Aeródromo de Cuatro Vientos
Madrid
8 de diciembre de 1936
VII |
El doctor Georges Henny, delegado de la Cruz Roja Internacional en Madrid, corría por la pista del aeródromo llevando de la mano a dos niñas que la institución pretendía expatriar a Francia.
Lo acompañaban el corresponsal del periódico Paris Soir y otro periodista también francés de la agencia de noticias Havas.
Se dirigían a tomar un avión propiedad de la Embajada francesa, un antiguo bombardero de la clase Potez 54 que había sido desarmado y habilitado como transporte de pasajeros y correo. Eran las cinco de la tarde, llovía con ganas en Madrid, y el parte meteorológico anunciaba mal tiempo hasta Toulouse, aunque no se esperaban fuertes tormentas. Por ese motivo, nada hacía pensar que el trayecto entre las dos ciudades fuera a sufrir ninguna complicación. O eso esperaba el doctor Henny, preocupado por los papeles que llevaba en su maletín de viaje; una información terrible que pretendía poner en conocimiento de la sede central de la Cruz Roja en Suiza, para que a su vez fuera valorada por la Sociedad de Naciones.
El suelo estaba resbaladizo.
Cuando llegaron a la escalerilla del avión, la turbulencia de sus motores encendidos levantó una cortina de agua que terminó de empaparlos por completo. Subieron los cinco pasajeros con prisa, la azafata cerró la puerta, comprobó que estaban todos los que esperaban y avisó al piloto para que iniciara las maniobras de despegue.
En uno de los hangares del mismo aeródromo, otros dos pilotos ponían en marcha sus dos cazas Nieuport 52, sorprendidos por las órdenes que acababan de recibir. Se colocaron las gafas, abrieron los inyectores de combustible y lentamente empezaron a rodar por la misma pista de despegue que minutos antes había usado el avión oficial de la Embajada francesa.
Además de compartir trabajo en la institución benéfica, al doctor Henny y Max los unía una buena amistad. Por eso, el suizo conocía de antemano la delicada misión de aquel vuelo. Henny, junto con el cónsul de Noruega y un delegado de la Embajada argentina, había estado investigando durante dos meses el destino de las preocupantes «sacas» de presos que se estaban produciendo en las cárceles de Madrid. Lo habían hecho después de no haber obtenido ninguna respuesta por parte del general Miaja, como máximo responsable de la Junta de Defensa de Madrid, cuando se lo habían preguntado. Fruto de sus propias pesquisas, habían descubierto que tanto en Alcalá de Henares como en Paracuellos del Jarama en aquellas mismas fechas se habían producido unos fusilamientos masivos, por lo que solo tuvieron que unir unas cosas con otras. Todos esos datos, la secuencia de los hechos y la atribución de sus posibles responsables viajaban en el maletín del doctor Henny, en aquel avión que acababa de dejar atrás la provincia de Madrid y sobrevolaba la de Guadalajara a eso de las seis de la tarde.
Un repentino ruido exterior atrajo la atención de sus pasajeros. Por las ventanillas advirtieron la sombra de un avión sobre el suyo. Se inquietaron. El piloto hizo cabecear las alas como saludo de amistad no a uno, sino a los dos aviones que acababa de descubrir volando por debajo y por encima, pero como respuesta solo obtuvo un ruido demoledor.
A la mañana siguiente, el nueve de diciembre, Max leía espantado el encabezamiento del diario La Voz en su primera columna:
«El avión correo Toulouse-Madrid ha sido ametrallado por trimotores fascistas. Alemania vuelve a disparar contra Francia».
Lo tiró al suelo y corrió a llamar por teléfono.
—¡Páseme con el general Miaja! —exigió con voz firme a la operadora de la Junta de Defensa que había respondido a su comunicación.
—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó la mujer, molesta por el agrio tono del hombre.
—Soy Max Wiss, de la Cruz Roja Internacional.
—Espere, veré si le puede atender en estos momentos. Creo que está reunido.
Max empezó a taconear el suelo muy preocupado por el destino de su amigo Henny. Le había inquietado y mucho el delicado motivo de su vuelo, pero nunca se hubiera imaginado la posibilidad de que fuera abatido. Conociendo la gravedad de la información que se pretendía trasladar a la opinión pública mundial, no había que ser muy listo para entender quién perdía más si aquellas noticias salían a la luz.
Mientras su llamada seguía a la espera, pensó en Zoe. En cuanto terminara de hablar con Miaja y supiera qué destino habían sufrido sus ocupantes, la llamaría para saber cómo se arreglaba con el nuevo centro canino de la carretera de Vallecas. La recogida de los perros en Torrelodones había constituido toda una epopeya, habiendo tenido que luchar contra el tiempo y la excesiva cercanía de las tropas nacionales, pero por fortuna todo había salido bien y se había conseguido recuperar el servicio, sin otras contrariedades que las deficiencias de la nueva instalación.
—¿Señor Wiss? —la voz al otro lado del aparato era la del general Miaja—. Imagino el motivo de su llamada.
—¿Me puede explicar qué ha pasado? Y primero de todo, ¿qué se sabe de sus pasajeros?
—Tranquilícese. Por suerte, la vil acción de la aviación fascista pudo ser contrarrestada con la pericia del piloto francés, que consiguió aterrizar la nave de emergencia en mitad del campo. Me han informado de que no corre peligro la vida de ninguno de sus ocupantes, aunque se produjo algún herido.
—Me tranquiliza oírlo. —Suspiró aliviado—. Y dígame, ¿en qué estado se encuentra el doctor Henny?
—Puedo confirmarle que su compañero recibió un impacto en una pierna y que está siendo atendido en el hotel Palace. Parece ser que su estado no es serio. Su llamada ha coincidido precisamente con una reunión en la que estábamos estudiando cómo responder a la indigna acción de la aviación enemiga.
Max no pudo contenerse.
—A mí no me va a engañar.
—¿Cómo dice? —Al otro lado de la línea, la voz del general demostró un agudo malestar.
—Les están echando la culpa a los nacionales, pero usted y yo sabemos que eso no es verdad. Así lo veo yo, y así se lo transmitiré a mis superiores.
—No comprendo qué le lleva a pensar eso. Pero, si quiere, venga a verme y lo discutimos. Le aconsejo que no cometa una imprudencia sin que lo hablemos mejor.
A Max no le hacía falta ninguna otra charla, a esas alturas nadie le iba a hacer creer la versión oficial.
—Déjelo como está. No le quiero robar más tiempo; seguro que no le sobra. Gracias por atenderme al teléfono y que tenga buenos días.
Max le colgó, tomó su abrigo y decidió ir sin más demora al improvisado hospital en el que se había convertido el lujoso hotel Palace, para constatar el estado de su amigo Henny.
En el despacho del general Miaja el ambiente se había tensado sobremanera después de la conversación con aquel suizo. Al otro lado de su mesa, el máximo responsable de la seguridad en Madrid escuchó impertérrito sus nuevas órdenes.
—Haga lo necesario para que desde hoy todos los directivos de la Cruz Roja en Madrid sean constantemente vigilados. Quiero tener en mi mesa a primera hora de la mañana un informe detallado de cada llamada que hagan, de con quién se reúnen; quiero conocer sus movimientos en la ciudad, controlar sus domicilios, y saber de ellos hasta a qué hora empiezan a roncar. Este es un asunto de máxima prioridad. Así que ponga a trabajar a todos los hombres que considere necesarios. ¡Y hágalo ya!
Su interlocutor recibió y aceptó las órdenes, pero encontró un problema.
—Mi general, dado que muchos de ellos son extranjeros, quizá nos convendría no hacernos demasiado visibles; me refiero a que no puedan asociar su vigilancia con nuestras fuerzas del orden. Entiendo que, de ser así, podría suponernos un conflicto con los embajadores de sus respectivos países.
El general reconoció su acertado análisis y preguntó qué sugería a cambio.
—Podríamos encargar el trabajo a alguno de esos grupos que se han organizado en los ateneos libertarios, ya me entiende… Ellos pueden operar sin arriesgar nuestra imagen, y seguro que hasta son más efectivos. Si no tiene objeciones, podría ponerlos en marcha desde hoy mismo. ¿Me da su aprobación?
—¡Vía libre!