Capítulo X

Ateneo Libertario de la Guindalera

Calle de Alonso Heredia, 8

Madrid

22 de febrero de 1937

X

Bajo ese pretencioso nombre, en aquel chalé bautizado como El castillo se libraba una batalla diferente a la que tenía lugar en las inmediaciones del río Jarama en aquellos días. En él se esquivaba la autoridad del Gobierno, se obviaban las directrices de los partidos republicanos, y la única consigna era aplastar con firmeza a los quintacolumnistas que desde dentro de Madrid colaboraban con las tropas de Franco.

Los milicianos anarquistas que lo habían constituido venían de haberse hecho grandes en la toma del Cuartel de la Montaña, y heroicos después de batirse contra un ejército profesional, entre peñascos, en la sierra del Guadarrama. Y ahora tenían como objetivo combatir al enemigo desde la retaguardia, a ese sinfín de individuos que seguían escondidos en sus barrios y casas luchando en secreto desde el interior de Madrid.

Pero no todos los que formaban aquel ateneo acudían a él para denunciar fascistas, desarmar complots, interrogar a sospechosos o incautar sus bienes; entre ellos había un segundo grupo denominado la escuadrilla de la venganza que no era sino una pavorosa colección de turbios personajes, en los que se concentraba lo peor de la condición humana; unos asesinos que operaban cada noche sin ley ni moral.

Unos y otros alimentaban finalmente a dos o tres checas, de las más de doscientas que había en Madrid, donde a los acusados se les terminaba de juzgar y casi siempre ajusticiar.

La cercanía del barrio de Salamanca con aquel ateneo, barrio al que tachaban de nido de fascistas, justificaba un abultado trabajo de investigación por parte de sus miembros. Entre ellos se daban todo tipo de profesiones, pero abundaban los porteros, verdaderas atalayas de observación sobre las casas de los sospechosos. Rosa había empezado a acudir empujada por su novio Mario, pero sin demasiada convicción. Le había recriminado que estaba viviendo ajena a la guerra y que la necesitaban. Por eso, dos de cada siete noches acudía a barrer y a adecentar aquella casa, al haberse negado a participar, como hacían otras, en el registro de domicilios denunciados a partir de los chivatazos que se recibían.

Sin embargo, veía cosas que no le gustaban.

No tenía estudios ni cultura, pero sí un concepto claro de lo justo y lo injusto. Y por eso, le parecía mal que los detenidos no tuvieran un trato digno antes de que se les mandase a las checas para ser juzgados. Había presenciado una excesiva violencia con ellos, y también era consciente de la escasa preparación jurídica de los tribunales populares que eran nombrados para juzgarlos. Pero lo hacía por miedo, por miedo a un Mario al que veía cada vez más extremista.

Aquel lunes veintidós de febrero, cuando entró en el chalé de la Guindalera, apreció un especial revuelo.

Acababan de traer a una familia entera, a un matrimonio y a sus cinco hijos, el mayor de dieciséis años, acusados de estar usando una emisora desde su domicilio de la calle Lagasca para comunicarse con el enemigo. Rodeados por dos decenas de milicianos, a casi todos los conocía Rosa, los llevaban al antiguo comedor de la casa, habilitado aquella noche de forma extraordinaria como sala de interrogatorios y juzgado. De los hijos, tres eran niñas de unos ocho, diez y cuatro años. Y si unas chillaban, la pequeña lloraba a todo pulmón. Los padres intentaban tranquilizarlas para evitar que alteraran a sus captores más de lo que ya estaban.

Decidió entrar a escuchar.

Antes de sentarse sintió un pellizco en el trasero y al volverse vio a su novio Mario.

—Esta noche no sé a qué hora llegaré, pero, aunque sean las cuatro, hoy no te libras… —Miró su escote con expresión hambrienta.

—¿De dónde vienes?

—De organizar con la cuadrilla la vigilancia de un tipo que nos ha encargado la Junta de Defensa: un suizo.

—Te lo he dicho muchas veces: me gusta muy poco esa gente con la que te juntas.

—Deja ese tema en paz y no me hagas enfadar.

Rosa refunfuñó con su comentario, pero al ver entrar a la familia su atención se dirigió a los niños por los que sintió lástima. No entendía qué cuentas tendrían que saldar delante del pueblo a sus edades. Los plantaron frente a la mesa del comedor, convertida ahora en mesa de justicia, presidida por un personaje muy popular en el ateneo por lo bien que contaba los chistes. Se llamaba Tasio.

—Ese sabe de leyes lo que yo de medicina —comentó a Mario.

—Tampoco hace falta mucho para juzgar a esos traidores, pero Tasio estudió por lo menos un año de Derecho antes de abrir la chamarilería. No será mucho, pero más que tú y que yo, seguro… —Se fijó en el padre de la familia—. Mira cómo tiembla el jodido fascista ese.

—También lo harías tú si te vieras en su situación —repuso ella.

—A mí no me temblarían las canillas, te lo aseguro.

Uno de los vocales de la mesa pronunció los cargos sin mirar ni un solo papel.

—Se os acusa de espionaje y aquí está la radio que lo prueba. —Sacó de una bolsa una moderna unidad y la mostró a todos los presentes de forma victoriosa—. Y no digáis que no, porque cuando os pillamos la estaban manipulando esos dos niños. —Los señaló con el dedo.

El presidente tomó nota en un papel, hizo callar al padre cuando quiso justificarse, y tras meditar un buen rato diferenció las culpas.

—La mujer se puede ir, porque a casi ninguna de vosotras se os da bien eso de la electrónica, y pareces una buena tipa. Y las tres chicas también, que luego habrá quien nos acuse de infanticidas. Pero este tribunal popular ha visto en la actuación de los dos mayores, como en la del padre, un delito de alta traición al pueblo, al estar ayudando a los que pretenden pisotearlo. ¿Tenéis algo que decir?

El hombre, armándose de valor, explicó que aquello era imposible porque la unidad que habían requisado no tenía capacidad de emisión, tan solo recibía, denunciando no entender cómo no lo habían comprobado.

El argumento, a falta de ser constatado, parecía impecable. Pero el presidente, al que le habían comentado antes de entrar a la sala que al menos el padre y uno de los hijos eran medio falangistas, sin ninguna gana de hacer perder el tiempo a sus camaradas para que comprobaran esa otra tontería de la radio, había tomado ya su decisión.

Sin notificar todavía su sentencia, rellenó el acta, la firmó, y se la entregó al supuesto secretario que la leyó.

—¡Libertad! —proclamó en voz alta.

La familia al completo se abrazó feliz. Pero el resto de los presentes sabía que esa palabra significaba otra cosa muy distinta en el proceder de aquel tipo de tribunales. Se llevaron al padre y a los hijos mayores por una parte, y a la madre y a las pequeñas por otra. En la trasera del chalé los estaría esperando un coche para que, salvadas las primeras protestas, los varones fueran llevados primero a la checa del cine Europa, donde terminarían de sacarles toda la información que pudieran, y después al cercano cementerio de la Almudena, donde iban a sentir a balazos el peso de su sentencia.

—Es el primer juicio que presencio —comentó Rosa a Mario en voz baja—. Pero vamos, que aquí se ha hecho de todo menos justicia. Pobres…

Mario recriminó de inmediato su opinión.

—Vigila mucho con quién haces ese tipo de comentarios, porque alguno puede pensar que estás en el otro bando. Rosa, va siendo hora de que entiendas de una vez que la causa obrera no puede perderse en esas menudencias, ha de luchar por la igualdad social en el camino de un verdadero socialismo libertario. Y para ello hay que limpiar esta sociedad podrida de todos los enemigos que la han hecho así, como esos que acabamos de ver. —Se levantó de golpe, consciente de que había quedado con su cuadrilla para empezar la ronda nocturna a las ocho, y eran y diez. Pero antes de despedirse la besó en los labios—. No seas tan blanda. Estamos en guerra y las tumbas están llenas de misericordiosos.

Rosa lo vio irse, preocupada. Las cosas que se decían sobre las formas de proceder de aquel grupo en el que andaba le parecían terribles. Ella no entendía la violencia gratuita que practicaban, y no era la única que pensaba lo mismo, incluso en aquel ateneo, pero nadie se atrevía a denunciarlo por temor a que les levantaran la tapa de los sesos.

Como ya había acabado de limpiar, buscó la salida del chalé, y al pisar la calle vio cómo Mario se ceñía una canana llena de balas antes de subir a la caja de un camión, donde lo esperaban los demás de su patrulla. Él no la vio, pero ella escuchó lo que les dijo.

—¿Sabemos ya cómo se llama el cura ese al que vamos a buscar?

—No, ni me importa —le contestó el jefe de la cuadrilla—. Me basta con el nombre de la calle y el piso: cuarto derecha del número treinta y siete, en Goya.

—¡Otra vez más ese maldito barrio de Salamanca! —apuntó otro, un albañil con el que Mario se llevaba muy bien—. ¡No es más que un refugio de víboras! Si las bombas de los fascistas nunca le caen será por algo —concluyó convencido.

Mario le palmeó en la espalda amigablemente. En su opinión, aquel tipo era un hombre íntegro y con sólidos principios revolucionarios. No sabía leer ni tenía demasiadas entendederas, pero disparaba al enemigo como ningún otro y sin complejos.

Cuando llegaron al portal, procuraron no hacer ruido para sorprender en el silencio de la noche al denunciado, antiguo párroco de una iglesia cercana al que habían dado todos por huido. La información les había llegado gracias a un fontanero que casualmente lo había reconocido en ese domicilio, propiedad de unas ancianas y devotas feligresas suyas, donde se había escondido desde el pasado mes de julio.

Subieron cuatro miembros de la escuadrilla, Mario entre ellos, y abajo se quedaron el chofer del camión y un patrulla. La fragilidad de los escalones acusó su presencia antes de lo previsto porque, sin haber pisado la última planta, en la tercera se les abalanzó un hombre, pistola en mano, disparando.

Al grito de «¡Arriba España!», se cargó a dos de ellos, que ni tiempo tuvieron de desenfundar sus pistolas. El albañil amigo de Mario corrió escaleras abajo tratando de huir despavorido, pero terminó con un agujero en la sien cuando el fugitivo lo alcanzó. Y el mismo Mario a punto estuvo de terminar igual si no hubiese sido porque antes de alcanzar el rellano de la escalera, yendo tras sus pasos, se cayó al suelo después de haber saltado cuatro escalones de golpe, esquivando por casualidad su disparo. Todavía en el suelo, alertó a voz en grito a los de abajo.

Pocos segundos después, en la calle, un hombre quedó tendido entre la acera y el capó de un coche agujereado a tiros: los que le disparó el conductor del camión estrenando una ametralladora soviética que esa misma tarde les habían dado en la checa. Y sin haber pasado media hora, el sacerdote compartió idéntico destino. Del portal salieron dos ancianas rotas de dolor buscándolo, y tras ellas la mujer del primero.

Los dos cuerpos habían quedado desparramados enfrente de una confitería y panadería que en tiempos de paz había sido una de las mejores de todo Madrid: Viena Capellanes.

Las tres mujeres fueron llevadas después al ateneo libertario de la Guindalera, y de allí a la checa de Tetuán, pero no volvieron a pisar sus casas.

Su sentencia, la muerte.

Su delito, alta traición al pueblo.