Capítulo XII

Sierra de Ordunte

Encartaciones. Vizcaya

31 de marzo de 1937

XII

Aquella fresca mañana, cuando Oskar Stulz se echó a caminar montaña arriba tras los pasos de Perico, un ganadero vecino de Gijano, el último pueblo en el valle de Mena, el cielo de Vizcaya empezaba a verse surcado por más de cuarenta aeronaves de la Legión Cóndor. El Gobierno vasco todavía no lo sabía, pero con ellos se estaba dando por estrenada la Campaña del Norte, nombre con el que había sido bautizado el ambicioso plan militar de Franco y Mola para ganarle la cornisa cantábrica al bando republicano.

Cuando los dos extraños montañeros alcanzaron la cima más alta de su incursión, divisaron en dirección noreste la estela de explosiones que empezaban a dejar los Junkers arrasando la línea defensiva que había montado el Euzko Gudarostea, el ejército que dirigía en persona el lendakari Aguirre. Las largas columnas de humo que iban emergiendo desde el verde paisaje terminaron por dibujar una línea que consiguió unir la villa de Durango con la de Villarreal de Álava, por donde también pretendían entrar quince mil brigadistas navarros y un batallón de tropas hispano-italianas denominadas Flechas Negras.

Oskar enfocó sus prismáticos y pudo distinguir a su escuadrilla, la segunda de las tres con las que contaba el grupo de caza J/88 de la Legión Cóndor. Después de algunos fracasos sufridos con los viejos Heinkel frente a los modernos aviones rusos, acababan de estrenar los prometedores Messerschmitt BF 109. Se le puso la carne de gallina al imaginar a sus compañeros detrás de sus mandos y en plena acción, mientras él solo sudaba entre riscos y abruptas vertientes en busca de un pequeño valle.

La elección del día no había sido casual.

Su entrada por la zona occidental de Vizcaya, territorio leal a la República, sería más segura, ya que la atención de los gudaris vascos estaría puesta en el otro flanco, en el oriental, por donde les estaban abriendo una inesperada y profunda brecha en sus líneas defensivas.

Vestía ropa de pastor, llevaba una boina bien calada para ocultar su pelo rubio, calzaba buenas botas para resistir el ascenso sin dificultades y guardaba una pistola en el bolsillo.

Su guía hablaba poco, lo que era de agradecer dado su todavía insuficiente nivel de español. Pero al llegar a orillas de un enorme peñasco, le advirtió que se anduviera con cuidado porque además de peligrar su apoyo, dado el estrechísimo y escarpado camino que tenían por delante, debían de estar cerca de un búnker que protegía la entrada natural de Burgos a Balmaseda.

—Desconozco su posición exacta porque cuando voy a ver a mis primos no suelo entrar por la montaña. Eso sí, me han advertido que está tan bien camuflado que, si no vas con mucho cuidado, hasta que no estás casi pegado a él no lo ves. Por lo que hemos de llevar los ojos muy abiertos.

Oskar no comprendió todas las palabras, pero cogió el sentido de la frase.

Los primos de Perico, con quienes habían quedado, eran tres muchachos de aldea con los que seguía viéndose a pesar de que la guerra los había separado en dos frentes distintos.

La sierra de Ordunte, por la que ascendían, formaba una especie de arco alrededor de un estrecho valle con un río en medio, el Kadagua. Aquel día se encontraba extrañamente despejada de nubes, como la mayor parte del cielo de Vizcaya, lo que estaba facilitando las incursiones aéreas alemanas.

Bajo las órdenes del coronel Von Richtofen, el centro de operaciones de la Legión Cóndor se había instalado en Burgos, dada su estratégica ubicación y la coincidencia con la capitalidad del bando sublevado. A través de dos aeródromos, el de Gamonal y el de Vitoria, el bando nacional pretendía asestar un golpe definitivo a los ejércitos republicanos del norte, divididos y peor armados que los de Franco. Y entre sus mejores pilotos estaba Oskar, asignado a misiones de ataque desde que había llegado a Burgos.

—Pijuí… pijuí…

Perico, seguramente imitando el canto de algún pájaro, señaló a Oskar un ligero cambio en el relieve de la montaña, perfilado sobre una abrupta pendiente. El alemán trató de definir mejor el perímetro de aquel búnker, pero todavía se encontraban demasiado lejos para decidir cuál podía ser su flanco más débil. Se arrastraron muy despacio por la izquierda abrigados por una línea de setos. A menos de quince metros analizaron la posibilidad de evitarlo, pero no había modo alguno. En aquel punto, la pendiente de la montaña era tan pronunciada que no quedaba hueco ni por arriba ni por abajo.

Tumbados y al abrigo de unos helechos, Perico buscó el oído del alemán para contarle cómo atacarlo. A Oskar no le pareció mala idea. Los primeros cinco metros para recorrer suponían el mayor riesgo de ser vistos. Luego, comenzaba otra frondosa masa vegetal como en la que estaban.

Cuando miraron a la boca del búnker no vieron a nadie. Pero a solo un segundo de cronómetro, en el momento en el que habían decidido avanzar a la posición más expuesta, la punta de una ametralladora asomó por ella, lo que los obligó a esperar. Media hora después, coincidiendo con los primeros calambres en las piernas causados por tan prolongada inmovilidad, el arma desapareció. Salieron de su posición un poco entumecidos y recorrieron con rapidez la comprometida distancia hasta alcanzar el búnker por su cara trasera. Perico señaló la puerta y Oskar apuntó con su pistola. Decidieron una táctica para evitar que el ruido de los disparos pusiera en aviso a otros soldados que anduviesen cerca.

Perico escaló la roca y se colocó encima de la puerta.

—¡Oveejaaaas! ¡Quit, quit, quit! —chasqueó la lengua simulando la llamada de un pastor a su rebaño. Lo repitió dos veces más, levantando la voz de un modo exagerado.

Escucharon a alguien manipular la manija de la puerta y al segundo apareció un hombre con boina roja y camisa caqui. Sin que le diera tiempo a advertir la presencia de Perico por encima de él, un afilado acero le seccionó el cuello de lado a lado y el desgraciado se derrumbó sin hacer el menor ruido. Oskar entró con rapidez al interior del búnker disparando dos veces; la primera bala atravesó el hombro del otro ocupante, lo que hizo que perdiera la ametralladora, y la segunda la cabeza. El hormigón de sus paredes ahogó el sonido de las detonaciones.

Al salir, felicitó a Perico por la eficacia de la operación, arrastraron el cadáver al interior del fortín y cerraron la puerta. A partir de allí solo tenían doscientos metros hasta la siguiente cima, desde la cual se debería divisar el cerrado valle al que iban.

Con el sonido de fondo de las bombas que no cesaban de caer sobre Mondragón y alrededores, avistaron finalmente un grupo de centenarios robles en lo más alto de la ladera por la que ascendían, y una vez atravesaron su penumbra, al otro lado se les abrió un precioso valle en cuyas laderas pastaban no menos de un centenar de vacas y unos cuarenta terneros, procedentes de la paridera de primavera.

—Esas son las vacas de mis primos. Por estas tierras, a su raza la llamamos monchina. Creo que el nombre viene de eso, de que viven siempre en el monte. Son bravas y montaraces, muy adaptadas a los pastos de montaña y a vivir aisladas. Ya verás qué poco les gusta la presencia del hombre.

Oskar las observó con curiosidad. La capa de pelo dominante era de un llamativo rojo castaño con sombras leonadas. Su tamaño era más bien pequeño, para lo que tenía visto en los ganados de dehesa, casi todas eran ojinegras y bociblancas, y tenían un manchón oscuro sobre el nacimiento de la cola.

—¿Y tus primos?

Perico colocó las manos a ambos lados de la boca, dobló la punta de la lengua volviéndola hacia atrás y silbó de un modo increíble, consiguiendo que su sonido se distribuyera a lo largo y ancho de aquellas montañas. En solo cinco segundos se escucharon dos silbidos de respuesta que surgieron desde la otra vertiente. Los primos se estaban localizando. Oskar intentó imitarlo, pero se vio incapaz de mantener la lengua en la misma posición y lo único que consiguió fue que el aire se le escapase por las comisuras de la boca produciendo un extraño efecto. Frustrado por su poca habilidad, observó con los prismáticos el perfil de las montañas y luego ladera abajo a dos hombres que tomaban un zigzagueante camino que parecía terminar donde ellos estaban. A pesar de la distancia que todavía los separaba, entre sus piernas distinguió dos sombras que le dejaron sin respiración. Allí estaban. Después de una complicadísima búsqueda por los pueblos más recónditos del norte de España, de ir recogiendo pequeñas pistas a partir de un rosario de conversaciones con la gente mayor de los pueblos, en las que todos juraban haber escuchado cosas maravillosas sobre ellos, y de haberse estudiado un largo y pesado tratado de genealogía canina española, acababa de llegar a un lugar, las Encartaciones, donde seguía habiendo alanos. Unos perros que eran auténticos hijos de un tiempo antiguo, algunos decían que tan antiguo como la llegada a la Península de los primeros pueblos godos.

—¡Traen dos con ellos! ¡Excelente! ¡Excelente! —proclamó Oskar con voz temblorosa.

—Cuando contactó usted conmigo, me dijo que si buscaba alanos era para comprarlos. Pero dudo que se los quieran vender. Quedan poquísimos. Y no hay perro mejor que él para inmovilizar a esas vacas que, de tan asilvestradas como viven, son medio salvajes. Si no fuera por ellos, no habría quien las recogiera del monte. Ese ha sido el trabajo que se ha pedido a estos perros desde siempre.

—Muy interesante, sí… —contestó Oskar, con idea de llevar la conversación por otros derroteros—. Perico, escúcheme. Estoy seguro de que usted puede ayudarme a convencerlos. Sabe que a sus primos les pagaría bien, pero por supuesto a usted más, ya que al fin y al cabo ha sido quien lo ha organizado todo —comentó, convencido del seductor poder de sus marcos.

—No lo dudo, pero vamos a ver qué dicen Gorka y Martiko.

Los primos eran unos hombretones de enorme presencia, rudas y gigantescas manos, poderosísimos brazos, y un pecho que por su ancho parecía más propio de un caballo que de un hombre. Saludaron al alemán con suspicacia. Oskar solo tenía puesta la atención en los dos perros, dos machos de tres años, según le dijo el más locuaz, Gorka. Los animales no extrañaron su presencia y demostraron un excelente carácter. A pesar de su metro ochenta, la poderosa cabeza de los dos canes le llegaba a la cadera. Calculó que tendrían unos sesenta centímetros a la cruz. Los animales se mostraban pacientes y disciplinados.

—Magníficos… Son verdaderamente preciosos.

Oskar era consciente de que se encontraba enfrente de los herederos directos de aquellos bullenbeisser que tanto deseaba tener Göring, según le había hecho partícipe tras una reciente y larga conversación telefónica. Los animales que estaba viendo compartían con la raza alemana la misma capa barreada, no tenían espolones en las patas, su trufa era negra, sus iris de color avellana, la mirada poderosa y segura, y también tenían las orejas recortadas en recto.

—¿Los podré ver trabajando?

Le contestó Martiko, el más joven. Un tipo de mejillas enrojecidas, ojos pequeños y nariz afilada.

—Ya le dijimos a Perico que esta no era época para recoger a las vacas. Lo hacemos entre octubre y diciembre, cuando los terneros tienen en torno a los seis meses. Por aquí lo llamamos las octubradas, pero como se puso tan pesado haremos una excepción con usted.

El otro primo, Gorka, miró con extremo recelo al alemán. No le gustaban nada los foráneos, y para él ya lo eran los de la vecina provincia de Burgos, como para recibir con buena cara a un tipo cuyos compatriotas estaban apoyando la insurrección militar contra la República y, por extensión, contra el Estatuto vasco. Le había costado un trago acudir a la cita, y si lo había hecho solo era por deferencia a su primo y por el dinero. Desconocía lo que Perico le ganaría al trato, pero las trescientas pesetas que ellos se llevarían por una demostración con los perros era lo que ganaba un obrero en dos meses de trabajo.

—¿Y ha venido hasta aquí solo para verlos? —le preguntó, mientras decidía contra qué vaca iba a lanzar los alanos.

—Sí, y a comprárselos.

Gorka se retiró la txapela, la hizo girar entre sus manos, bufó dos veces y contestó que eso nunca lo conseguiría. Se lo razonó. Ellos vivían de las vacas y necesitaban recoger los terneros cada año, matar un toro cuando se peleaba demasiado con otro, o tratar a los animales contra los parásitos. Y sin los perros, dada la bravura de aquel ganado, esas tareas serían casi imposibles.

—Le podemos guardar una o dos crías cuando las tengamos, pero adultos no. Y no conseguirá que cambiemos de opinión por mucho dinero que nos quiera dar; es así.

Oskar entendió sus motivos y les pidió las próximas camadas que tuvieran. Sacó una cámara de fotos Leica de una especie de zurrón que llevaba colgado al hombro y gastó un carrete entero con los perros, retratándolos desde todos los ángulos posibles. Los hermanos esperaban pacientes a que acabara para empezar con la batida de las vacas.

Le explicaron cómo lo iban a hacer. Primero localizarían al animal objetivo, irían hacia él con los perros a su paso, y cuando estuvieran tan cerca que de seguir caminando provocarían su estampida, les darían la orden para que la hicieran presa.

Oskar se sentó sobre la hierba, en la parte más elevada de la ladera, y observó sus movimientos. Supo qué animal habían elegido al ver la dirección que tomaban los hermanos, marcando su paso primero y rodeándola después. Pero cuando de verdad disfrutó fue al escuchar la orden seca que lanzaron a los dos alanos, y cómo empezaron a correr en pareja hacia la vaca. El animal, al verlos venir, tomó ladera abajo a toda velocidad, y tras ella los dos canes. La rapidez con que corrían y la bravura de los perros hicieron que en menos de un minuto el primero de ellos alcanzara una oreja del animal y el segundo quedara colgado de su morro. Uno y otro volaron durante unos metros prendidos al vacuno con sus poderosas mandíbulas, resistiendo sus cabeceos y las cornadas que les disparaba para quitárselos de encima. El animal resistió lo que pudo, pero terminó derrumbándose por la pradera, vencido por el dolor. Sin soltarse de ella, los perros aguantaron su mordida hasta tenerla del todo inmovilizada, gruñendo felices.

Los primos corrieron hasta ellos, como también hicieron Perico y Oskar. Cuando llegaron, solo tuvieron que atarla por las patas y colocarle un narigón para poder moverla después.

Los perros, con el morro fruncido y las mandíbulas hinchadas por la fuerza de su músculo, seguían doblados sobre el animal, llenos de sangre y con la mirada de quien sabe que ha cumplido con lo que se esperaba de él.

—Fascinante, increíble…, sorprendente. —Oskar no hacía más que elogiar de un modo u otro la acción de los perros, mientras gastaba un segundo carrete fotográfico. Estaba deseando hacer llegar aquellas fotos a su amigo Göring—. ¿Para cuándo tendrán la primera camada?

Gorka miró la floración de los setos, sintió el aire templado y el sol sobre sus brazos; acababa de empezar la primavera y era un buen momento para el celo de las perras.

—Quizá pronto. Vamos hacia una buena época de cubrición. Ya le avisará Perico cuando tengamos crías destetadas. Pero le van a salir caras, se lo aviso.

—¿Cuánto?

—Doscientas pesetas por cría. —La cifra era un auténtico robo, pero nadie había mostrado tanto interés como aquel alemán. Por eso probó.

—¿Cuántos me podrían dar?

Martiko calculó los que se dejarían para ellos como reposición, y contestó que podrían ser unos ocho.

—Si los tengo antes de julio, les pagaré a doscientas cincuenta pesetas. ¿Hay trato? —Les ofreció la mano.

—¡Hay trato!