Capítulo XV

Centro de cría y adiestramiento canino

Grünheide. Alemania

26 de abril de 1937

XV

Desde su primera visita a Dachau en mayo del año treinta y cinco, Luther Krugg había visto crecer el número de campos de concentración en Alemania hasta un total de seis, aunque ahora solo funcionaban los cuatro más grandes.

A todos ellos había tenido que llevar perros.

Pero en el que acababa de estar había hecho lo contrario; había tenido que recogerlos debido a su cierre temporal. Ubicado dentro de un gran castillo del siglo XVI, el campo de Lichtenburg, en Prettin, al sur de Berlín, no había requerido tantos perros como los demás, dada su ubicación urbana y sus características arquitectónicas que prácticamente lo sellaban. Sin embargo, le había impresionado la fiereza con que lo recibieron los veinte pastores que en su momento les había llevado. Supuso que aquel cambio de temperamento tenía que responder a un maltrato continuado por parte de los guardianes, pero eso no había sido lo peor de su visita.

A diferencia de sus visitas a otros campos como el de Buchenwald, Esterwegen o Sachsenhausen, el cierre de Lichtenburg le había afectado de un modo más personal, al saber que iba a ser reformado para acoger solo a mujeres y pensar en la suya. Porque después de tres semanas de haber descubierto que Katherine estaba embarazada, todo en ella seguía igual; apenas hablaba, vivía ausente, y lo único que había cambiado era el tamaño de su barriga, ahora que se fijaba más.

Aquel lunes, recién llegado a Grünheide desde Lichtenburg, metió los perros en un galpón aislado del resto de parques de cría y entrenamiento. Con un poco de tiempo y una específica reeducación, estimó que necesitaría algo más de un mes para recobrar su equilibrio emocional y devolverlos recuperados para el trabajo. Cuando acabó con ellos acudió al despacho de Stauffer para ponerle al corriente de su viaje, pero no lo hizo al ser recibido con un «tienes que leer esto» y un cable urgente en su mano.

Luther rompió el precinto y lo leyó con rapidez.

—Es de Oskar Stulz, ya sabes… —aclaró a su jefe—. Al haberse recuperado la paz en la región donde encontró los alanos, me invita a que vaya la primera semana de junio para seleccionarlos. Dice que cuenta con cinco propietarios más que ha podido sumar a los primeros. Por lo que podré elegir mejor.

—¿Y Katherine?

—Supongo que podría dejarla dos o tres días con la mujer que la cuida.

Stauffer, al igual que Luther, deseaba ver terminada cuanto antes la recuperación del bullenbeisser para que cesaran las presiones que también a él le llegaban desde Munich, y con ellas la férrea vigilancia que sufría el centro. Desde que Luther había empezado a acertar con los cruzamientos y los perros que nacían se iban pareciendo cada vez más al definitivo, el área que habían habilitado para el proyecto estaba siendo vigilada por efectivos de las SS con tanta intensidad que parecían las oficinas del mismísimo Führer, lo que le tenía completamente alterado.

La complicada situación familiar de Luther le hacía sufrir, y no sabía cómo ayudarlo en su particular calvario con Katherine. Habían conseguido superar aquella época de rencores surgida a partir de la coacción de Stauffer, y ahora sentía como propias las desgracias de su mejor colaborador. Su mujer se pasaba muchas horas con Katherine haciéndole compañía o sacándola a pasear, y él trataba de compensar los despistes de Luther y algún que otro error, al notarlo más distraído de lo normal, lejos de su habitual capacidad resolutiva.

Stauffer había hecho sus propias gestiones, discretas y a espaldas de su veterinario, para saber dónde habían podido tener recluida a Katherine y por qué. Su buena relación con el jefe local del partido le había animado a comentarlo para recabar su opinión. Y aunque solo había conseguido de él vaguedades, por primera vez escuchó hablar de un programa llamado Lebensborn; un plan perfilado por Himmler para mejorar la raza aria a través de una reproducción dirigida entre sus mejores representantes, masculinos y femeninos. Dadas las cualidades físicas y la belleza de Katherine, Stauffer dudó si no habría sido destinada a formar parte de uno de esos programas, hasta que supo lo de su embarazo. A partir de ese momento, las sospechas se convirtieron en evidencias. Sin embargo, nunca había compartido aquel convencimiento con Luther para no incrementar su indignación, y sobre todo porque no había podido contrastarlo.

Para el resto de sus compañeros de trabajo, la incógnita estaba en saber cómo iba a reaccionar Luther cuando naciera el niño; si lo iba a aceptar o no. Y también se preguntaban cómo actuaría la madre. ¿Seguiría tan absorta, o la presencia de un hijo la haría reaccionar?

Ajeno a lo que hicieran o pensaran sobre él, Luther sacaba el trabajo de una forma mecánica, desde luego sin poner la misma voluntad que unos meses antes, y con mucha menos pasión que cuando había oído hablar por primera vez del proyecto Wiedergeburt Bullenbeisser. Porque no solo había llegado a truncar su vida, también, y eso era lo peor, la de Katherine.

Cuando aquella tarde volvía a su casa apagó la radio del coche, hastiado de escuchar cómo se vendían las excelencias de la Alemania de Hitler en cualquier orden de cosas. Le daba igual la productividad de las fábricas, el aumento del comercio o la rebaja de la deuda, porque en su vida tenía peores problemas que esos. Al aparcar y frente a su vivienda identificó a uno de sus vigilantes dentro de un coche. Le dio la espalda harto de su presencia, cargó con su maletín de trabajo y dos bolsas con la compra, buscó las llaves de casa y entró.

—¿Querida…? —Empujó la puerta con el tacón de su zapato—. ¡Ya he vuelto!

Dejó todo en la cocina y la buscó en el office, pero allí solo estaba frau Berta planchando.

—Ha entrado en el baño no hará ni cinco minutos.

—¿En el nuestro o en el de cortesía?

La servicial mujer confesó no estar segura, pero Luther no la dejó ir a averiguarlo.

—Ya voy yo, tranquila. ¿Qué tal ha pasado el día?

Frau Berta apoyó la pesada plancha de hierro sobre un hornillo y contestó con su vibrante y aflautada voz.

—Hoy la he visto más nerviosa de lo normal. Ha comido más bien poco y se ha mostrado bastante huidiza. No sé por qué razón…

A Luther no le gustó lo que acababa de escuchar. Después de haber comprobado que no estaba en el primer aseo, se dirigió al de su dormitorio. Probó a abrirlo, pero la puerta estaba cerrada desde dentro.

—Katherine…, ¿estás bien?

No escuchó nada.

Movió con energía la manilla, pidió encarecidamente que le abriera y al no obtener respuesta se puso a patear la puerta preocupado.

—Cielo, ¡déjame entrar!

Luther pensó con rapidez. Corrió a la cocina a buscar un atizador, lo encajó en el quicio de la puerta e hizo palanca. La asistenta observaba la escena muy asustada. Cuando consiguió romper la jamba, la puerta se entreabrió y fue cuando la vio.

Katherine estaba sentada en el borde de la bañera y el agua rebosaba.

Sus ojos se encontraron y Luther intuyó en su expresión, y en solo una centésima de segundo, la locura que iba a cometer. Y lo supo antes de ver cómo el afilado acero de un largo cuchillo seccionaba el aire camino de su cuello. Se lanzó a frenarlo desesperado, pero resbaló y cayó a solo un metro de ella. Y en el justo momento en que se incorporaba y estiraba la mano para detener su brazo, escuchó el grito ahogado de Katherine, seguido por un coro de agudos chillidos por parte de la mujer que debía haberla atendido.

La herida se llenó de una profusa cantidad de sangre.

—¡Nooooo! —gritó espantado.

Le apretó el cuello con ambas manos, en un vano intento de cortar la hemorragia, hasta que entendió que aquello no tenía solución. Se había cortado la carótida y la yugular. Luther buscó respuestas en sus ojos, ahogado de espanto, pero la azulada mirada de Katherine empezaba a diluirse en un halo de muerte. Movió sus labios y pronunció seis palabras entrecortadas.

—No será nunca… de… ellos…

Sin haber terminado de hablar entró precipitadamente el nazi encargado de su vigilancia, advertido por los gritos que se escuchaban desde fuera de la casa. Al ver la escena se quedó paralizado, pero como su misión era salvaguardar aquel embarazo, al instante reaccionó y fue a por Katherine para llevarla a un hospital a tiempo de salvar al niño.

—¡Ni se te ocurra tocarla!

Abrazado a ella y empapado en su sangre, Luther impidió que se acercara.

Forcejearon sin poner cuidado en Katherine, que se venció desde la bañera arrastrando a su marido al suelo. Y fue en ese momento cuando la vio. Debajo del lavabo había volado una pequeña nota de papel. Luther consiguió metérsela en un bolsillo tan solo un segundo antes de recibir un golpe seco en la cabeza y perder el conocimiento.

El nazi tomó a Katherine en brazos y corrió hacia su coche. La tumbó precipitadamente sobre el asiento trasero, arrancó y pisó el acelerador a fondo para buscar un hospital en Berlín. Si no llegaba demasiado tarde, quizá salvase la vida del bebé y su propio cuello, cuando sus superiores se enteraran de lo que había pasado.

Luther no tardó mucho en recobrar el conocimiento, pero necesitó unos minutos más para situarse. El brutal golpe le había abierto una buena brecha en la cabeza que no paraba de sangrar, y al abrir los ojos sintió que todo le daba vueltas.

—Herr Krugg…, herr Krugg… Menos mal que ha despertado. Creí que ese animal lo había matado. —La asistenta había empapado una pequeña toalla en agua y se la ponía sobre la herida, muy asustada. Su mirada reflejaba el insoportable horror que había vivido.

Al recobrar la vista y enfrentarse a aquel escenario sangriento, sintió una incontenible ira.

—¿Dónde se la llevó?

—Habló de un hospital, pero no explicó cuál. —La mujer estrujaba entre sus manos la pequeña toalla sintiendo la boca seca y el corazón acelerado—. Herr Krugg, no sé cómo expresarle el arrepentimiento y la pena que siento. ¡Es un desastre! Yo… yo… Si hubiera estado más atenta… Esto va a pesar sobre mi conciencia toda mi vida.

Luther pensó cuál era el hospital más cercano a Grünheide, y concluyó que era el universitario Charité de Berlín, al que habría ido el nazi. Corrió a su dormitorio para quitarse la ropa mojada, con una presión en el pecho que apenas le dejaba respirar, y sacó la nota del bolsillo para leerla. En ella, con trazos borrosos e irregulares, Katherine había escrito: «Luther, sé libre».

En menos de cinco minutos abandonaba la casa, dejando a la asistenta rota de angustia en el dintel de la puerta, se subió al coche y tomó a toda velocidad la carretera con dirección a Berlín, con el alma destrozada y un odio feroz en su corazón.

Al entrar en el hospital preguntó en recepción.

Le confirmaron el ingreso de una mujer fallecida y embarazada, hacía menos de cuarenta minutos. Corrió por el pasillo en busca del ala de quirófanos donde se suponía que seguían operándola. Al llegar al lugar indicado lo hicieron pasar a una sala de espera donde vio al nazi sentado en una silla y a su lado a Eva Mostz. Sin abrir la boca se dirigió hacia el hombre, y con su metro noventa y una ira que le recomía le disparó un puñetazo en la barbilla y un segundo en el vientre que lo dejó inconsciente y derrumbado sobre su silla. Eva se protegió la cara con las manos, pero Luther tan solo la miró con un desprecio infinito.

—¿A qué has venido?

—Siento lo de tu mujer —contestó ella, sin dejar de estar prevenida ante cualquier reacción de Luther.

—Tú no sientes nada. Si estás aquí es porque quieres algo.

Eva no contestó.

—Vienes a por el niño. —Se sentó frente a ella dispuesto a llegar hasta el final de la historia. La sujetó por las solapas de la chaqueta y tiró de ellas hacia él—. ¿Qué significa esa criatura para vosotros? Me lo vas a contar ahora mismo o te juro que termino lo que Katherine evitó el día que me la trajiste.

En la sala de espera había dos personas más, que ante el feo cariz de la situación la abandonaron asustadas con intención de avisar al servicio de seguridad.

—Luther, no insistas. Son cosas que no puedo explicarte, por mucho que me amenaces. No lo conseguirás.

En ese momento entraron dos médicos y preguntaron por los familiares de Katherine.

—Yo soy su marido. —Se levantó Luther.

—Lamentamos informarle que después de haberlo intentado todo el bebé también llegó muerto al hospital.

Luther no lo había sentido nunca como suyo, pero le afectó.

—¿Era niño o niña?

—Niña. Se trataba de una niña.

—¿Podría estar un rato con mi mujer?

—Por supuesto. Sígame. Está en la morgue, pero disponemos de una habitación para estas situaciones.

Eva Mostz y su compañero lo vieron abandonar la sala de espera, desolados por el resultado.

—Se te va a caer el pelo —le soltó ella.

—¿Cómo iba a prever que se fuera a suicidar? Ni su marido pudo evitarlo.

—Esa niña era mucho más valiosa de lo que imaginas. —El hombre se tocó su tumefacto y dolido mentón y la miró con expresión de impotencia—. De ahora en adelante cambio de planes y de tarea. —Sacó del bolso un espejito de mano y revisó la pintura de sus labios—. Has de evitar por todos los medios que ese hombre intente informarse del lugar donde la tuvimos, y mucho menos visitarlo. Y desde hoy mismo hemos de duplicar su vigilancia; Luther tiene muchas menos razones para sernos fiel.