Capítulo XI

Residencia de Max Wiss

Calle Maldonado, 3

Madrid

25 de marzo de 1937

XI

El ambiente en las calles de Madrid era de auténtica euforia.

Tres días antes Franco había desistido de conquistar la capital y la noticia había sido recibida por muchos de los defensores de la ciudad como una prueba del inquebrantable espíritu de resistencia obrera y un esperanzador triunfo. Pero también hubo quien lo había lamentado, y mucho, sobre todo los que colaboraban con la facción sublevada desde la clandestinidad. Entre unos y otros, existía un grupo de gente que contemplaba a diario las injusticias que arrastraba el conflicto y trataban de luchar contra sus consecuencias. Entre estos últimos se encontraba Max Wiss.

Zoe aceleró su BMW R11 atravesando el centro de Madrid para llegar lo antes posible al domicilio de su jefe. Iba muy preocupada. Acababa de recibir la llamada del mayordomo de Max avisándola de que sus señores estaban siendo interrogados por unos milicianos que se habían llevado detenidos a todos los refugiados.

La puerta de la vivienda estaba abierta cuando al entrar se enfrentó con una docena de intrusos. Trató de obviarlos.

—Un momento, camarada, ¿se puede saber quién eres? —Uno de los milicianos la agarró del brazo.

—Trabajo para la Cruz Roja y quiero ver a mi jefe, a Max Wiss —respondió llena de seguridad.

Aunque la rodearon entre cuatro, mirándola de arriba abajo, Zoe no se achantó. Sacó su carné y se lo plantó en la cara al que la tenía sujeta. El hombre, de unos treinta y tantos, tiró la pava del cigarro sobre la alfombra sin poner el menor cuidado, la aplastó con la bota y señaló la puerta de la calle.

—Y yo respondo a las órdenes de la Junta de Defensa. Aquí no pintas nada.

—Es un ciudadano suizo. ¡No podéis detenerlo! —Escudriñó entre sus cabezas y la rendija de la puerta, por si veía a Max.

—Mira si podemos hacerlo o no. —Le enseñó un documento oficial sellado.

Al terminar de leerlo y sobre todo ver quién lo había firmado, Zoe entendió la gravedad de la situación. Aquello era una orden de expulsión en toda regla.

—Entiendo, camarada. —Dobló el papel y se lo devolvió—. Permitidme al menos que me despida de él.

El personaje lo contrastó con sus hombres y, al no recibir ninguna objeción, le dieron unos minutos. De camino al despacho se cruzó con el catedrático que la conocía. Iba escoltado por dos hombres. Sus miradas se encontraron. La del hombre era serena, pero Zoe no pudo evitar sentir una infinita pena. Nada bueno le iba a pasar. Le ofreció su sonrisa a falta de no poder hacer otra cosa mejor.

Cuando vio a Max, estaba volcando el contenido de los cajones de su escritorio sobre una maleta.

—Acabo de saberlo. ¡No lo quiero creer!

Max se volvió, hizo señas para que se callara y cerró con llave la puerta del despacho procurando hacer el menor ruido.

—No tengo mucho tiempo, Zoe. Como ves me han descubierto y en menos de media hora he de abandonar la casa con Erika. Nos enviarán en tren a Valencia, y desde allí a Marsella en barco.

Al verlo tan desencajado y cómo sangraba por un labio, se sintió acongojada.

—¿Y esa herida?

—No tiene ninguna importancia, no te preocupes.

—Si hablases con los de tu embajada, quizá podrían intervenir y parar todo esto.

—Ya no hay remedio… Aunque pude avisarlos y sé que se han movido con rapidez, no han conseguido frenar la decisión de la Junta de Defensa. Aunque al menos les han permitido venir a vigilar todo el proceso, lo que evitará que estas malas bestias tomen alguna medida más definitiva conmigo, como sé que han hecho con otros diplomáticos y extranjeros acusados como yo de encubrimiento. Deben de estar a punto de llegar: por tanto, por nosotros no te preocupes.

—¿Dónde está Erika?

—Debe de estar terminando de hacer la única maleta que nos permiten sacar aparte de esta. No ha parado de llorar desde que lo hemos sabido. Pero lo peor se lo va a llevar la pobre gente que acogimos en casa. Sufro con pensar qué será de ellos. Y desde luego me preocupas tú, y mucho. Soy consciente de que te quedas sola en esta ciudad, un lugar que solo se alimenta ya de venganzas y odios. —La cogió por los antebrazos y ella sintió cómo su garganta empezaba a encogerse.

—No me pasará nada. Seguiré con los perros ayudando en todo lo que…

—Perdona que te interrumpa, pero no tenemos tiempo, y yo tengo demasiada necesidad de contarte ciertas cosas que debes saber. Lo primero, guárdate este juego de llaves por si un día necesitases esconderte en el piso. —Zoe se las metió en el bolsillo—. Al ser propiedad de la Cruz Roja, la casa está considerada a todos los efectos como territorio extranjero, y por tanto no pueden incautarla y menos ocuparla. —Bajó la voz—. Además te he dejado bastante dinero en la caja fuerte. La encontrarás ahí, detrás de la enciclopedia francesa. —Señaló el lugar de la librería—. Memoriza el código, mil cuatrocientos veintisiete. Y has de destruir también dos gruesas carpetas rojas que dejé en el cajón con llave de la mesa de mi despacho en el hospital. En ellas fui guardando los documentos más comprometedores que me pasaron mis invitados y una copia de la denuncia que pretendíamos hacer sobre los fusilamientos masivos del pasado diciembre. Aquí no los podía esconder, porque temía que un día sucediera esto y fueran requisados. Contienen datos personales sobre terceras personas que, de salir a la luz, podrían correr un gravísimo peligro.

—Cuenta con ello.

—Zoe, de todos modos mi consejo es que abandones Madrid cuanto antes. Y que cuando lo hagas busques alguna legación suiza para poder localizarte.

—Max, gracias por todo, por el dinero, por tus advertencias, por…

Él volvió a cortarla, temía que los interrumpieran y le urgía hablar sobre una extraña y preocupante coincidencia que se había producido minutos antes de que ella llegara.

—No sé si te habrás cruzado con él, pero entre los milicianos que han entrado en casa, los mismos que por lo visto han estado vigilándome últimamente, hay uno que no solo dice conocerte, sino que asegura llevar mucho tiempo queriendo saber de ti. Así fue como me lo dijo cuando me preguntó de forma reiterada dónde o cómo podía encontrarte. Sabía que trabajabas en la Cruz Roja, pero no en qué. Como no me gustó nada, para protegerte le juré que habías abandonado Madrid hacía unos meses. Sin embargo, no estoy seguro de haber sido del todo convincente. —Zoe quiso confirmar si era el causante de su herida en el labio—. Sí, fue él, y parece un tipo peligroso. Por eso tienes que salir de esta casa sin ninguna demora. ¡Hazlo ya! No puede verte aquí.

En ese momento alguien trató de entrar en el despacho y, al ver que estaba cerrada la puerta, empezó a batirla de forma violenta. Zoe, aunque estaba muy asustada por lo que acababa de saber, fue consciente de los escasos segundos que tenía para expresarle sus sentimientos.

—Max, gracias por todo lo que has hecho por mí. —Se abrazó a él sintiendo la acogedora fuerza de su cuerpo—. Y por favor, no te preocupes más, me sabré cuidar. Gracias por todo. —Lo besó en la mejilla con sus ojos bañados en lágrimas.

La puerta reventó y por ella entraron tres individuos. Entre ellos Zoe reconoció a Mario, el novio de Rosa.

—Pero mira a quién tenemos por aquí… La que supuestamente se había ido de Madrid.

Zoe lo miró con espanto.

Max percibió el pánico en la expresión de su amiga y se interpuso entre ella y el miliciano, pero fue apartado de un fuerte empujón. Zoe sintió cómo sus piernas empezaban a temblar. Lo tenía a menos de medio metro de su cara. Recordó la tarde que había estado a punto de forzarla y sintió el mismo miedo ante su sucia mirada.

—¿La conoces? —preguntó el jefe de su grupo, el mismo que había permitido la entrada de Zoe al despacho.

Mario pensó con rapidez. Calculó que, si en ese momento la denunciaba, se la llevarían detenida y perdería toda oportunidad de cobrarse sus deudas. Por lo que cambió de estrategia.

—No… Para nada. Ahora que la veo más de cerca me parece que la he confundido con otra persona —mintió, para mayor desconcierto de Zoe.

El jefe de la escuadrilla se centró en Max, le advirtió que había agotado su tiempo y lo invitó a que saliera del despacho.

—Y tú ya te puedes ir —se dirigió a Zoe—. Han pasado los diez minutos que te di, y aquí no tienes nada que hacer.

—Venga, ¡vete ya! —Max la empujó deliberadamente hacia la puerta, y con su cuerpo frenó a Mario que ya iba tras ella.

Zoe entendió que aquella era su única oportunidad y salió corriendo por el pasillo. Sin ver si Mario la seguía, llegó a la puerta de la vivienda, la cerró de golpe y bajó los primeros escalones de tres en tres. Escuchó que alguien la volvía a abrir y después unos pasos que trotaban por la escalera. Aceleró todo lo que pudo hasta temer caerse. Cuando llegó a la calle buscó su moto, sacó la llave del bolsillo para ganar tiempo y trató de arrancarla. Pero le falló al primer intento. Recuperó el pedal de puesta en marcha, lo empujó con todas sus ganas y tampoco lo consiguió. Miró al portal temiendo la aparición de Mario en cualquier momento. Probó una vez más y por suerte rugieron los setecientos centímetros cúbicos de su motor. Retiró el pedal, metió primera y en ese momento vio cómo se le venía encima. Soltó de golpe el embrague y la moto se encabritó disparándola hacia el escaso tráfico que por suerte presentaba ese día la calle. Mario no cejó en sus intentos de cogerla, yendo tras ella en una decidida carrera, sorteando los coches que le venían de frente. Y puso tantas ganas en ello que en un máximo esfuerzo consiguió hacerse con el extremo de un pañuelo rojo que Zoe llevaba al cuello, y tiró tanto de él que a punto estuvo de derribarla. Pero Zoe reaccionó rápido, lo desanudó y pudo zafarse. Tan solo escuchó sus últimas palabras antes de acelerar su escapada.

—¡Un día te encontraré! ¡No lo dudes!

Media hora después Zoe escondía la motocicleta en un bajo que había alquilado en la parte trasera de su edificio y entraba en su casa aterrorizada. Campeón salió a recibirla nervioso. Llevaba dos días sin tocar la calle y su mirada era suplicante, inquieta, casi histérica. Zoe lo advirtió, pero decidió no arriesgarse a salir. Quizá fuera un temor vano porque estaba segura de haber despistado a Mario, pero seguía estando demasiado aturdida por el reencuentro y muy triste por la despedida de Max. Por eso, y a pesar de los infinitos deseos de Campeón, decidió quedarse en casa.

Preparó un poco de comida y, cuando cenó y le dio una buena parte a Campeón, se sirvió una copa de brandy y buscó el relax de su sofá, con la radio encendida. Hablaban de la llegada de una gran cantidad de tanques rusos a Barcelona y de los éxitos que se estaban produciendo en el frente de Aragón. Según Unión Radio, los ejércitos bajo el mando de Franco estaban perdiendo importantes posiciones y retrocediendo en otras. Pero Zoe apenas escuchaba. Se sentía profundamente afectada por esa otra guerra que le afectaba más de cerca; ¿podría sobrevivir a la inquietante amenaza de Mario?