Puerto de Bayona
Francia
10 de junio de 1937
II |
Durante los seis meses que estuvo embarcado en aquel pesquero, Andrés Urgazi superó todas las expectativas que el SIFNE había puesto en él, pero terminó harto de tanto mar, de que todo a su alrededor oliera a pescado y del viento de poniente.
Como la cocina del Domayo estaba pegada al pequeño habitáculo donde se encontraba la radio, había recopilado numerosos informes. Entre todos ellos, el que detallaba unas curiosas negociaciones entre el Gobierno vasco y el Foreign Office inglés había sido el de mayor calado político, en opinión de su jefe Bertrán i Musitu.
La información que había escuchado mientras pelaba dos kilos de patatas, como solía hacer una de tantas noches de faena en alta mar, tenía que ver con los contactos de un emisario del lendakari Aguirre con algún representante del Gobierno británico entre Biarritz y Bayona para valorar un insólito acuerdo entre ambas instituciones; una proposición tachada de increíble cuando llegó a oídos de Bertrán. En ella se invitaba al Gobierno de Downing Street a establecer en Las Vascongadas un protectorado bajo su bandera. Para inmediatamente después, y desde la Lehendakaritza, proclamar su no alineación con la contienda española, frenando así el avance de las tropas de Franco por Vizcaya. Acabada la guerra, el cierre del plan consistiría en declarar la independencia de lo que en sus propias palabras llamaban el País Vasco.
Cuando Andrés le explicó la estrategia a Bertrán i Musitu, este reconoció que la idea estaba bien pensada teniendo en cuenta los importantes intereses en acerías e industria naviera que los ingleses poseían a lo largo de la ría del Nervión, pero que no era nueva; respondía a un viejo propósito del fundador del Partido Nacionalista Vasco, Sabino Arana.
Al mismo tiempo que Andrés cumplía aquella misión a bordo, había intentado, haciendo uso de las más variopintas estrategias, contactar con algún agente del bando republicano para darse a conocer en su actual destino y poder confesar su verdadera filiación ideológica. Pero ninguna de ellas había dado resultado. Las excesivas jornadas que le habían tenido embarcado, junto con los mínimos momentos de libertad que le ofrecía su trabajo en tierra, con la constante compañía de algún marinero del Domayo, habían evitado que pudiera moverse en ese sentido.
Por esas razones, y visto además que la información que emitía el pesquero para conocimiento del Gobierno vasco era cada vez menos sustanciosa, convenció a los del SIFNE para que le dieran un nuevo destino.
Era lunes, diez de junio, y el plomizo cielo que cubría Biarritz desde bien entrada la mañana acababa de dejarse atravesar por unos momentáneos y reconfortantes rayos de sol. Andrés los recibió con gusto sentado en la terraza del hotel del Palais y a la espera de su jefe de comando Manuel Doncel, quien le iba a explicar su nuevo cometido.
Se pidió un Martini, devolvió una sonrisa de galán en horas bajas a una mujer que llevaba no menos de diez minutos sin quitarle el ojo de encima, y se dejó llevar por la reconfortante paz que se respiraba en aquel lugar. Calculó el tiempo que había pasado sin tener noticias de Zoe o de su padre, y para su espanto sumó algo más de diez meses; una enormidad.
En Francia solo se sabía lo que la prensa interesada quería contar de Madrid.
Pero hasta con aquella visión, seguramente un tanto deformada, Andrés supuso que la situación para Zoe no debía de estar siendo nada fácil. Se la imaginó trabajando con los perros en el frente, y sintió una vez más un gran temor por ella. Las comunicaciones entre la zona nacional y la zona republicana se habían cortado, y desde el día del alzamiento no había vuelto a contactar con ella. Lo había intentado en varias ocasiones jugándose el tipo; unas escapando sin avisar del barco, y otras convenciendo a uno de los marineros para que lo ayudara a través de una tercera persona que traficaba con todo lo que se terciase: ya fuera tabaco, medias, chorizos, o ese tipo de cartas que circulaban por caminos alternativos al oficial. Pero en todos los casos le habían devuelto los correos.
—¿André Latour? —le preguntó un camarero.
—Sí, soy yo… —Andrés se mostró extrañado.
—Un caballero me dio esta nota para usted con la indicación de que se la hiciera llegar exactamente a las doce.
Andrés gratificó el servicio con una moneda de un franco, y desplegó aquel papel lleno de curiosidad. Cuando lo leyó, pagó de inmediato su consumición y se dirigió a buen paso hacia la salida del hotel para buscar, entre los carruajes aparcados, un enganche con un caballo bretón de color castaño y mancha blanca en el pecho. Por suerte solo había uno de esas características. Se subió, saludó a su conductor y le pidió en un perfecto francés que lo llevara hasta el faro. Avanzaron por la avenida de la Emperatriz. No habían recorrido ni doscientos metros cuando el hombre se volvió para hablar, quitándose antes el sombrero. Andrés reconoció de inmediato a su jefe directo en el SIFNE.
—Pero bueno…, esto sí que no me lo esperaba. ¿Tan mala es la paga de un jefe de comandos? —bromeó al ver de tal guisa a Manuel Doncel, con quien había quedado.
—Déjate de leches y escucha con atención, que tenemos a media docena de agentes de todas las nacionalidades detrás de cada movimiento que hacemos. —Le pasó una nota y un mechero para que la quemara en cuanto hubiera memorizado su contenido. Andrés leyó tres direcciones cercanas a Biarritz—. En el faro te unirás a Pedro Santiaguez para que ejecutéis juntos el plan. Y ahora quema el papel. —Andrés prendió el escrito y su jefe siguió explicándose—. Sabemos que en cada una de esas tres casas hay una emisora de radio. Las tendréis que volar y de paso neutralizar a los agentes enemigos que estén a su cargo. ¿Comprendido?
—¿Y los explosivos? —Andrés pensó con rapidez e identificó en un mapa mental las tres localidades señaladas: Anglet, Bidart y Arbonne.
—Los lleva Pedro en su coche. Te dejaré a los pies del faro y desde allí saldréis sin perder un solo segundo. Estaremos pendientes de que nadie os siga y de limpiar cualquier rastro que vayáis dejando, para que os concentréis en el objetivo. Queremos inutilizar esa red de transmisiones que tanto daño nos está haciendo, y buscamos un efecto sorpresa, y eso lo conseguiremos si la acción es fulminante y en varios lugares a la vez.
—Cuando antes has dicho neutralizar, ¿eso significa lo que significa?
—Lo has captado, muchacho. No creo que haga falta ponerle más palabras.
Andrés sintió una gran congoja. Una cosa era recoger información de unos u otros, filtrarla según conveniencia, o incluso hacer saltar por los aires una antena de comunicaciones, pero le estaban pidiendo matar. Y no sabía si iba a poder evitarlo.
Pedro Santiaguez conducía como un auténtico animal. El Citroën no hacía más que dar tumbos mientras recorría los escasos kilómetros que le faltaban para llegar a la primera población de la lista, Bidart, al lado de la costa. Iban tan rápido que en una de las últimas curvas, antes de enfilar la avenida principal del pueblo, habían estado a punto de volcar.
—Como no rebajes la velocidad, nos vamos a pasar el pueblo —le recriminó Andrés, quien estudió en un plano la ubicación de la calle a la que iban.
—Tú señala bien cómo llegar a la casa y déjame hacer.
Andrés lo dirigió sin cometer ningún error hasta la puerta de un edificio de dos alturas, un pequeño chalé de fachada descuidada y construcción barata.
Recogieron del maletero una bolsa con los explosivos, comprobaron que sus pistolas estaban cargadas y se dirigieron decididos hacia el zaguán. Andrés rezaba por no encontrarse con nadie. Y así fue. Colocaron una carga en la base de la antena y otra en el equipo que hallaron oculto dentro del horno de la cocina, tiraron mecha suficiente, la prendieron y salieron a toda velocidad del lugar. El coche no había salido del pueblo cuando escucharon las dos detonaciones, y al volverse, Andrés identificó una columna de humo que ascendía desde la primera vivienda objetivo.
Repitieron procedimiento en Arbonne, pero en este caso no lo tuvieron tan fácil. El domicilio donde se encontraba la emisora era un ático dentro de un edificio de vecinos. Cuando Pedro reventó de una patada la puerta de la casa, algunos salieron a ver qué pasaba. Mientras Andrés los encañonaba para obligarlos a entrar de inmediato a sus casas, escuchó una refriega de tiros en el interior de la que iban a asaltar. Entró pistola en mano y vio a un hombre despatarrado sobre un sofá, agujereado a balazos y desangrándose, pero Pedro también había sido herido en una pierna.
—¡Será cabronazo! —Miró el agujero que la bala había hecho en su pierna y se fabricó un torniquete en solo unos segundos, restando gravedad a la herida—. Busca tú la emisora y la antena y vuélalas con ese hijoputa dentro.
Andrés, apremiado por el revuelo que se estaba levantando en las demás viviendas, y ante el riesgo de que se presentara en cualquier momento la gendarmería, buscó a toda prisa los equipos. Por suerte, en menos de cinco minutos tenía los explosivos colocados y la palanca del detonador a punto. Dejó en el coche a Pedro con la pierna empapada en sangre y volvió a la casa para detonar la trilita. Cuando estaba cerrando la puerta del Citroën para cambiar de destino, todas las ventanas del edificio saltaron por los aires. Lo puso en marcha, se aferró al volante e hizo rechinar sus neumáticos.
Antes de tomar dirección a Anglet, decidieron llamar por radio a los suyos para que recogieran a Pedro de camino, con idea de que Andrés terminara la misión solo.
Anglet era una pequeña población situada entre Biarritz y Bayona, y a menos de media hora en coche del punto donde había sido recogido su compañero herido. Aparcó el vehículo en las inmediaciones de la estafeta local de Correos y frente a una especie de caserío. El edificio contaba con unas hermosas cuadras, y a espaldas de ellas un molino de viento en el que se identificaba una diminuta antena que emergía desde su extremo.
Aquella era la primera vez desde que estaba en Francia que se había quedado solo. Por eso, y como podía ser su única oportunidad para contactar con los suyos, decidió pensar qué argumentos y pruebas emplearía para ser lo más convincente posible y no terminar con un disparo en la sien.
Al haber tenido como única referencia en el bando leal al Gobierno al coronel Molina, nadie podía ratificar su posición. Ni siquiera en Madrid, donde su contacto había sido un buzón en una casa vecina al ministerio y un agente al que jamás había visto y que nunca le había dado su nombre. Con aquellos antecedentes, la posibilidad de que lo creyeran era remota. Pero no le quedaba otra. Tenía que arriesgarse.
En vez de entrar en la casa patada por delante, esta vez llamó al timbre.
Salió a abrir un hombre completamente calvo, de aspecto descomunal y cejas pobladísimas.
—Disculpe que le moleste a estas horas, pero imagino que, aunque sea tarde, preferirá saber que vengo con intención de volar la antena que tiene colocada en el molino trasero de su casa y junto a ella el aparato con el que emite.
Andrés había decidido finalmente plantearlo de la forma más directa posible. Mensaje y modo que sorprendieron tanto a aquel hombre que tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, asomó de su chaqueta una pistola con la que lo obligó a entrar a la casa.
—¿Pero qué está diciendo? ¿Quién es usted?
—Me llamo Andrés Urgazi y soy de los suyos.
El hombre, sin entender nada, le quitó la bolsa de las manos, la abrió y, al ver los explosivos, se alarmó de verdad. Lo encañonó entre las cejas.
—O me cuenta despacito y con claridad de qué va toda esta historia o le levanto la tapa de los sesos aquí mismo.
Andrés entendió lo delicado de su situación y optó por seguir en sus trece.
—Esta tarde hemos volado una de sus emisoras en Bidart y otra en Arbonne; lo puede confirmar. Se lo digo porque yo mismo he puesto la carga explosiva y no sabe cómo lamento que uno de sus compañeros muriera durante la acción, en concreto el de Arbonne. —Aquella última revelación estuvo a punto de provocar en el espía un estallido de ira, pero se contuvo. Estaba perplejo. Jamás había asistido a algo semejante… Lo siguió encañonando—. Sería absurdo que le estuviera contando todo esto, jugándome la vida, si no fuera verdad. Como le digo, trabajo para la SIFNE desde hace algo más de seis meses, aunque venía de actuar como agente doble en el protectorado español. Y lo que ahora quiero hacerles entender es que desde hoy me pongo a su entera disposición y a la espera de lo que mi gobierno me pida.
El hombre cogió el teléfono sin perderlo de vista y llamó a alguien. Andrés solo lo escuchó decir «Vaya», «Ajá…, ya veo» o «Perfecto entonces». Pero cuando colgó su gesto se había relajado. Le indicó dónde sentarse y confirmó la veracidad de sus informaciones.
—Como ve, no le he mentido.
Su interlocutor dejó de apuntarle con la pistola y se presentó.
—Me llamo Anastasio, Anastasio Blanco. De momento seré su única referencia hasta que confirmemos en Madrid quién es usted. Solo después decidiremos cómo hacer. Para vernos la próxima vez, lo esperaré en el café Anglet a eso de las ocho de la tarde de este próximo viernes. Si no pudiera acudir, a mí me fuera imposible, o sucediera algo, la cita pasaría a la semana siguiente, y así hasta que coincidiéramos.
—Muchas gracias, Anastasio. Y ahora, perdóneme, pero para no levantar sospechas tengo que volar su casa.