Capítulo I

Sierra de Ordunte

Encartaciones. Vizcaya

4 de junio de 1937

I

Desde Balmaseda al alto de la sierra de Ordunte el coche cruzó el río Kadagua para ascender por una endiablada carretera que no podía estar en peor estado. Al volante iba Oskar Stulz y a su lado el veterinario Luther Krugg, en busca de unos pastores con los que habían quedado en una vieja ermita, en la cumbre del monte Kolitxa.

Una vez se reunieran con ellos, y con la ayuda de un traductor que viajaba en otro coche, iban a recorrer seis aldeas de la comarca para que Luther valorara la calidad de los alanos que Oskar había conseguido localizar.

En el asiento trasero viajaban también dos agentes de las SS en permanente custodia de Luther.

Oskar lo había recogido a primera hora de la mañana en el aeródromo de Gamonal y, si se les daba bien la ruta programada, a última hora de la noche lo devolvería al mismo punto para que regresara a Alemania.

El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia cuando tomaron la última curva desde la que se divisaba un edificio de corte románico con un techado de teja encarnada.

—Siento lo de tu mujer. —Oskar había conocido la noticia a través de Von Sievers.

Luther evitó remover sus recuerdos.

—Te lo agradezco, pero prefiero no hablar de ello.

—Discúlpame, lo comprendo perfectamente. —Oskar decidió cambiar de tema—. Mi idea es que hoy elijas los perros que más te gusten, negociemos su precio y, una vez completemos la cantidad que necesitas, lo dejemos todo preparado para que en un mes o mes y medio vuelvas a recogerlos. Pasarán cuarentena antes de llevártelos, tal y como pediste en tu último correo.

—Así ha de ser —aprobó Luther—. En Grünheide viven muchísimos perros y no puedo arriesgarme.

Gorka y Martiko les dieron un recibimiento bastante frío. De los dos, Gorka era quien menos interés tenía, pero había recibido días atrás la presión de un personaje de la Falange que acababa de ser nombrado supervisor general de la comunidad de municipios de las Encartaciones; una presión que podía significar, según su amenaza, tener que pasar una larga temporada entre rejas si no atendía convenientemente lo que aquellos hombres le pidieran.

Quizá por pura rebeldía, se dirigió a ellos en euskera para explicarles lo que iban a hacer desde ese momento.

El traductor, un vasco contratado por el consulado alemán en Bilbao en previsión de que algunos de los pastores a los que iban a conocer no supieran castellano, se lo tradujo.

—Dice que a la vuelta de la ermita han dejado cinco caballos para que podamos llegar a los diferentes lugares donde están los perros. Parece ser que los tienen en refugios para el ganado y son zonas de difícil acceso.

Los vigilantes de Luther protestaron ante la imposibilidad de cumplir las órdenes recibidas en cuanto a no perderlo de vista, pero Oskar los eximió de sus funciones, y determinó que se quedaran allí guardando los coches hasta su vuelta, responsabilizándose personalmente de la custodia del veterinario. Aceptaron a regañadientes, pero se quedaron preocupados por lo que pudiera pasar, porque a solo diez días de la muerte de su mujer, Luther ya había tratado de escapar en coche de Alemania, llevándose por delante la barrera de dos controles de la Gestapo. El fortuito paso de un rebaño de vacas por la carretera y una descarga de ametralladora que reventó dos de sus cuatro neumáticos lo habían frenado a menos de trescientos metros de la frontera con Polonia.

—Ándese con cuidado con él y no lo pierda de vista ni un solo segundo —le advirtieron a Oskar antes de dejarle una de sus pistolas.

Luther los miró hastiado. Después de la muerte de Katherine, aquel viaje a España ya no le interesaba, como tampoco el proyecto bullenbeisser, y en general nada que tuviera que ver con aquellos nazis a los que responsabilizaba de su suicidio. Stauffer, que había conseguido finalmente averiguar dónde había sido retenida su mujer, le habló del uso de los castillos de la orden, ordensburgen, como ejes de un esquema de mejora de la raza. En ellos, sus cadetes, hijos de los más fieles súbditos de las SS, además de estudiar y prepararse físicamente con gran exigencia, eran seleccionados para fertilizar a jóvenes de ortodoxa fisonomía aria, para alimentar después una serie de hogares donde se criarían los futuros mandos del Reich. Unos individuos inmaculados genéticamente y educados en la más pura filosofía nacionalsocialista. El espanto que le produjo aquel planteamiento se quedó corto al saber que Katherine había estado viviendo en uno de aquellos hogares, en Eifel, muy cerca del ordensburg Vogelsang, el mayor entre todos los castillos que se habían levantado para tan oscuro fin. Desde ese momento, todas las preguntas que se había hecho tanto sobre la pérdida de conciencia de Katherine como sobre su embarazo habían quedado contestadas. Y desde entonces, la necesidad de escapar de todo aquello había pasado a convertirse en su único objetivo. No tenía vuelta atrás; solo era cuestión de establecer dónde y cómo.

Cuando Luther y Oskar cabalgaron ladera abajo, se admiraron del maravilloso panorama que aquel paisaje ofrecía: una suma de verdes colinas, frescos e interminables prados y boscosos hayedos cargados de vida.

Luther vio al primer perro bajo un roble, tumbado y sesteando, cerca de la choza donde al parecer se guardaba a una veintena de ovejas. Pertenecía a los dos hermanos que los acompañaban.

El animal respondió a la llamada de sus amos levantándose con pereza. Se estiró arqueando la espalda, bostezó, se sacudió y finalmente se acercó con prevención a los recién llegados.

Luther descabalgó para encontrarse con él.

Gorka, que no quiso advertirlo de su agresividad, se quedó detrás. La mirada del can se encogió al ver al extraño que iba a su encuentro.

—Es precioso —comentó el veterinario, mientras observaba las potentes fauces de un macho de capa canela y ojos color avellana, ensombrecidos por un contorno de pelo oscuro, impresionado por su excepcional constitución física.

El perro gruñó cuando lo tuvo más cerca, pero no reaccionó como esperaba su amo al percibir en el recién llegado una actitud natural y pacífica. Luther acarició su cabeza y él batió la cola demostrando su aceptación.

—¿Qué edad tiene?

El traductor trasladó la pregunta a los pastores y al momento devolvió su contestación.

—Dicen que ha cumplido cuatro años, pero que no se fije mucho en él porque ese no está a la venta.

—¿Y dónde está el resto?

Martiko caminó hacia la choza y desatrancó un portón. En un segundo se asomaron tres cabezas de alanos, los tres con capa atigrada y de corta edad.

—Dicen que con estos sí pueden negociar, y que son hembras. Los machos tendrá que buscarlos en otro sitio.

Luther admiró la presencia de aquellas tres cachorras, y preguntó algunos detalles sobre su carácter y sobre todo qué criterios tenían en cuenta para seleccionar a los mejores en el derribo de sus vacas.

Martiko resolvió sus dudas explicando que, a pesar de la mirada desafiante, eran perros nobles y muy obedientes, capaces de abandonar a su presa a una sola orden.

—Para elegir los más aptos dejamos que sea la madre la que lo haga a los pocos días de haber parido —siguió explicándose a pesar de la feroz mirada de su hermano Gorka, que desaprobaba su colaboración—. Cuando está amamantándolos, hacemos un fuego cerca con un poco de paja y vemos el orden en que los va salvando. Siempre empieza por los mejores.

Luther no había escuchado nada parecido, pero lo interpretó como un buen ejemplo de la sabiduría que demostraba la gente de campo. Martiko pasó a explicar qué otro aspecto observaban para su selección: se fijaban en aquellos cachorros que demostraban una mayor autoridad dentro de la camada. Y ya de adultos, terminaban de decidirse por los que actuaban con mayor instinto y sin apenas necesidad de ser enseñados.

Luther hizo una foto a las tres hembras y propuso continuar ruta para conocer a los siguientes ganaderos.

Tuvieron cuatro ocasiones más para ir viendo al resto de ejemplares que Oskar había localizado, y en ellas Luther eligió cinco hembras adultas y dos machos jóvenes, que encontró perfectos desde el punto de vista morfológico. Con esos diez perros tenía cubiertas sus necesidades para cerrar el proceso de selección y poder dar por finalizada su labor en aquel maldito proyecto.

En el camino de regreso se cruzaron con una espesísima niebla que no los abandonó hasta llegar a la ciudad. Oskar condujo su coche hasta el aeródromo, pero el piloto fue tajante: no despegarían a menos que la niebla desapareciese.

Pasadas las ocho, cuando ya no parecía existir posibilidad alguna de que la visibilidad mejorara, Oskar llamó a su mujer para decirle que contase con una persona más a cenar y a dormir.

Mientras ellos se dirigían hacia la casa de los Stulz, Julia Welczeck habló con Zoe.

—¿Tienes alguna cita esta noche?

—Con este tiempo no pensaba moverme. —En días así a Zoe le resultaba especialmente doloroso no sentir a Campeón acurrucado a sus pies, imaginarlo aterido, desorientado, o muerto…

—Pues arréglate un poco que tienes cena en mi casa. Oskar va a traer a un invitado alemán con el que ha estado todo el día de viaje.

Zoe protestó al imaginar la típica cena de compromiso, pero Julia se negó a aceptar excusa alguna.

—Por favor, hazlo por mí. Además por lo visto es veterinario, podréis hablar de mil cosas. No puedes estar todo el día de casa al cebadero y del cebadero a casa.

Oskar le había conseguido aquel trabajo en una explotación cercana a Burgos donde se engordaba a los terneros para dar de comer a la Legión Cóndor. Un trabajo deprimente en un lugar deprimente. Zoe se tragó sus problemas de conciencia cuando el piloto alemán le prometió que si aceptaba el puesto mediaría por su padre. Una coacción en toda regla, que además había tenido que ocultar a Julia por expresa voluntad de su marido.

No es que la vida social le interesara demasiado, y menos la que le podía ofrecer un invitado alemán al que suponía nazi. Pero Julia tenía razón, después de haberse pasado el día entero entre terneros, oliendo a estiércol y con tan pocas emociones en su haber, hasta le apetecía cambiar de aires y pasar una velada diferente.

Llegó a la casa después de que lo hubieran hecho Oskar y Luther. Nada más bajarse del taxi se topó con dos escoltas alemanes que hacían guardia en el zaguán y dedujo que el invitado debía de ser un pez gordo del Partido Nazi. Estuvo a punto de darse la vuelta, pero pensó en su amiga, respiró hondo y pasó junto a ellos sin siquiera mirarlos.

Julia salió a recibirla y la acompañó hasta el salón. Los hombres se levantaron al verlas entrar y Oskar hizo los honores.

—Luther, esta es Zoe Urgazi, amiga íntima de Julia.

Se miraron incrédulos durante unos minutos, sin decirse nada, para extrañeza de sus anfitriones. Luther mostraba barba de una semana, profundas ojeras y una mirada melancólica; una imagen muy diferente al hombre que Zoe había conocido en Fortunate Fields.

—Ya nos conocemos —se arrancó ella.

—Sí, la recuerdo perfectamente.

Hubo un silencio incómodo.

Julia, extrañada de la reacción de su amiga, dio por terminada la presentación, se colgó del brazo de Zoe y la arrastró sin más preámbulos hacia el carrito de las bebidas.

—¿De qué lo conoces? —le preguntó en un susurro.

—Es un tipo siniestro. Ya te contaré. —Zoe trataba de controlar su creciente mal humor—. ¿A qué ha venido a Burgos?

—Ha venido por algo de unos perros, ya nos lo contará.

—¿Y por qué viaja con protección de las SS?

—Ni idea. No creo que tenga un cargo relevante, la verdad. No me explico por qué lo acompañan esos dos hombres a los que, por cierto, me negué a dejar entrar en casa.

No tardaron en pasar al comedor. Allí Julia repartió los asientos y a Zoe le tocó frente a Luther.

Lo observó y percibió en sus gestos cierta incomodidad. Mientras les servían los primeros preguntó a qué se debía su estancia en España, pero fue Oskar quien respondió por él.

—Por asuntos privados —atajó sin contemplaciones.

Luther levantó la mirada de su plato e intervino.

—He venido a lo mismo que fui a Suiza. A hacer mi trabajo —contestó con hosquedad mirando directamente a Zoe—. Debo comprar una decena de perros que necesito para mi centro de adiestramiento. Trabajo en un proyecto que pretende recuperar una vieja raza alemana desaparecida.

—¿Y qué raza es esa que estás tratando de recuperar? —Las sospechas de Dorothy Eustis empezaban a confirmarse.

—La bullenbeisser; un proyecto fascinante —pronunció aquella palabra con una mezcla de amargura e ironía, y luego apuró de un trago su copa de vino.

—¿Ah, sí? ¿Eres tú el promotor de la idea? —Había provocación en el tono de Zoe.

—No. Se ha gestado desde los sillones más cercanos a Hitler. —Rellenó su propia copa y se la bebió tan rápido como la primera—. Pero desde hace un tiempo carece de interés para mí. Si estuviera en mi mano, dejaría escapar a todos los perros del criadero. —Fue un dardo directo, pero Zoe le aguantó la mirada.

Oskar tosió nervioso y varió ligeramente el objeto de la charla explicando dónde habían estado. Evitó los detalles y solo mencionó de pasada a los alanos, pero al explayarse en la hermosura de los valles que habían recorrido, Luther apuntaló su anterior comentario sacando los nombres de Sievers y Heydrich como garantes del proyecto, y el interés especialísimo por parte del «amigo de Oskar», Göring.

—¿Eres amigo de Göring? —Julia miró a su marido desconcertada.

Oskar disculpó a su mujer delante de Luther sin contestar, pero ella insistió.

—Nunca me lo habías dicho.

—Ya hablaremos después… Te recuerdo que tenemos invitados —determinó él alzando la voz.

Estaba empezando a arrepentirse de aquella cena. La presencia de Zoe había sido cosa de su mujer, pero en el caso de Luther no podía echarle la culpa a nadie más que a sí mismo. A pesar de que lo habían prevenido sobre el veterinario, aquel tipo le había caído bien y lo que menos se esperaba es que terminara poniéndolo en evidencia.

Zoe casi disfrutaba viendo la tensión instalada en la mandíbula de Oskar, quien apenas había probado bocado.

—Pensé que en su criadero de Grünheide se dedicaban a algo parecido a lo que yo hacía para la Cruz Roja, o al menos eso fue lo que le contó a Dorothy. ¿No es también un centro de adiestramiento?

—Exacto. Pero nos dedicamos a adiestrarlos para atemorizar a presos políticos y judíos, o para atacarlos a una orden dada, o incluso para que crean que son sus presas de caza.

—¡Luther! Ruego que moderes tus opiniones delante de estas dos damas. No me parecen apropiadas en este contexto.

El veterinario pidió disculpas y se dedicó al ossobuco que no había probado todavía.

Ante las pruebas de su rechazo por los nazis, Zoe dudó si los dos SS que había visto afuera no estarían vigilándolo en vez de darle protección. Aquel hombre no respondía a la imagen que se había construido en Suiza. Parecía más bien una víctima atrapada en un sistema impuesto. Quería saber más, y aunque aquella mesa no era el mejor lugar, decidió lanzarle una señal.

—No siempre uno está donde quiere, ni tampoco tiene que compartir las ideas que imperan a su alrededor. A veces hay que aceptar trabajos detestables —Zoe le dedicó una mirada a Oskar.

Luther la observó desconcertado. ¿Quién era esa mujer? Tenía la certeza de que ella lo había boicoteado en Suiza y que aquella rebeldía poseía un trasfondo ideológico, pero ahora aparecía en una cena insustancial, casi insultante en un contexto de guerra, como amiga cercanísima de la mujer de un piloto de la Luftwaffe.

A partir de ese momento apenas hubo conversación, hablaron lo mínimo que exigía la cortesía. Sobre perros y razas españolas, y sobre temas relacionados con la carrera veterinaria. Generalidades, datos que flotaban entre incómodos silencios y ruido de cubiertos.

Oskar estaba deseando dar por terminada la velada y que los dos agentes se llevaran a ese imbécil a dormir a cualquier otro sitio. Pero Julia, quizás debido a su diplomática educación, parecía absurdamente empeñada en ejercer como espléndida anfitriona a pesar de la incomodidad general. Pasaron al salón, y con el pretexto de buscar unos volúmenes sobre alanos salió y se llevó a su mujer para tratar de convencerla de que acortase los honores.

Los dos invitados se quedaron a solas. Zoe estaba a punto de empezar a hablar de cualquier cosa cuando Luther se puso un dedo sobre los labios pidiéndole silencio. Quizás fuese la mezcla de letargo y arrojo provocada por el exceso de alcohol, pero el veterinario sintió que tenía ante sí su única posibilidad.

—Escúchame, por favor, tengo que decirte algo importante antes de que vuelvan. —Mostró una expresión de absoluta necesidad—. Odio con todas mis fuerzas a esos malnacidos, no puedo seguir colaborando con ellos, he tenido que traicionar todos mis principios para atender el sueño aberrante de unos enfermos que llevarán a Alemania al abismo. No lo soporto más. —Tomó aire y miró hacia la puerta temiendo que en cualquier momento aparecieran—. He de recoger a esos perros en uno o dos meses; aún no lo sé. Y esa será mi única oportunidad de escapar vivo.

Y tras una pausa para tomar aire, terminó:

—Necesito que me ayudes a huir…