce horas antes había hecho pintar la última al haber aniquilado en el aire a un Polikarpov I-16, sin duda el mejor caza que tenía la aviación republicana y el que más le motivaba, dada la dificultad de su combate. «Qué extraño contrasentido —pensó—, todo un as de los aires que vuelve a casa orgulloso de su hazaña, pero incapaz de manejar a una mujer caprichosa y absurda.» La voz de su superior lo devolvió a la realidad.
—¡Señores, ruego un poco de atención! Lo que os tengo que decir me va a llevar escasos minutos, pero es importante. Después, tendréis tiempo suficiente para revisar vuestros aviones. —Colocó un esquema sobre el atril donde quedaba reflejada la organización de las tres escuadrillas de vuelo y la ubicación de los respectivos aviones en cada una. Oskar localizó el suyo—. Aterrizaremos primero en el aeródromo de Sondika y desde allí realizaremos las diferentes oleadas de ataques con una separación de media hora. Cada una de ellas la llevará a cabo una escuadrilla, y empezará la primera a cargo del capitán Harder. La segunda esta vez quiero que esté dirigida por el teniente coronel Schilichting. —Oskar lamentó no haber sido el elegido—. El equipo de Schilichting se encargará de proteger de forma especial a los compañeros del ala experimental VB/88 para que prueben los nuevos bombarderos que hemos recibido, los Heinkel H 111. Y en el caso de la tercera, como todavía no tenemos suficientes Messerschmitt, atacaréis la carretera que va hacia Sodupe, al oeste de Bilbao, para frenar la huida del enemigo.
Oskar observó la cara de Schilichting y se le revolvieron las tripas. Nunca le había gustado el tono desdeñoso con que lo trataba, tan solo tenía tres aviones abatidos y un Stuka destrozado por un mal aterrizaje. En su opinión, no estaba capacitado para ese puesto.
Von Bernegg seguía hablando.
—Es muy probable que a partir de pasado mañana tengamos que cambiar de escenario y actuemos por los alrededores de Madrid. Desde la Junta Técnica de Estado se nos pide ayuda, dado el fuerte enfrentamiento que se está produciendo en las inmediaciones de la villa de Brunete. Así que cambiaremos las verdes colinas y el mar por la seca llanura. Pero para vuestra alegría, nos esperan más de un centenar de cazas Polikarpov para medir nuestras habilidades aéreas.
Recogió sus papeles, se calzó la gorra y dio por terminada la reunión convocándolos a iniciar el despegue a las siete y media en punto.
Dos horas después, Oskar acariciaba el fuselaje de su Messerschmitt en pleno vuelo antes de cerrar la cabina de cristal, encantado con las asombrosas prestaciones de aquel avión con el que acababa de alcanzar una velocidad de cuatrocientos ochenta kilómetros por hora. Bajo sus alas vio dibujada la ría de Bilbao y el perfil de un carguero, en el que seguramente pretendían huir unos cuantos centenares de personas, que acababa de soltar amarras. Iba con bandera blanca, pero le dio igual. Recordó cómo le había insultado su mujer después de haberle pegado, gritó su nombre con todas sus fuerzas, maniobró la palanca de vuelo hacia la derecha y abajo y enfiló el avión hacia la línea de flotación de la embarcación. Apagó la radio cuando escuchó que Schilichting preguntaba qué diantres iba a hacer con aquel barco, levantó el seguro de las dos ametralladoras, apretó las mandíbulas y empujó el gatillo liberando toda su furia.
* * *
Zoe los veía pasar en coche todos los días en dirección al monasterio de San Pedro Cardeña, a escasos trescientos metros de su cebadero y a algo más de diez kilómetros de Burgos. Y aunque iban vestidos con ropa civil, no le cabía ninguna duda de que se trataba de la Gestapo.
Lo sabía porque era público entre los burgaleses que en el convento de las salesas de la calle Bravantes habían montado su oficina, junto al Estado Mayor de la Legión Cóndor, y había visto ese mismo coche aparcado en su puerta más de una vez, y a alguno de sus ocupantes salir del edificio.
Pero aquellos hombres no iban solos, los acompañaba otro segundo vehículo ocupado por tres oficiales del Ejército de Franco.
Entraban y salían del recinto anteriormente consagrado sin que nadie supiera qué uso le estaban dando. En la calle se rumoreaba que había sido transformado en un centro de intendencia, debido al frecuente tránsito de camiones que entraban y salían de él. Otros, en centro de operaciones de la inteligencia militar. Y algunos aseguraban que funcionaba como campo de reclusión de brigadistas internacionales capturados en el frente. Pero en realidad nadie sabía a ciencia cierta qué sucedía detrás de aquellos muros.
Zoe veía pasar a los dos coches a escasos veinte metros de su cebadero antes del anochecer, en un punto estrecho de la carretera. Y la inquietaban. Pero nunca se había atrevido a husmear; nunca hasta aquella tarde.
Acababa de perderlos de vista en dirección Burgos cuando se decidió.
A mitad de camino entre el cebadero y el monasterio, se levantaba una arboleda cuya espesura dificultaba la visibilidad entre ambos edificios. Cuando se adentró en ella y a punto de atravesarla, entre medias de los pinos consiguió ver algo. Las paredes del edificio principal estaban rodeadas por una verja metálica de más de cuatro metros de altura, y entre las dos quedaba un estrecho perímetro por el que vio patrullando a unos soldados. Si quería saber qué estaba pasando allí dentro, iba a tener que acercarse por lo menos hasta la valla, pero no tenía ninguna excusa que lo justificara. Como no se le ocurría nada, dudó si no sería mejor dejar aquellas averiguaciones en paz, no fueran a meterle un tiro por cotilla. Pero de pronto vio una solución. Se dio media vuelta, regresó al cebadero corriendo y se lo explicó a Evaristo.
—¡Se ha vuelto loca!
—Tú elígeme al más pequeño, haz lo que te he dicho y ve al pueblo a por un caballo.
No había pasado una hora cuando la patrulla que vigilaba el monasterio vio a un joven ternero pastando a menos de veinte metros de la verja completamente despreocupado. Le chistaron. El animal se fijó en ellos, pero al momento devolvió su atención a la hierba. Segó un puñado con la lengua y se llenó la boca con un gesto aburrido. Se preguntaron de dónde habría salido aquel bicho con tan poca pinta de silvestre. Zoe observaba la escena agazapada tras un arbusto, a unos setenta metros de los guardias, esperando que se acercara más a ellos.
A uno de los soldados se le ocurrió la feliz idea de probar puntería con una piedra, lo que espantó al bicho de la valla. Al verlo, Zoe decidió actuar. Desató las riendas del caballo, lo montó, le marcó las costillas con los tacones de sus botas y el animal respondió con un trote rápido. El soldado iba a repetir pedrada cuando vio aparecer a una mujer a caballo silbando a pleno pulmón. Desde algunas ventanas del monasterio empezaron a asomarse los primeros hombres. Zoe se dio cuenta, pero con la velocidad que llevaba no pudo distinguirlos apenas.
—¡Ese ternero es mío!
Cuando llegó a la altura del animal saltó del caballo y corrió tras él para hacerse con la cuerda que colgaba de su cuello, lo que fue vitoreado por muchos de sus misteriosos espectadores.
—Este no es sitio para hacer un rodeo, guapa. —El comentario fue reído por sus dos compañeros.
—Muy gracioso… Ya lo sé. Se me escapó.
En aquel preciso momento, desde la ventana más cercana y a espaldas de los soldados, Zoe vio a un hombre que gesticulaba para llamar su atención. Lo observó con disimulo mientras tiraba de la correa del ternero hacia ella. El tipo trataba de indicarle algo insistiendo con las manos para que no se fuera, pero ella no acertaba a saber el qué. Las rejas en las ventanas y los rostros secos y angustiados de sus ocupantes significaban una dura reclusión que le recordó a la de su padre.
—Esta es una zona de alta seguridad… Así que ya te estás yendo con el ternero y tu caballo lejos de aquí —la amonestó uno de los soldados.
Dadas las circunstancias, Zoe se despidió de los vigías y tomó camino de vuelta a buen paso. Antes de adentrarse en la arboleda se volvió dos veces, intrigada por aquel hombre, y en la segunda ocasión vio volar un pequeño objeto lanzado desde su ventana en el momento en que la patrulla doblaba la esquina del edificio. El objeto cayó a unos veinte metros de ella.
El hombre que lo había tirado la animaba a buscarlo, pero eso iba a obligar a Zoe a deshacer su camino, lo que no entenderían los vigías. Aun así, lo hizo, descabalgó del caballo, recogió una piedra envuelta en un papel manuscrito, se la metió en un bolsillo, y al ser vista por los soldados los saludó como si nada.
Cuando al llegar al cebadero lo leyó, se encontró con solo ocho palabras escritas a sangre: «Avise prensa extranjera: nos están matando a todos».