Capítulo III

Calle de Cabestreros, 3

Burgos

15 de junio de 1937

III

Zoe cerró de golpe la puerta de su piso y tomó calle arriba para llegar a las nueve a las oficinas de la Junta Técnica de Estado ubicadas en la Casa del Cordón, una verdadera joya del gótico civil de Burgos. Tenía el tiempo medido. Una vez terminase con aquellas gestiones, tenía que pasar por el cebadero, y todavía, antes de comer, había quedado con Julia para tomar el aperitivo. En su cabeza flotaba la cena en su casa y la desesperada petición de aquel hombre.

Después de comprobar por tercera vez que llevaba todo en el bolso, caminó a buen paso al ritmo que las campanas de la catedral tocaban los tres cuartos. No había dormido bien, en sueños le había parecido oír que Campeón gemía en su puerta y medio dormida corrió a abrirla. Completamente desvelada, pasó el resto de la noche llorando y dando vueltas en la cama. Lloraba por su perro, por su padre, por haber matado a un hombre, por estar viviendo una vida que no era su vida, sin su trabajo, sin sus libros… Porque no soportaba ver cómo los nazis caminaban con toda naturalidad por esas avenidas, plazas y jardines, o comían a su lado en un restaurante.

La vida diaria en aquella ciudad, denominada por algunos como la Capital de la Cruzada, era muy diferente a la de Madrid en guerra. Se respiraba paz, pero había más uniformes en sus calles que dentro de un cuartel. Porque además de reunir a la Capitanía General de la VI Región y a la XI Brigada de Infantería, atraía todo el movimiento militar propio de su capitalidad para el bando franquista, así como a toda la tropa alemana: pilotos, soldados de intendencia, media Gestapo y una numerosa representación de las SS.

Su llegada a la ciudad había supuesto una difícil tarea de adaptación. Le tocaba asumir el tipo de sociedad que se estaba creando, a la sombra de una ideología que lo abarcaba todo. El cambio de estilo en el vestir o la obligación de las mujeres de dejarse ver en misa a diario eran solo unas pinceladas más en el dibujo de una nueva España que, si nadie lo evitaba, terminaría ganando la guerra y gobernando el país.

Y como mujer le preocupaba.

Se preguntaba si volvería a ser necesario el permiso paterno, o del marido, para tramitar cualquier asunto civil, si la mujer perdería sus avances con relación al hombre, o incluso si le prohibirían ejercer como veterinaria.

Se cruzó con un grupo de clérigos que iban rezando el rosario y poco después con unos milicianos falangistas a los que llamaban popularmente mamas secas porque se ocupaban de tareas burocráticas en lugar de poner en riesgo sus pechos en el frente.

Llegó a la plaza del Mercado Mayor donde estaba la Casa del Cordón, entró decidida y buscó la oficina de la Comisión de Agricultura.

—Señorita Urgazi, puede pasar al despacho número uno.

El joven que acababa de atenderla localizó un sello entre los muchos papeles que tenía la mesa y empezó a estamparlo con gesto aburrido.

Zoe caminó por un pasillo hasta llegar a la estancia indicada.

—¡Puede pasar! —la fuerte voz del secretario del comisionado taladró la puerta de su despacho.

Zoe entró con los papeles preparados, lo saludó con cortesía y los dejó encima de la mesa. El hombre revisó su contenido con escrupulosa atención.

—Me indica que han entrado veinte nuevos terneros en el cebadero, y en la tarjeta de transporte aparecen veintiuno. —Se retiró las gafas y observó a su visitante sin entender qué pasaba allí, como tampoco qué locura les había entrado a las mujeres para asumir trabajos claramente masculinos.

—Se murió uno al desembarcarlo del camión. Un extraño caso de muerte súbita, ya sabe.

—Ya… Y ¿qué ha hecho con el cadáver? —La pregunta llevaba doble intención.

—Lo enterramos en cal viva, como aconseja la reglamentación sanitaria vigente. —Zoe sabía que en muchas ocasiones los animales que morían fuera del matadero eran revendidos en el mercado negro.

El personaje devolvió su atención al documento y lo firmó.

—Mandaré de todos modos a un inspector para comprobarlo. Ya se puede ir.

Zoe respiró tranquila al haber superado aquel primer trámite y buscó a su siguiente hombre una planta más arriba. Cuando entró en la sala de espera, contigua al despacho del poderosísimo secretario de Guerra, don Germán Gil y Yuste, lo primero que miró fue el historiado reloj de bronce que presidía la repisa de la chimenea. Había quedado a las diez y faltaban doce minutos. Decidió no sentarse y curiosear entre las pobladas estanterías que ocupaban las tres cuartas partes de la habitación.

Aquella cita le inquietaba mucho más que la anterior, que había sido puramente burocrática. En esta se jugaba algo más serio: saber si Andrés estaba vivo y cuál era su paradero. Retorció ligeramente su espalda para contrarrestar la tensión nerviosa que la atenazaba, y miró con ansiedad la puerta detrás de la cual se suponía que se encontraba aquel poderoso hombre.

Había recibido una carta de su padre, gracias a las gestiones hechas por Julia, a través de un funcionario de la nueva Embajada alemana en Salamanca que había ido a verlo. En ella le hablaba de una falsa mejoría, le contaba algunas cosas sobre su día a día y le preguntaba una vez más por Andrés. Pero por boca del contacto diplomático, su amiga había sabido que estaba mucho peor. Con el dolor de aquella noticia, solo esperaba que un día le dieran permiso para ir a verlo, o que los contactos de Oskar fueran lo suficientemente buenos como para que pudiera abandonar la prisión y vivir con ella.

—Señorita, el ilustrísimo secretario de Guerra ya puede recibirla.

Zoe se levantó decidida, se abotonó su ceñida chaqueta de franela azul, tomó aire y entró en un luminoso despacho donde la esperaba de pie un militar de imponente facha, rubio, de cuidado bigotito y sonrisa cordial.

—Siéntese, por favor, señorita Urgazi.

—Muchas gracias —respondió ella con una voz algo quebrada.

El hombre advirtió sus nervios y quiso tranquilizarla enseguida, anunciando que tenía buenas noticias.

A Zoe le cambió la cara. Terminó de tomar asiento, cruzó las piernas y empezó a jugar con un rizo de su pelo.

—No sabe cómo agradezco el tiempo que está invirtiendo en mi caso, un tiempo que estoy segura de que no le sobra.

—No se preocupe. ¿Cómo no voy a ayudar a una buena amiga de los Welczeck? Conozco al conde desde hace muchos años. Aunque, desde que dejó la embajada en España y lo destinaron a la de París, no he sabido de él salvo lo que me contó su encantadora hija cuando vino a interceder por usted. Pero bueno, dejémonos de formalismos y vayamos al grano. —Se colocó unas diminutas gafas redondas y recogió un papel de su mesa, pero no lo leyó de inmediato—. Antes de que le explique, he de reconocer la excelente pista que me facilitó al darme la última dirección de su hermano en Tánger. —Miró en el papel—. Andrés Urgazi Latour, teniente de la IV Bandera de la Legión, destinado en el cuartel general del Tercio en Dar Riffien hasta junio del treinta y cinco, y desde esa fecha a julio del treinta y seis en un servicio especial dependiente del Ministerio de Guerra, entre Tetuán y Tánger. De julio a noviembre del mismo año recibió entrenamiento en el campamento Dar el Nurk, al sur del protectorado. Y desde noviembre hasta hoy está colaborando con nosotros en un trabajo de enorme importancia que no le puedo detallar.

Zoe, que no podía soportar más esperas, le imploró que la sacara cuanto antes de dudas.

—Comprendo su necesidad de noticias, pero como le digo solo le puedo confirmar que se encuentra bien. Ha de estar muy orgullosa porque su hermano es un gran patriota, que a lo largo de su carrera profesional no ha hecho otra cosa que darlo todo por España.

—¿Pero qué le impide decirme dónde está? —Apoyó su pregunta abriendo las manos en un gesto suplicante.

—Está en Francia, pero poco más le puedo contar —resolvió, poniendo todo su empeño en evitar ser más explícito.

—En Francia no hay guerra y él es militar. No lo comprendo.

El general insistió en su obligación de ser discreto.

—Créame, por su seguridad es mejor que no sepa nada más. Como le digo, quédese tranquila porque está trabajando para el bien de su país.

A Zoe solo le cabía una explicación: su hermano estaba implicado en tareas de espionaje.

Cuando unos minutos después bajaba las escaleras del edificio para buscar la salida, iba repasando aquella conversación. Le había tranquilizado saber que Andrés se encontraba lejos del frente, aun a pesar de intuir los riesgos que podían entrañar sus nuevas actividades. Pero lo que no llegaba a entender era qué razones podía tener para estar jugándose el cuello en el bando franquista.

Las tareas de Zoe dentro del cebadero —dos naves desangeladas y apestosas donde los pobres animales eran hacinados para ser engordados hasta el sacrificio— consistían en supervisar la recepción de los animales cuando venían del campo, desparasitarlos y en general controlar su estado de salud. Pero además tenía que registrar todos los datos productivos de la estabulación, poniendo especial cuidado en conocer la velocidad de crecimiento, rebajar al mínimo el porcentaje de mortalidad y ser lo más eficaz posible en conseguir una óptima transformación de alimento en kilogramos de peso vivo. Un trabajo ingrato en un lugar deprimente.

Aquella mañana y después de sus dos entrevistas, andaba calculando las necesidades que iban a tener de grano y forraje para completar el mes, como también la mezcla ideal de ingredientes con la que optimizar el rendimiento de los terneros. Lo hacía en una improvisada oficina, al aire libre y en el extremo de una de las naves. Se encontraba al abrigo de una pajera y con un insistente coro de bramidos a su alrededor. A su lado tenía al responsable del cebadero, un joven con el que había congeniado desde el primer día. Su ayudante, un personaje tan enclenque que nadie entendía de dónde sacaba la fuerza para tumbar a aquellos animales de más de cuatrocientos kilos, la miraba de reojo, preocupado por las toses en los recién llegados.

—Señorita.

Zoe dejó de escribir y esperó a que hablara.

—Dime, Evaristo.

—Se trata de los nuevos. Tienen muchos mocos.

—De acuerdo, en cuanto termine con esto les echo un vistazo. ¿Habrás anotado bien todos los pesos, verdad? —El chico y tres obreros más acababan de hacer pasar a cien terneros por una báscula antes de mandarlos al matadero.

—Sí, señorita. Se lo he dejado apuntado en el cuaderno.

Lo que llamaba cuaderno en realidad era un puñado de papeles de variopintos tamaños unidos por una esquina con una pinza de la ropa, casi siempre manchados y con restos de mejor no preguntar qué, en donde se registraba a diario cualquier incidencia de la explotación. Papel que Zoe recogía para pasarlo a limpio en un libro mayor, que al finalizar cada mes iba a tener que revisar con un oficial alemán. Los terneros no es que tuvieran mocos, es que de sus ollares surgían auténticas cascadas. Zoe entró con unas botas de caucho al interior del último departamento en que estaba dividida la nave y paseó entre ellos. Los animales, poco acostumbrados a su presencia, se apartaban temerosos. Pero no le hizo falta verlos muy de cerca. Estaba claro lo que tenían y el tratamiento también.

—Evaristo, prepara un cóctel con dos partes de alcanfor por una de creosota, y le añades una de sulfaguacayolato de potasa. Dáselo durante dos días.

El aperitivo con Julia fue más breve de lo deseado. Apareció tarde, con gesto preocupado y ojos de haber estado llorando. A Zoe no le sorprendió el aspecto de su amiga. La noticia de la boda sorpresa le había caído como una losa nada más llegar a Burgos. Había algo claramente ominoso en aquel hombre. Pidieron soda y unas patatas. Cuando les trajeron la consumición Zoe decidió ir al grano.

—¿Qué ha pasado? ¿Habéis vuelto a discutir?

—Zoe, creo que no sé quién es Oskar. Cada día compruebo que me oculta más cosas. Al día siguiente de la cena le saqué el tema de su amistad con Göring, pero me lo negó con un convencimiento que no te puedes hacer idea. ¿Tengo que creerle? ¿Por qué se iba a inventar una cosa así aquel hombre? Me siento engañada. Ayer también me negó su participación en el bombardeo de la ciudad de Guernica después de haberle dado mi opinión sobre aquella barbarie. Pero esta mañana, cuando me he cruzado con uno de su escuadrilla, menos precavido que mi marido, no ha hecho más que elogiar la actuación de Oskar en aquella operación explicándome todo tipo de detalles. —Se mordisqueó el labio sin poder evitar que le temblaran las manos.

Zoe se vio tentada a hablar, a revelarle uno a uno los motivos de sus objeciones contra Oskar, la coacción que ejercía sobre ella a causa de su padre, y hasta se vio decidida a sumar a lo anterior las ganas de escapar de Burgos, de toda aquella farsa de paz teñida con la sangre de otros. Pero en ese momento le pareció inconveniente y ventajista.

—¿Por qué no te vas una temporada con tus padres? A lo mejor lo que necesitas es tomar distancia para poder ver con claridad. No hay nada irremediable, Julia. Es tu vida. Tuya, ¿entiendes? Si descubres que te has precipitado con la boda, no temas dar un paso atrás. Yo voy a estar aquí para apoyarte.

—Quizá tengas razón… Pero ha surgido una complicación: estoy embarazada.

Zoe le cogió las manos sin saber qué decir. En cualquier otro momento la hubiera felicitado, se hubieran abrazado y reído de pura alegría, pero después de lo que acababan de hablar, no sabía cómo explicarse.

—¿Cómo ha reaccionado él?

—No lo sabe… No me apetece decírselo, Zoe. ¿Hago bien?

—Acabará notándotelo… ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé.