Paseo del Pintor Rosales
Madrid
26 de abril de 1937
XIV |
Cuando Zoe abrió la puerta, la expresión de Rosa no dejaba lugar a dudas sobre cuán importante era su mensaje. La noticia que venía a darle ahogó su inicial sorpresa, porque no podía ser peor.
Eran las seis de la tarde, Zoe acababa de llegar a casa después de haber trabajado todo el día con los perros en Vallecas, y estaba agotada por la falta de sueño que arrastraba desde hacía varias semanas. Por eso, cuando escuchó las advertencias de aquella mujer, le costó un tiempo entender su gravedad.
—Zoe, lo primero que has de saber es que no soy la única que ha conseguido tu dirección, y ahí empieza el problema. Estás en peligro. Esta misma noche, un grupo de milicianos que se hacen llamar la escuadrilla de la venganza van a venir a detenerte porque te ha denunciado Mario. —Zoe se llevó las manos a la boca espantada—. Supe que te vio el día que expulsaron a tu jefe, y no sabes cómo se ha movido desde entonces hasta dar contigo. Te ha acusado de colaboracionista y dice haber reunido suficientes pruebas de ello.
—¿Pruebas? ¿A qué pruebas se refiere? —Zoe tuvo que sentarse.
—Uno de la escuadrilla que trabaja en correos consiguió localizar dos cartas devueltas que habías enviado a tu hermano, al que Mario tachó de legionario fascista.
—¡No es fascista! —protestó Zoe.
—No te lo discuto, pero también hay quien te vio entrando en la embajada alemana el día que la cerraron, y también se te acusa de haber cooperado activamente con un quintacolumnista suizo, ya sabes, con tu jefe Max.
—Es todo mentira… —exclamó cada vez más nerviosa.
—Desde que lo denunciaste te la juró. Es así, te tiene muchas ganas y la cárcel le ha convertido en peor persona. Hasta yo le tengo miedo.
Rosa era consciente de que se estaba jugando el cuello por estar allí, pero necesitaba lavar su conciencia.
—No sabes cómo valoro lo que estás haciendo.
—Lo hago por ti, pero también por mí, Zoe. He visto y sigo viendo cosas que no me gustan, aunque no he tenido las agallas necesarias para reaccionar. Soy consciente de que si te cogen te van a matar. Siento ser tan bruta, pero lo menos que puedo hacer es avisarte.
—¿Y qué hago? —Empezaron a temblarle las manos, las rodillas…
—Vete. ¡Escapa de Madrid!
Zoe recordó de repente la despedida de Julia y Oskar en la embajada alemana, así como el nombre de la persona a la que podía recurrir en caso de extrema necesidad.
Rosa miró su reloj apremiada por irse.
Al advertir su urgencia, Zoe la ayudó a irse, abrazándola con tintes de despedida. La mujer, a punto de salir del piso, le trasladó sus últimas recomendaciones.
—No te entretengas ni un solo minuto. Lleva contigo lo menos posible, solo lo que de verdad vayas a necesitar, y sobre todo reúne todo el dinero que puedas. —Sacó una pistola de su bolso y se la dio—. Quédatela, se la he cogido a Mario. He pensado que quizá la puedas necesitar.
Tras cerrar la puerta Zoe se quedó apoyada sobre ella, con el pulso acelerado y la respiración rota, pensando qué tenía que hacer. Por suerte, unos días antes había destruido aquellos documentos que Max le había pedido, sin embargo no había sentido necesidad alguna de recoger el dinero de su caja fuerte. Decidió pasar por el domicilio de su exjefe para hacerse con él, de camino al hospital de la CNT de la calle Monte Esquinza donde tenía que localizar al enlace de Oskar, al tal José Banús. Empezó a moverse por la casa recogiendo cosas que pudieran hacerle falta, mientras Campeón la seguía completamente desconcertado, percibiendo su tensión.
Después de cerrar la puerta con doble llave, miró escaleras abajo para asegurarse de que no hubiera nadie. Como el edificio se había quedado vacío de vecinos, tan solo escuchó su respiración y la de Campeón. La mayoría de sus propietarios, miembros de la burguesía madrileña, habían huido durante los primeros días, y sabía de otros dos que habían conseguido refugio en una embajada.
Tanta quietud daba miedo.
Atropellándose a sí misma bajó hasta el portal seguida por Campeón. Se detuvo, miró a ambos lados de la acera, y al no ver nada extraño salió decidida. Vestida con un pantalón amplio, camisa blanca de algodón, pañuelo rojo al cuello y brazalete de la Cruz Roja, dio la vuelta a su edificio y buscó su motocicleta.
En el Ateneo de la Guindalera, el grupo que formaba la escuadrilla de la venganza repasaba los objetivos para aquella noche. Irían primero a Pintor Rosales, a por la mujer por la que tanto interés mostraba Mario, el Tuercas, acusada de colaborar con aquel suizo expulsado días atrás. Y después, barrerían dos manzanas del distrito de Moncloa donde se había visto a un sonado falangista.
—Mientras tú la detienes, los demás aprovecharemos para peinar los edificios vecinos donde seguro que encontraremos a más de un sospechoso —estableció el líder de la escuadrilla, dirigiéndose a Mario.
—Me parece bien. Luego me uniré a vosotros.
Como todavía tenían dos horas antes de que anocheciera, decidieron jugar a las cartas. Echaron unos tragos de vino desde una bota, eructó quien tuvo necesidad, partieron una larga barra de chorizo y repartieron las cartas para echarse entre cuatro una partida de mus.
Zoe aparcó la moto en la puerta del hospital militar número veinticuatro de Madrid para heridos de la CNT. Su brazalete sanitario le permitió entrar al interior sin muchas dificultades, con la indicación de que encontraría al enfermero y masajista Banús en la segunda planta, pero tuvo que dejar a Campeón atado al sidecar. Al entrar en la zona de enfermería y preguntar por él, un hombre de mediana edad, pelo oscuro y entradas prominentes se identificó como José Banús. En un primer momento el hombre se mostró extrañado, pero en cuanto le dijo quién le había dado su nombre la hizo pasar a una sala de curas y mandó que se tumbara sobre una camilla para simular una sesión de masaje por si entraba alguien.
Zoe actuó como le había pedido y explicó sin perder un segundo cuáles eran los motivos de su urgencia y hacia dónde tenía que huir.
—Entiendo… La cosa parece seria. Bien. —El hombre se paró a pensar cómo ejecutar un plan de evacuación inmediato con tan poco tiempo. Ya lo habían hecho en otras ocasiones, pero casi siempre dirigiendo a los huidos hacia el sureste de la capital, en dirección a Toledo y no hacia Burgos—. Espera un momento, voy a hacer una llamada.
Zoe se sentía atenazada por los nervios. Era consciente de que el miedo estaba dominando a su razón, lo que apenas le dejaba pensar. Comprendía que su situación estaba a punto de cambiar de forma radical. Si conseguía escapar, iba a dejar atrás todo lo que había conquistado con tanto esfuerzo, sus perros y un trabajo que había hecho de ella una persona nueva. Al verse allí, sin nadie más a quién recurrir, se sintió desprotegida, amenazada por un desalmado del que tenía un pavoroso recuerdo, y a expensas de un hombre que no iba a tener fácil ayudarla. Palpó desde fuera de su pantalón el sobre con dos mil pesetas que había cogido de la caja fuerte de Max, y sintió el peso de la pistola, con la esperanza de no tener que usarla.
Cuando José Banús volvió a la sala cerró la puerta tras de sí, sujetando el picaporte para evitar que alguien entrara.
—Hemos confirmado quién eres, y se va a dar aviso a Burgos para que organicen tu recogida una vez superes el frente, que ahora está en las inmediaciones de la Granja de San Ildefonso, en Segovia. El problema es hacerte llegar hasta allí superando el puerto de Navacerrada.
A continuación le explicó que lo harían desencadenando una red de comunicación que habían conseguido poner en marcha desde hacía unos meses. El grupo lo formaban varias personas y los mensajes los enviaban con código morse a través de unas linternas, pasándose la información desde las azoteas de varios edificios en Madrid hasta alcanzar algunos pueblos de alrededor de la ciudad, y terminando en el otro lado del frente.
—Tendrás que llegar primero a un lugar llamado el cerro del Espino, próximo al monte del Pilar y cerca de Majadahonda, donde te estará esperando tu primer contacto. Memoriza la contraseña que tendrás que darle: «Viva la República». Entiendo que te parecerá algo anormal, pero hemos pensado que, si errases de contacto, no extrañaría tanto tu saludo. El recorrido que deberás hacer desde allí te lo irá explicando cada miembro de esa cadena. Uno a uno te irán recogiendo y transportando como buenamente puedan hasta el siguiente. El último te dejará cerca de la línea del frente. A partir de ahí, tendrás que caminar tú sola y descender la montaña por donde te indiquen. ¡Ahora sal cuanto antes! No perdamos más tiempo.
—Y cómo hago para llegar a Majadahonda. ¿Voy sola?
—Me has dicho que tienes una motocicleta identificada con la Cruz Roja y veo que llevas puesto su brazalete. Creo que no tendrás muchos problemas. Intenta tomar el camino antiguo de Castilla, mejor campo a través, y si no tienes muchos contratiempos, en menos de una hora podrías estar contactando con tu primer hombre. El retroceso de nuestras tropas a la cara norte de la sierra te ayudará, porque sabemos que se ha rebajado notablemente la vigilancia que hasta hace poco había por Guadarrama y Navacerrada.
El hombre, uno de los principales cerebros de la red franquista de espionaje que se había organizado dentro de Madrid, la acompañó hasta la calle para despedirla y desearle toda la suerte del mundo.
—Muchacha, ya verás cómo en unas pocas horas todo se habrá arreglado y podrás vivir en paz. Ah, y saluda de mi parte a Oskar Stulz, un buen amigo. —Descubrió a Campeón sin entender qué hacía un perro ahí. Se lo preguntó.
—Es mío, sí. No lo puedo dejar en Madrid.
—No puedes llevártelo —afirmó con rotundidad.
—Si no va él, no voy yo —respondió ella sin dudarlo.
José Banús se rascó la cabeza desesperado. La presencia del animal podría suponer un serio contratiempo en alguno de los transportes que pudiera necesitar, pero conocía bien a las mujeres, y el gesto de Zoe significaba que por ese camino no tenía nada que hacer.
—Vale, hazlo. Pero, si en un momento dado, alguno de los nuestros ve que corréis excesivo peligro por su culpa, despídete de él.
Zoe miró a Campeón y se sintió aliviada sabiendo que iban a seguir juntos. Le colocó uno de aquellos petos que usaba para las misiones de socorro, arrancó la moto, se acomodó en ella, hizo que el perro se escondiera dentro de la caja del sidecar, y tras comprobar qué hora era aceleró la moto para salir de Madrid antes del toque de queda. En el bolsillo de la camisa llevaba su habitual salvoconducto que le servía para circular de noche por la ciudad hasta la zona universitaria. Confiaba en que fuera suficiente para alcanzar la Casa de Campo y desde ella la vieja carretera de Castilla.
Mientras iba atravesando una y otra calle de aquel Madrid tan cercano a sus recuerdos, trataba de rechazar la pena que sentía por lo que estaba abandonando, sobre todo cuando dejó a sus espaldas la escuela de Veterinaria. A la terrible incertidumbre de la escapada que iba a acometer, por un momento se le sumó la convicción de que nunca conseguiría cumplir esa promesa hecha a su padre.
La pararon en la bajada hacia el parque del Oeste, cerca de su casa, cuando quería tomar la ladera del río Manzanares para atravesarlo después y adentrarse en la Casa de Campo antes de que anocheciera.
La presencia de Campeón fue providencial, porque al ir identificado con el emblema de la Cruz Roja dio credibilidad a su explicación sobre los motivos asistenciales de su salida de la ciudad a esas horas. El salvoconducto, junto con el carné que acreditaba su pertenencia a la Cruz Roja, y un cierto descuido en las antiguas exigencias de control se sumaron para que superara el delicado trámite sin problemas y tomara la arboleda que daba comienzo a uno de los cazaderos más frecuentados por la monarquía española de siglos atrás, las dehesas de la Casa de Campo.
A solo un kilómetro de ella, un camión con media docena de milicianos en su caja hacía chirriar los frenos frente a la puerta de su casa, en el paseo del Pintor Rosales. Mario, el Tuercas bajó de un salto, ansioso por coger a Zoe. Mientras subía las escaleras, el resto de la escuadrilla se repartió por los portales vecinos en busca de fascistas, salvo el conductor del camión, que se quedó apoyado sobre el capó fumándose un pitillo. La casualidad hizo que cuando le estaba dando la última calada, al fijarse en el recorrido que hacían las volutas de humo al salir de su boca, se fijase en el perfil de la azotea de un edificio y que divisara una extraña luz intermitente.
—Pero serán hijos de puta.
Disparó al aire la colilla y corrió hacia un portal recargando el fusil de camino. Al entrar se chocó con Mario, que bajaba enfadadísimo al no haber encontrado a Zoe en su casa. Le explicó lo que acababa de descubrir desde la calle, y decidieron subir. Una vez en la última planta y como no encontraron el acceso a la azotea desde la escalera, calcularon cuál de las tres viviendas sería la que les podía llevar hasta ella. Derribaron su puerta de una patada y, tras comprobar que no había nadie dentro, exploraron las habitaciones exteriores hasta que en una apareció una trampilla en el techo que escondía una escalera. Cuando salieron al exterior se encontraron con un joven de unos veinte años tratando de ocultar a sus espaldas una potente linterna.
—¿Qué andabas haciendo con esa luz? —Se le acercó Mario. De un culatazo lo dejó de rodillas en el suelo.
—Nada, nada… —Al muchacho le temblaba la voz—. Se me había caído algo esta tarde y andaba buscándolo con la linterna.
El compañero de Mario encontró unos prismáticos apoyados en un reborde de la azotea y los usó para mirar hacia dónde podía estar dirigiendo esa luz. Mario plantó la boca de su ametralladora en la nuca del muchacho y gritó con su ronca voz:
—Canta pronto lo que estabas haciendo, o prometo que te haré volar como un pájaro.
El joven negó una vez más estar haciendo otra cosa que lo que ya les había explicado.
—Espera, espera…
El de los prismáticos acababa de localizar una lucecita que desde la distancia se encendía y apagaba con una frecuencia que no parecía casual. Dedujo que podía tratarse de morse, pero como él no sabía leerlo y tampoco Mario, decidieron avisar al jefe. Lo llamaron a gritos para que subiera.
Mientras esperaban se escuchó un par de disparos procedentes de alguno de los edificios vecinos.
—Dos perros menos como tú —exclamó Mario dirigiéndose al joven—. Bueno, última oportunidad, ¿vas a decirme qué mensaje estabas transmitiendo y a quién, o me vas a obligar a tener que hacer algo muy desagradable?
—Yo no he hecho nada.
Mario no se lo pensó dos veces, lo agarró por la camisa con las dos manos y fue arrastrándolo hasta el borde del edificio, momento en el que tomó fuerzas y lo lanzó al vacío. El joven, en el aire, gritó un «¡Arriba España!» antes de reventarse contra el suelo.
—Lo tuyo son los interrogatorios, joder. ¡Anda que lo bien que nos hubiera venido su testimonio!
Al llegar el jefe a la azotea corrió hacia ellos. Le explicaron dónde tenía que mirar, se calzó los prismáticos y empezó a traducir lo que estaba leyendo a partir de una lucecita que parpadeaba, se apagaba, o se mantenía enfocada hacia ellos consecutivamente.
—Dicen que cuando el paquete sea recibido en el cerro del Espino darán aviso. Les contestaré que de acuerdo, y así no sospecharán que los hemos detectado.
El jefe encendió la linterna y trasladó aquel mensaje hacia el mismo lugar del que había partido la otra luz. Y de pronto recordó un reciente y extraño suceso que los había llevado a sospechar de la presencia de un posible grupo organizado de quintacolumnistas en aquella zona. El origen de sus recelos había tenido que ver con el bombardeo de un edificio, entre las calles de Ferraz y Blasco Ibáñez, donde la Junta de Defensa había trasladado de forma discreta un polvorín de armas a su bajera. Pero lo que más había extrañado era que, cuando solo habían pasado dos días de ello, una bomba de la aviación alemana lo había destrozado por completo, respetando el resto del barrio. Al mirar aquella linterna dedujo cómo habían hecho llegar al enemigo la ubicación del arsenal volado.
—No termino de localizar el origen de esa luz. —Trató de tomar alguna referencia cercana, y a pesar de la oscuridad de la noche le pareció reconocer un campanario a la altura de Aravaca—. Salgamos a toda leche de aquí. Tenemos que pillar al que ha transmitido desde allí y descubrir qué es ese paquete al que hacen referencia.
Cuando pasaron al lado del cuerpo del joven, le pidieron a Mario que el siguiente interrogatorio se lo dejara a otro para conseguir sacarle algo antes.
—No merecía menos —concluyó él mientras subía al camión y se les unía el resto de camaradas.
Miró hacia el piso de Zoe y lamentó su mala suerte.