Capítulo XIII

Aeropuerto de Schönefeld

Berlín. Alemania

7 de abril de 1937

XIII

Oskar Stulz apagó los motores del bombardero Junker 52 a las puertas del hangar número ocho del aeropuerto berlinés. Acababa de aterrizar en su pista principal después de haber volado en compañía de una complicada tormenta que apenas los había abandonado desde su despegue en el aeródromo de Gamonal, en Burgos, con la excepción de una breve escala en Turín, donde habían tenido que repostar.

La mayor parte de los suministros que necesitaba la Legión Cóndor para sus operaciones en España llegaban por barco a Vigo desde el puerto alemán de Rostock, y desde allí eran transportados en camiones hasta el aeródromo de León, donde había quedado fijada la principal base logística alemana. Pero en aquellas fechas, debido al fuerte incremento de operaciones en el frente norte para la toma de Vizcaya, las necesidades de munición estaban siendo superiores, lo que había significado la apertura de un puente aéreo temporal con Alemania para aprovechar la proximidad de la industria armamentística con el aeropuerto de Berlín.

Pero el viaje de Oskar obedecía a una doble intención.

Dentro de su maletín llevaba un sobre para el veterinario Luther Krugg a quien todavía no conocía. Se lo entregaría en el mismo aeropuerto de Schönefeld atendiendo los planes del secretario general de la sociedad Ahnenerbe, Wolfram von Sievers.

Los otros tres tripulantes del avión descendieron por la escalerilla y pisaron suelo alemán, pero Oskar se quedó dentro para comprobar en bodega el estado de una pareja de perros perdigueros que iba a regalar a su amigo Göring.

—¿Qué tal el vuelo, muchachos?

La hembra parecía mareada. Abrió la portezuela del jaulón donde habían viajado, los dejó moverse por el interior de la aeronave, y cuando notó que estaban más tranquilos empleó las correas para bajarlos a pista. A pie de la escalerilla se encontraba Luther, con una idea parcial de los motivos por los que estaba allí.

—Magníficos ejemplares —comentó al verlos bajar.

—Es cierto, sí. Como también lo es su carácter. Son animales realmente dóciles, inteligentes y muy nobles; pero hay que verlos cazando, es entonces cuando justifican que se los reconozca como los aristócratas de la muestra. —Oskar acarició el lomo de la perra, y estudió a su interlocutor—. Herr Luther Krugg, ¿verdad?

—Sí, soy yo. —Se estrecharon las manos.

—Von Sievers me ha hablado mucho de usted y del proyecto en el que trabaja. En ese sentido, y abusando de tenerlo conmigo, me gustaría preguntar algo que hasta ahora nadie me ha sabido responder.

—Usted dirá —contestó Luther con cierta suspicacia.

—Tengo entendido que del tronco racial del mítico bullenbeisser surgieron dos variedades, diferenciadas por su tamaño y por el tipo de animal al que combatían: los brabanter bullenbeisser, que eran mejores para el oso, y los danziger bullenbeisser, de menor talla que los anteriores y especializados en el combate con toros.

Luther recibió la pregunta con sorpresa. De aquel hombre solo sabía lo que Von Sievers y su jefe Stauffer le habían contado: que disfrutaba de excelentes relaciones personales con alguno de los máximos dirigentes nazis, que era un gran aficionado a los perros y que estaba destinado en España; detalles personales que no le habían interesado tanto como el prometedor descubrimiento que había hecho localizando unos ejemplares vivos de la raza alana en alguna región española, algo que sí le había intrigado, y mucho. Se frenó las ganas de preguntar sobre aquel asunto y contestó a lo que le había consultado.

—Desde el principio he buscado recuperar la variedad danziger por ser la que mayor herencia genética ha dejado en otros perros, y me refiero a los bulldogs o a los mismos bóxer que también surgieron de ella. —Acarició la cabeza de uno de los perdigueros—. Cuando escuché por primera vez su nombre, me contaron que está especializado en la cría de bracos, pero veo que estos perros que trae poseen grandes semejanzas. ¿Tiene intención de cruzar las dos razas?

—No… No en este viaje, pero pretendo hacerlo en los próximos. En un perro la aptitud de rastreo no se enseña; si no la poseen en su sangre, no hay nada que hacer. Y he de reconocer que lo mejor que me ha pasado cuando he cazado en España ha sido cruzarme con esta raza, es el mejor perro de muestra que he conocido en mi vida. Por eso, y sin duda alguna, creo que mejorará las cualidades de nuestros bracos.

—Para la mejora de una raza, no siempre la pureza es la mejor opción. A veces conviene que se mezcle un poco. Estos perros son una buena prueba de ello —comentó Luther con segundas intenciones, aunque Oskar no se dio por aludido.

La llegada de un soldado para recoger a los perdigueros detuvo por un momento la conversación. Oskar le cedió las correas y ayudó a meterlos en un Mercedes aparcado al lado del hangar; el vehículo que usaría para llevarlos a Karinhall antes de su regreso a España.

Mientras esperaba a Oskar, Luther observó una febril actividad alrededor del avión. Contó hasta seis furgones, dos pequeñas grúas y más de una veintena de operarios dedicados a rellenar sus bodegas, supuso que con nueva munición destinada a España. Cuando el piloto volvió a su lado, Luther se empleó en contestar con paciencia las siguientes preguntas que le hizo, sin entender cuándo se iba a decidir a abordar el supuesto objetivo que los había reunido. Hasta que la ansiedad lo venció.

—Dígame una cosa, ¿cómo son?

Oskar sonrió comprensivo. Entendió que para un apasionado de los perros, como también era él, aquella espera se le tenía que estar haciendo muy dura. Buscó en su maletín, sacó un sobre blanco y se lo pasó.

Luther lo abrió con prisa y de inmediato sintió un respingo de emoción. Se trataba de una veintena de fotografías de una pareja de alanos realizadas desde diferentes ángulos. En un primer momento las miró con avidez, después las repasó más despacio y con más detalle. En la mitad de las instantáneas los animales estaban parados, fotografiados desde casi todas las posiciones posibles, y en el resto se los veía corriendo detrás de unas vacas por la ladera de un monte, cuando no luchando ferozmente con ellas.

—¿Dónde los ha encontrado? ¿Cuándo podría ir a verlos?

—Las fotos están hechas hace dos semanas en una región que en este momento está sufriendo duros combates, por lo que ahora es imposible ir. Las hice cuando todavía se podía entrar, salvando algunas dificultades, eso sí, y los perros pertenecen a unos pastores vascos que se comprometieron a venderme su siguiente camada. Para verlos deberíamos esperar al resultado de las próximas ofensivas. Si gracias a ellas cayese Bilbao, podríamos tener vía libre para ir a por los perros. No se preocupe, le avisaré.

Luther sacó del bolsillo de su chaqueta otras dos fotografías. En ellas aparecían los diez últimos cachorros que habían nacido en Grünheide después de haber integrado las raíces genéticas de los bulldogs ingleses en sus reproductoras. Oskar las miró con mucho interés comparándolas con sus instantáneas. El aspecto externo de los animales obtenidos por Luther presentaba muchas similitudes con los alanos de sus fotos, pero no tenían ni el tamaño ni la amplitud de sus fauces, como tampoco la curvatura de su cráneo o la fortaleza del tercio posterior.

—Si comparo los suyos con los que yo mismo vi, me atrevería a decir que son primos hermanos —comentó Oskar—, es cierto. Pero desconozco si los antiguos bullenbeisser se asemejaban a estos alanos de ahora.

—Presentaban muchas similitudes, pero también algunas características anatómicas que los alanos no tienen, por ejemplo el labio superior caído. —Volvió a estudiar las fotografías, convencido de su definitiva contribución al éxito de su empeño—. Alabo su iniciativa, herr Stulz, porque me ha dado la clave para recuperar al viejo bullenbeisser.

Oskar sonrió orgulloso.

El segundo en mando del nuevo Reich alemán y propietario de la fabulosa finca de Karinhall observaba agachado el perfil de una nueva maqueta instalada en paralelo a la de sus trenes en miniatura. Se la acababan de traer después de haber sido exhibida en la Exposición Internacional de Caza celebrada en Berlín, y recreaba el mapa en relieve de los bosques de Bialowieza, una de las reservas forestales más antiguas y mejor conservadas de Europa, localizada entre Polonia y Bielorrusia.

Cuando Oskar Stulz entró en aquella sala, ubicada en la planta alta del edificio principal, lo encontró colocando unas pequeñas figuras de barro sobre la maqueta. Estaba como absorto, eligiendo de una caja de madera ahora un grupo de jabalíes, después otro de ciervos, o salpicando entre medias unas piezas más grandes que parecían búfalos. Oskar reconoció en estas últimas al fabuloso uro que habían abatido hacía dos años en su propio bosque.

Göring levantó la vista del enorme tablero y reparó en su presencia.

—Los bosques de Bialowieza se convertirán muy pronto en la mayor reserva de animales antiguos que haya conocido Alemania, cuando podamos sembrarlo con los legendarios uros, renos, ciervos y otras de nuestras bestias mitológicas. Recreará las mismas escenas que Sigfrido pudo ver en los bosques de los Burgundios, como se versaba en El cantar de los nibelungos.

—¿No está Bialowieza en territorio polaco?

—De momento sí. Pero solo de momento —contestó convencido.

Oskar se acercó a mirar la maqueta e identificó una a una las diferentes áreas que estaban enumeradas en una de sus esquinas. Se imaginó en su interior.

—Sueño con poder tensar un día nuestros arcos para dar caza a alguna de esas bestias.

—Lo haremos, no te quepa duda. Yo también tengo un sueño que consiste en añadir a esas figuras un perro, el bullenbeisser. —Göring se incorporó con bastante agilidad después de haber estado arrodillado un buen rato y estrechó con energía la mano de Oskar—. Me alegro mucho de verte. ¿Cómo llevamos esos avances hacia Bilbao?

Oskar respondió con la información que poseía, destacando los importantes éxitos de su escuadrilla de combate en la aproximación al cinturón defensivo de Bilbao y transmitiéndole su confianza en el buen resultado de los bombardeos que tenían previsto realizar en los próximos días a poblaciones cercanas a la capital vasca.

—Imagino que tendrás mejores referencias a través de Von Richtofen, pero creemos que la próxima acción puede minar la moral de nuestro enemigo y acelerar de paso la conquista de aquellos territorios, que…

Göring lo interrumpió.

—Algo muy conveniente si queremos hacernos pronto con esos perros alanos que de forma tan meritoria has podido localizar. —Un brillo de especial satisfacción surgió desde su mirada—. Has hecho un gran trabajo, la verdad. Mi más sincera enhorabuena.

Oskar sintió una gran emoción al escuchar aquellos elogios e imaginó que oiría en cualquier momento la palabra ascenso. Pero no fue así. Para su total desconcierto, Göring dio el tema por zanjado y lo invitó a salir del edificio para ver qué sorpresa le había traído. A pesar de la decepción, Oskar recordó algo que llevaba tiempo queriéndole preguntar.

—Acabas de contarme tu idea de introducir esos perros en los fantásticos bosques de Bialowieza, pero ¿tienes previsto algún otro destino para ellos?

Göring se paró en medio de las escaleras y contestó afirmativamente.

—Hasta ahora hemos criado y entrenado perros pastores y rottweiler para patrullar los campos de concentración, donde sabemos que el riesgo de fuga es bastante limitado. Pero llevo un tiempo barajando la posibilidad de aislar a esos miles de judíos que invaden nuestras ciudades sellando sus propios barrios. Lo he discutido con Himmler y parece que está de acuerdo en los fines, aunque todavía no en cómo y dónde hacerlo. Sin embargo, yo he seguido pensando en ello y sobre todo en la operativa que tendríamos que desplegar para mantener la disciplina y la seguridad dentro de esos centros de aislamiento.

Oskar, por pura lógica, imaginó las mayores posibilidades que tendrían sus ocupantes para escapar de aquellas localizaciones, y entendió la conclusión a la que había llegado Göring. Le vendría muy bien contar con la ayuda de un perro dispuesto a perseguir y dar caza a todo judío que intentara abandonarlas. La mera actitud del animal evitaría nuevas tentaciones.

—Es ahí donde quiero ver a los bullenbeisser, en plena acción, sacando su instinto de presa.

Oskar escuchó sus elucubraciones sin valorarlas demasiado. En su mente seguía flotando la decepción. Sencillamente no lo entendía. Eran amigos desde hacía mucho tiempo, en España había abatido seis cazas enemigos y su fama empezaba a ser destacada entre los miembros de su escuadrilla de combate. Y además Göring era el máximo responsable de la Luftwaffe, de la que dependía la Legión Cóndor donde él volaba. Sin embargo, no le ofrecía los galones que creía merecer.

Quizá por ese motivo, la entrega de los dos perdigueros transportados ex profeso desde Burgos resultó más fría de lo que cabía esperar. Unos animales de especial calidad que había conseguido localizar en un recóndito pueblo de aquella enorme provincia, combatiendo un intenso frío y la tozudez de unos propietarios cerrados a vendérselos a un precio normal.

Göring se lo agradeció. De hecho, le encantaron, y así se lo hizo saber destacando su elegancia y su estética. Pero nada de eso compensó la frustrante sensación que le estaba dejando su breve estancia en Karinhall.

—Sigue así, mi querido amigo —le despidió minutos después, a las puertas del Mercedes que lo devolvería al aeropuerto—. Con gente como tú, Alemania será cada día más grande y poderosa. ¡Heil Hitler!

No demasiado lejos de la carretera por la que circulaba el coche de Oskar de camino a Schönefeld, en Grünheide, Luther estaba con su mujer Katherine en la consulta del médico.

Después de algo menos de cuatro meses de su vuelta a casa, apenas pronunciaba tres palabras seguidas y cuando lo hacía nunca quería hablar de ella. El permanente estado de melancolía en el que estaba sumida no parecía mejorar ni con el paso del tiempo ni con la medicación que le habían recomendado.

Los avances en su estado eran muy escasos. Ya podía vestirse sola, asearse y comer, aunque había tenido que contratar a una mujer para que la acompañara todo el día. Katherine se había perdido en un mundo interior tan profundo que nada ni nadie le hacía abandonarlo. A Luther se le rompía el corazón cada vez que la encontraba sentada en el mismo sillón donde la había dejado por la mañana.

—Katherine, no te inquietes. El médico nos recibirá pronto y en cuanto te mire nos volvemos a casa. —Luther calmó su temblor de manos sujetándolas entre las suyas.

Aquella vida de ausencias lo estaba destrozando por dentro.

Cada día que pasaba reconocía menos a su mujer; era como tener un mueble. Desde su reencuentro no había vuelto a mostrar ninguna otra emoción, y las esperanzas de recuperación que le habían dado se oscurecían a medida que la veía hundirse en aquel pozo oscuro de su mente, en aquella profunda depresión que la tenía completamente anulada.

—Señor Krugg, el doctor los espera. —La amable enfermera ayudó a levantar a Katherine.

Cuando entraron en su consulta, el gesto del hombre no podía ser más inquietante.

—Herr Luther, por favor, siéntese usted también.

El médico repasó la ficha clínica de su paciente retrasando su dictamen a la espera de que Luther estuviera definitivamente sentado y preparado para escuchar. Conocía muy bien la situación de aquella pareja, la pérdida mental de la mujer y sus incapacidades afectivas. Volvió a leer los síntomas que habían justificado la preocupación del marido y su visita dos semanas antes, revisó los resultados de su exploración, miró de refilón el perfil de la mujer, carraspeó un momento y se pronunció.

—Herr Krugg, la extrema delgadez de su mujer ha podido disimularlo, pero ha de saber que está embarazada de casi seis meses.

Luther recibió la noticia como si un afilado cuchillo acabase de atravesar su estómago. Ella no reflejó ninguna sorpresa.

—Eso es imposible —pronunció, ahogándose en sus propias palabras.

—Me temo que lo es, y créame que lo siento.