Capítulo VIII

Centro de cría y adiestramiento canino

Grünheide. Alemania

10 de diciembre de 1936

VIII

Desde que había vuelto de Inglaterra, la vida de Luther Krugg era tan monótona como penosa.

A solo quince días de la Navidad, la ausencia de su esposa le producía una gran impotencia. Sería el primer año que pasarían las fiestas separados. Llevaba seis meses sin verla y todavía no sabía ni dónde estaba recluida. Después de su detención, a punto de huir a Inglaterra, las únicas dos cartas que le habían permitido recibir de su parte no venían selladas, y el texto había sido sin duda censurado. Eran las únicas pruebas de que Katherine estaba viva, no tenía ninguna otra. Y vivir con aquella falta de noticias estaba siendo una durísima experiencia.

Cada mañana, nada más llegar al centro de adiestramiento, dedicaba las dos primeras horas a revisar a los veintidós últimos cachorros fruto de haber cruzado las perras argentinas con un excelente macho bullmastif, y las hijas de ellos con una pareja de dogos franceses. También les echaba un vistazo a los bulldogs que había robado a la presidenta de la asociación británica, y después valoraba la evolución morfológica de las ocho líneas genéticas que había conseguido establecer hasta el momento. Al terminar con esa ronda, se pasaba un rato por la oficina y despachaba con su jefe Adolf Stauffer mientras compartían un café. Luego, desde media mañana hasta que la oscuridad le impedía continuar, se dedicaba a supervisar el trabajo de su equipo humano, a controlar la sanidad de los lotes caninos, a vacunarlos cuando tocaba, a dirigir los protocolos de adiestramiento y, en definitiva, a conseguir que los cuatro mil perros que desde hacía unos meses se criaban y adiestraban de continuo en Grünheide alimentaran los insaciables deseos de aquellos abominables dirigentes nazis.

Hacía su trabajo motivado por el chantaje a que estaba siendo sometido. Porque era consciente de que, si escapaba, erraba deliberadamente alguno de los pasos que estaba dando, o incumplía con sus objetivos, su mujer podía ser ejecutada.

Aquella gélida mañana de diciembre la taza de café estaba ejerciendo de segunda calefacción para sus manos mientras escuchaba a Stauffer.

—Acabo de recibir carta del director de Dachau, ya sabes, el tal Theodor Eicke. Nos agradece el envío de los últimos perros. —Siguió leyendo en voz baja a la vez que mojaba una pasta de chocolate en su humeante taza—. Dice que necesitará otros cincuenta pastores alemanes para cubrir las ampliaciones que han hecho. —Se retiró las gafas, las apoyó sobre la mesa y miró a los ojos a Luther—. ¿Qué le puedo contestar?

—Que se los pida a Heydrich, y si se lo autoriza cambiaremos la programación de entrega de los demás campos, cosa que dudo teniendo en cuenta la vehemencia con la que nos exigió el cumplimiento de los plazos.

—No creo que lo acepte.

—Pues eso.

Adolf rellenó las dos tazas con más café y preguntó por Katherine. Era un incómodo tema de conversación, pero llevaba un tiempo sin hacerlo.

—Desde la última carta de octubre, no he recibido ninguna otra noticia. Es desesperante… —Sus ojos azules buscaron la mirada de Stauffer—. Tú que eres tan amigo de esas sabandijas podrías averiguar dónde la tienen y cómo está.

Adolf se separó la camisa del cuello metiendo un dedo entre medias, incómodo por su comentario.

—Me comporté mal contigo, es cierto, pero ya te lo reconocí hace meses. Estaba siendo sometido a una insoportable presión que…

—Que te llevó a pisotear a tus amigos.

—O a protegeros a todos. Pero, bueno, eso es parte del pasado. Sabes que con lo de Katherine estoy de tu lado.

Luther dudó si no volvería a hacer lo mismo de verse presionado por el partido. Pero decidió no ensañarse.

—Ayer también llamó tu fan, Von Sievers. —El comentario amargó el sorbo de café que acababa de dar Luther—. Perdona, era una forma de decir. De sobra sé lo que piensas de él.

—¿Qué quería esta vez?

—Saber si ya pueden ver algún perro que empiece a parecerse al bullenbeisser —contestó Adolf, rebuscando algo entre sus papeles.

—Todavía no —contestó tajante—. ¡Ya me gustaría! Sería el salvoconducto de mi esposa.

Adolf encontró una anotación en un trozo de papel.

—Este es el nombre que me dio: Oskar Stulz, si…

—¿Quién es ese?

—Según me contó, se trata de un buen amigo de Göring destinado en España. Hasta ahí, una buena carta de presentación. Pero, además, parece ser que es un tipo muy aficionado a la caza y un experto en bracos. Por boca de Sievers también supe que hace un tiempo recibió, como embajada de su poderoso amigo Göring, la directriz de buscar por aquel país algún especialista en genealogía canina para descubrir qué razas españolas podían provenir de alguna alemana.

—Será otro maldito SS. —Luther se retorció un labio entre los dientes.

—También lo creo yo. Pero por lo visto ha encontrado una raza con un alto porcentaje de similitud con una de las nuestras. ¿Vas viendo por dónde van las cosas?

—Me va interesando más, sí. Sigue.

—El tal Oskar Stulz no había sabido nada del proyecto bullenbeisser, y su dedicación respondía exclusivamente a un favor personal pedido por su amigo Göring. Aunque, según Von Sievers, ahora ya ha sido informado de todo.

—¡Dime de una vez qué ha encontrado! Por favor.

—Te lo contaré en un minuto, pero para tu satisfacción, el descubrimiento de Stulz tiene que ver con un animal y una raza a la que tú habías llegado también indirectamente, o así se lo hiciste ver a Heydrich cuando hablaste con él en su despacho. ¿Lo recuerdas? Porque él sí.

Luther hizo memoria de aquel nefasto día, cuando mataron a su antiguo compañero de partido en Dachau, poco después de la entrevista. Pensó en lo que había hablado con Heydrich, y recordó de repente un detalle que le contó cuando repasaba las posibles siembras por el mundo de la sangre bullenbeisser.

—Le hablé de un grabado del pintor español Goya.

—Por ahí vamos bien. Y ¿por qué lo sacaste en la conversación?

—Porque los perros que aparecían en una de sus pinturas, una que plasmaba una antigua corrida de toros, se parecían muchísimo a los bullenbeisser.

—Son alanos. —Adolf pronunció el nombre de la raza en tono triunfal.

—¿Alanos? —Luther volcó su taza sobre la mesa, por suerte ya vacía—. Conozco poco esa raza, pero creo recordar haber leído que en efecto proceden de aquellas tribus germánicas que invadieron España durante el primer milenio, la de los alanos. Sin embargo, los imaginaba extinguidos en fechas cercanas a cuando Goya los pintó.

—Pues el tipo ese los ha localizado. ¡En España hay alanos!

—Esa puede ser —Luther no terminaba de creérselo— la sangre que me faltaba; el cruce definitivo. Con ellos en Grünheide podríamos fijar definitivamente la raza del bullenbeisser. Es… es… Sería un milagro si ese hombre se hiciera con algunos ejemplares.

—Se lo diré a Von Sievers. Pero no creo que lo tengamos muy fácil dada la situación de guerra en España. Stulz es piloto de la Legión Cóndor y supongo que estará haciendo sus gestiones, pero no sé nada más.

—¡Excelente noticia! —exclamó con un gesto emocionado—. Buscaré en los tratados que recibí desde Wewelsburg. Recuerdo uno donde se hacía referencia a esa raza. Y después, realizaré unos cálculos genéticos. —Se levantó de la silla—. Si me necesitas, estaré en mi despacho.

Durante las dos horas siguientes, Luther estuvo enclaustrado volando entre papeles, grabados y libros antiguos. Aquella revelación podía acelerar el final de su martirio, y por eso le había cambiado hasta el ánimo. Ni él mismo se reconocía, canturreando mientras revisaba sus análisis estadísticos y les añadía esa nueva impronta genética derivada del alano español, otro mito como el bullenbeisser, pero en este caso vivo.

Cuando sonó la puerta insistentemente, imaginó que se trataría de su jefe Adolf Stauffer, pero se equivocó de lleno. Tras ella lo esperaba una desagradable sorpresa llamada Eva Mostz, y justo detrás, otra mucho mejor e inesperada: su mujer Katherine.

Se lanzó a abrazarla emocionado, pero ella lo recibió como a un extraño. Al buscar el porqué en sus ojos, no encontró nada, tan solo una lágrima solitaria que resbaló por su mejilla, y una boca muda y sin expresión.

—¿Katherine? —La tomó de los brazos completamente aturdido y preocupado por su extrema delgadez.

—No esperes mucho de ella —intervino Eva.

Luther la miró sin disimular su odio.

La nazi se sentó en una esquina de su mesa de trabajo, se retiró el abrigo y lo hizo volar hasta que cayó encima de una silla. Cruzó sus largas piernas bajo una ceñida falda roja, luciendo medias de seda y zapato fino, se desanudó un pañuelo de cuello, e hinchó el pecho bajo un ajustado pulóver.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué significa? —preguntó Luther, sin dejar de mirar a Katherine. No entendía qué le impedía hablar y el porqué de su estado de absoluta ausencia.

—Podías agradecerme primero habértela traído. Tampoco es que esperase de ti un sentido «gracias», pero no sé… Bueno, si me pones un café, no te lo tendré en cuenta.

Con un dedo, Luther señaló una cafetera y un pequeño fogón en una esquina de su despacho. Eva no se quejó de su descortesía y se dispuso a usarla. Él ayudó a sentarse a su mujer y besó su frente sintiendo sus propios latidos. Volvió a preguntarle qué le pasaba, pero no abrió la boca.

—Por Dios, pero ¿qué le habéis hecho?

Eva volvió con la taza, la dejó sobre la mesa y recuperó su anterior posición.

—Entiendo tu inquietud, pero no puedo darte demasiada información, me lo tienen prohibido. Y además, con toda sinceridad, no conozco su caso. —Probó el café dejando una señal de carmín en la taza.

Luther se revolvió en la silla. Necesitaba saber.

—¿La habéis drogado?

—No, para nada. Como te dije en Inglaterra, no volverías a tener a Katherine hasta que viéramos una aceptable evolución en tu trabajo. Tan solo sé que ha estado viviendo en un centro especial para mujeres, pero puedo imaginar que debieron de verla más fuerte de lo que en realidad era y se les vino abajo, o muy abajo, como se ve. Ayer fui a recogerla, obedeciendo órdenes de mis superiores, y me la encontré así.

Sacó una pitillera dorada de su bolso, la abrió y se encendió un cigarrillo, le dio una larga calada y echó el humo sin prisa.

—¿Quién la debió de ver más fuerte? ¿Dónde ha estado exactamente?

—Eso no te lo puedo contar. Pero, aunque lo hiciera, ¿qué más te da ya?

Luther no pudo soportar ni un minuto más su estudiada frialdad ni su cruel distancia ante el dolor ajeno, y sin darle tiempo a reaccionar, inesperadamente se lanzó sobre ella, la tumbó sobre la mesa de su despacho y, rodeando su cuello con ambas manos, empezó a ahogarla.

—¡Me lo vas a contar todo o te mato aquí mismo! —gritó, con una ira desconocida en él.

Eva empezó a toser asfixiándose de verdad. Se retorció sin conseguir contrarrestar su fuerza, tratando de hacerse con la pistola que escondía en su espalda, bajo la falda. La enloquecida mirada de Luther hizo que temiera de verdad por su suerte. Pataleó con furia, viendo cómo se le iba la vida en pocos segundos si no conseguía detenerlo antes, pero una mano ajena lo hizo.

—Déjala.

Era Katherine. La violencia de su marido la había despertado de su mundo de silencios lo suficiente para pronunciar aquella sola palabra. Una palabra que le salvó la vida a Eva, quien nada más librarse de él le plantó su pistola en el pecho.

—Solo mereces que te lo reviente ahora mismo, pero no lo haré. —Con el cabello despeinado, la respiración agitada y los zapatos de tacón bien clavados en el suelo le miró a los ojos; los suyos estaban inyectados en sangre. Luego observó a Katherine y comprobó que había vuelto a su anterior estado—. Ella lo hará por mí. Ella reventará tu pecho o tu corazón, me da igual.

—¿Por qué no me dejas en paz?

Eva recogió su abrigo, sus cosas, y antes de salir se volvió.

—Contigo tengo un encargo y lo voy a cumplir.