Capítulo IX

Ciudad Universitaria

Madrid

14 de enero de 1937

IX

De los diez sabuesos que se había traído de Soria, Zoe decidió utilizar dos para cubrir una peligrosa misión que le había sido asignada directamente desde la Junta de Defensa, extrañada de que se hubieran saltado a Max, con quien solían hablar.

Su objetivo tenía que ver con las alarmantes bajas que se estaban produciendo en la zona universitaria, pero por causas diferentes a las habituales. Los nacionales habían sembrado de minas un ancho pasillo entre el hospital Clínico y el cerro de los Locos, y el lugar se estaba convirtiendo en un auténtico infierno.

En la periferia de Madrid las posiciones de uno y otro bando se habían estabilizado. Sin embargo, cada día se libraba una guerra de trincheras en un intento de ir ganando posiciones al contrario. Y bajo ese criterio, la estratégica ubicación del Clínico era vital para ambos dada la excelente visibilidad que el edificio ofrecía en un ángulo de casi doscientos grados. Por ese motivo los enfrentamientos armados se sucedían en sus inmediaciones. Ejemplo de ello habían sido los cuarenta legionarios de la IV Bandera que habían fallecido el día anterior a la llamada a Zoe, por la explosión de una potente mina de fabricación rusa colocada en el centro de su ala oeste, en este caso por parte de las milicias revolucionarias.

El problema para el bando republicano es que el enemigo había dejado otras tantas en su retirada, y que desde sus trincheras, con unos curiosos lanzaminas que acababan de venir de Alemania, les estaban disparando unos desconocidos dispositivos que se camuflaban bastante bien en el suelo y que explotaban al pisarlos.

Zoe sintió una profunda angustia cuando supo que la bandera de aquellos pobres legionarios fallecidos coincidía con la de Andrés, del que no había tenido noticias desde hacía cuatro meses. Aunque sabía que su trabajo estaba en África, cuando desde la Junta de Defensa le garantizaron que su nombre no estaba en la lista de fallecidos, respiró tranquila.

Entrada la noche Zoe llegó a las puertas del hospital. Se colocó un casco identificado con la cruz roja, unas botas recias, dos brazaletes con el símbolo de la institución y un chaleco pesadísimo que podría evitarle la muerte en el caso de una explosión fortuita. Antes de iniciar su tarea, dos unidades de milicianos y otras dos de guardias civiles habían peinado las trincheras del enemigo más próximas para evitar que desde ellas pudieran alcanzarla mientras trabajaba con los perros.

Serían las dos de la madrugada cuando Zoe agarró las correas de los sabuesos, recibió las últimas instrucciones por parte del comandante de la Guardia de Asalto al cargo de la operación, y tomó camino hacia la zona sospechosa. Lo hizo en dirección norte, escoltada por dos guardias de asalto bien armados.

—¡Tú haz lo que te ordene y no los molestes cuando trabajen! —advirtió a Campeón, con el que también había contado para la misión, al verlo gruñir a sus dos compañeros perrunos; dos machos que lo superaban en talla, fortaleza, mandíbulas, y desde luego en olfato.

Los sabuesos eran perros dóciles pero tozudos. Su capacidad de aprendizaje sin embargo era muy rápida, y poseían a su favor una increíble destreza olfativa que les permitía detectar ciertos olores a enormes distancias, olores incluso imperceptibles para otros muchos de su misma especie.

Soltó de la correa a sus dos rastreadores.

Con el morro a menos de un centímetro del suelo, los animales empezaron a barrer el terreno trazando arcos de unos cuarenta y cinco grados por delante de sus cabezas, algo que Zoe les había visto hacer cada vez que los ponía a trabajar. Tras ellos, brincando despreocupado, cuando no olfateándoles el trasero, lo que desencadenaba alguna que otra queja de los adelantados, iba Campeón. No tenía ni idea de qué estaban haciendo por allí a esas horas, tan a oscuras y en medio de una noche verdaderamente gélida. Sintió un respingo.

El suelo estaba muy duro en algunas zonas a causa del frío, y las botas de Zoe crujían al pisar los terrones de tierra, las ramas y algún que otro pequeño guijarro. Cuando llegó a una zona de trincheras, le impresionó su estampa. Al haber sido abandonadas con urgencia parecían estar todavía habitadas, con restos de comida, ropa, cajas, hornillos, revistas y hasta algún que otro fusil. Imaginó a sus ocupantes: hombres o incluso chiquillos, horas y horas allí metidos, sintiendo cómo la humedad se adueñaba de sus huesos y las ratas les comían el rancho. Con alguno que había conseguido hablar durante sus salidas nocturnas pudo conocer lo insufrible que resultaba una guardia dentro de ellas, siempre en espera de que pasase algo que no pasaba; cuando encender un cigarrillo se convertía en la mejor distracción, y las conversaciones de novias lo más interesante que les podía entretener en todo el día.

Zoe caminaba despacio, al ritmo que había enseñado a los perros, educados para ir cubriendo bandas de terreno de unos dos metros de ancho antes de avanzar a las siguientes. En su bolsillo llevaba unas tiras de panceta seca con las que premiaría sus hallazgos. Escuchó una fuerte explosión a cierta distancia, y a continuación una ráfaga de ametralladora y disparos sueltos. Al no saber calcular distancias, se echó cuerpo a tierra para evitar la sorpresa de una bala perdida. Y solo cuando volvió el silencio, se reincorporó y miró por los alrededores para localizar a sus tres canes. Pero no vio a ninguno.

Empezó a ponerse nerviosa.

Usó un silbato especial que colgaba de su cuello. Pero tampoco los vio aparecer.

El trabajo del perro antiminas era uno de los más complicados que había aprendido en Vevey, porque el animal tenía que reconocer el olor del explosivo enterrado bajo tierra, pero evitando ponerse encima para que no le explotara. Otra de las peculiaridades de su tarea era que tampoco podían ladrar para dar aviso cuando encontraban algo. Porque en guerra de trincheras cualquier francotirador podía detectarlos y terminar con ellos. Por eso, era muy importante que el adiestrador estuviese siempre cerca y atento a su reacción cuando localizaban el explosivo: la de quedarse sentados mirando a su amo. Como todo eso lo sabía demasiado bien, Zoe estaba preocupada. Los perros se cansaban si pasaba demasiado tiempo sin recibir el premio, y se corría el riesgo de que abandonaran la postura y se pusieran a caminar cerca del explosivo.

Agudizó su oído al escuchar un sonido extraño al otro lado de una loma, lo puso en aviso de la pareja de guardias y los esperó retrasada.

—Señora, venga rápido —la llamó uno a los pocos minutos.

Zoe corrió hacia ellos con aquel enorme casco que se le movía para todos lados algo desconcertada, hasta que miró a donde le indicaban. En ese momento su corazón se le partió en dos. Se trataba de Campeón. Había recibido una bala y estaba tumbado y temblando, con la mandíbula apretada y salivando con profusión. Su mirada expresaba verdadero pánico. Al observar que la herida era bastante superficial respiró más tranquila, aunque sangraba bastante. Se arrodilló a su lado y lo vendó con rapidez.

—Pobrecito mío. Me quedaría contigo hasta que estuvieras bien, pero he de ir a ver qué hacen los sabuesos. Lo siento, no puedo dejarlos solos, no en este momento. Así que tendrás que quedarte aquí, no ladrar, y esperarme hasta que vuelva a recogerte.

El perro recibió sus palabras asustado, apoyó la cabeza en el suelo con resignación y se quedó mirando a un punto indeterminado. Zoe hizo una señal a los guardias para que fueran a buscar a los otros animales y usó una vez más el silbato para atraerlos, pero no consiguió nada. En realidad, podía ser una buena señal; si no se movían seguramente es que habían encontrado algo. «Pero ¿dónde están?», se preguntó, a un paso de sufrir un ataque de desesperación.

Siguieron caminando en línea recta salvando los desniveles del terreno, hasta que alcanzaron el alto de una colina. Desde ella, y a cierta distancia, vislumbraron bastantes fogonazos de disparos que parecían provenir de la cuesta de las Perdices. Zoe sintió miedo. Esa era la guerra de verdad. Una noche más estaba tan cerca del frente que en cualquier momento podía recibir un disparo, como le había pasado a Campeón, o saltar por los aires con alguna de esas minas que buscaba. Sin embargo, la consciencia del riesgo no terminaba de vencer su determinación de ayuda, pues se sentía compensada cada vez que cruzaba su mirada con la de un hombre herido y desesperado. Cada noche, asistía al cruel espectáculo de la muerte, entre tanques y nidos de ametralladora, atendiendo a unos milicianos desahuciados que habían acudido con el pecho henchido de ideales, poca preparación militar y una boina bien calada.

Desde aquel promontorio uno de los guardias localizó a los dos perros. Estaban juntos y sentados, echando la cabeza hacia los lados en busca de Zoe. Estarían a unos ciento cincuenta metros, a la entrada de un grupo de fresnos y por tanto posiblemente cerca de algún arroyo.

Los agentes le indicaron que fuera detrás de ellos, pisando sobre sus mismos pasos y todo lo agachada que pudiera. Zoe obedeció sintiendo sobre su espalda el efecto de las veinte horas que llevaba levantada después del interminable trabajo que le tocaba hacer cada mañana para adecentar el nuevo centro de la carretera de Vallecas.

Al llegar a donde estaban, los sabuesos empezaron a agitar la cola sin dejar de mirar el único objetivo que en ese momento les interesaba: los bolsillos del pantalón de Zoe y el premio que suponían dentro.

—¡Buenos chicos! —Les dio un pedazo de panceta a cada uno—. ¡Lo habéis hecho muy bien!

Orgullosa de ellos, se sentó sobre una rama baja, en uno de aquellos fresnos, para esperar al equipo de localización y extracción del explosivo. Aquel, sin duda, era el momento más delicado de todos. Porque los perros habían hecho su trabajo, pero al no conocer el emplazamiento exacto de la mina, cualquier imprudencia por parte de los especialistas, de los perros, o de ella misma, podía terminar en una desgracia. Mandó a los dos sabuesos que se quedaran quietos y pensó lo ajenos que eran al enorme drama que tantos y tantos hombres estaban padeciendo en aquella estúpida y brutal contienda. Ellos no habían sido creados para ir la guerra, como tampoco los hombres. Pero unos y otros, en aquel frío invierno de Madrid, estaban uniendo sus destinos para ayudarse y compensar los dramáticos resultados que producía.

Pensó en Campeón, vio cómo los equipos de desactivación empezaban a desenterrar la primera mina, y fue en su busca.

Campeón era su perro fiel, un perro de paz.