Capítulo VI

Caserío Natxo Enea

Avenue Larreguy, 17

San Juan de Luz. Francia

30 de noviembre de 1936

VI

Andrés Urgazi entró en el salón de aquel aristocrático edificio preguntando por el conde de los Andes, sin saber si era alguno de los seis hombres que estaban debatiendo acaloradamente alrededor de su amplia chimenea. Se abrió paso entre la espesa nube de humo que habían dejado sus habanos, y salvó como pudo el abundante reguero de botellas de vino que, según supo después, los habían acompañado la noche anterior hasta cerrar los detalles de una misión que iba a suponer su propio estreno en el Servicio de Información de la Frontera del Norte de España, SIFNE. Unas siglas que significaban la integración de los tres grupos de espionaje, de los que Yagüe le había hablado meses atrás, en uno solo.

—Perdonen —carraspeó para llamar su atención. Nadie reparó en él.

Se acercó un poco más, pero tampoco lo vieron. Solo cuando se plantó enfrente de ellos y se vio encañonado por tres pistolas a la vez, consiguió que le dirigieran la palabra.

—¿Quién carajo eres y qué haces aquí? —le interpeló uno.

—¿Cómo has podido pasar? —preguntó otro cacheándolo de arriba abajo.

Los demás lo observaban atónitos, preguntándose qué birria de medidas de seguridad habían establecido para que cualquiera pudiera entrar sin problema.

—Me llamo Andrés Urgazi, vengo de Tetuán y tengo que verme con don Francisco Moreno Zulueta. Me envía el teniente coronel Yagüe.

Uno de los presentes, de cincuenta y pico años, se levantó y fue a estrecharle la mano.

—¡Aquí me tiene! —Con esas tres únicas palabras dejó en evidencia su condición de andaluz—. El amigo Yagüe nos hizo llegar sus excelentes referencias, pero váyase haciendo a la idea de que en este complicadísimo escenario en el que nos movemos para usted todo empieza de nuevo. Le presento. —Se volvió a sus acompañantes y fue dando sus nombres hasta detenerse en el último—: Y él es Josep Bertrán i Musitu, responsable máximo del Servicio de Información de la Frontera Norte Española, el SIFNE.

Andrés estrechó la mano del catalán, sin duda alguna el de mayor edad.

—Que alguien le dé una pistola. —En menos de treinta segundos tenía en sus manos una—. Muchacho, deje aquí mismo todas sus cosas porque salimos de inmediato a Bayona para que cubra su primera misión. Se la explicaré de camino. Allí conocerá al resto de sus compañeros de comando. —Hizo una señal a otro de los presentes para que sustituyera la documentación que llevaba Andrés por su nueva identificación como ciudadano de la República Francesa—. Y ahora, monsieur André Latour, sígame.

No iban a tardar mucho tiempo en recorrer los veintiséis kilómetros que separaban por carretera las dos ciudades francesas, pero Bertrán i Musitu había pensado que serían suficientes para que Andrés conociera los antecedentes de la misión a la que se iba a enfrentar.

Empezó explicándole que entre Bayona, Biarritz, Hendaya y San Juan de Luz se concentraban las delegaciones de todos los servicios secretos que se pudiese imaginar, empezando por el Deuxième Bureau francés o el MI6 inglés, y siguiendo con el servicio de inteligencia militar italiano, los japoneses y, desde luego, la Abwehr alemana. Y que entre las agencias españolas también estaban representados los servicios de inteligencia del Ministerio de Estado y los pertenecientes al Gobierno vasco, destinatarios últimos de la misión que ahora pretendían poner en marcha.

Los orígenes de este último servicio, según le desveló el catalán, habían coincidido con las fechas del levantamiento en Marruecos, y su inspirador había sido el mismo lendakari Aguirre con objeto de extender hacia el extranjero sus estrategias políticas.

Según le siguió explicando, para su constitución Aguirre había contado con uno de sus más leales colaboradores, José María Lasarte, a quien había encargado la organización del nuevo servicio de información e inteligencia con independencia de los servicios secretos del Gobierno de la República. A las habituales funciones que se le venían dando a ese tipo de oficinas, el lendakari había querido sumarle una más, la diplomática, dirigida a establecer contactos directos con las dos potencias europeas más próximas a los intereses del nacionalismo vasco: Francia e Inglaterra. Y había ubicado aquella inicial oficina en Hendaya, ya que el padre de los primeros agentes, los hermanos Michelena, tenía una delegación de su empresa de aduanas allí.

—Junto a los Agesta, otros dos hermanos, y bajo la dirección operativa de Antonio Irala, su antiguo secretario en la Lehendakaritza, los cinco agentes iniciaron sus tareas de espionaje de una forma muy eficaz a pesar de su escasa estructura.

Bertrán puso como ejemplo de su eficiencia la estrategia que habían utilizado los vascos para recoger información de cada uno de los tres grupos que habían levantado el SIFNE, tanto el monárquico como el carlista y el suyo, comprando a las chicas de servicio que trabajaban en sus casas.

Andrés, que empezaba a memorizar aquellos nombres junto a los datos que iban surgiendo para poder pasárselos algún día al Gobierno, forzó la conversación para saber quiénes eran las máximas figuras que estaban detrás de las siglas SIFNE. Su interlocutor, lejos de sospechar de él, destacó el peso que tenía el grupo de aristócratas dentro de aquel servicio; un conjunto de nobles y grandes de España, leales al rey Alfonso XIII, que habían financiado personalmente el coste de las primeras operaciones militares contra la República. Entre ellos citó al mallorquín Juan March, al marqués de los Arcos don Luis Martínez de Irujo, a Félix Vajarano y Bernardo de Quirós, conde de Nava de Tajo, o a su mismo jefe de filas en la Lliga, Francesc Cambó, quien había puesto de su bolsillo diez mil libras esterlinas para empezar a hablar.

—El primer grupo de agentes vascos nos empezó a seguir desde nuestra primera ubicación, que por entonces estuvo situada en el Grand Hotel de Biarritz; luego en el palacete llamado La Fermé, y ahora en Natxo Enea. Pero, aparte de habernos estado vigilando en todo momento, consiguieron interceptar ciertas informaciones delicadas para nuestros intereses militares, informes que hicieron llegar después al propio lendakari a su sede provisional de gobierno en el hotel Carlton de Bilbao. Algo que ya no estamos dispuestos a permitir.

—¿Para qué quiere el Gobierno vasco que su servicio de información trabaje en misiones diplomáticas? —De todo lo que había hablado Bertrán, aquel detalle había llamado especialmente la atención de Andrés, que no entendía qué intereses podía compartir Euskadi con Inglaterra o Francia.

—Una vez que nuestras tropas recuperaron San Sebastián, las veinte legaciones extranjeras que habían abandonado Madrid para abrir sede allí se desplazaron a San Juan de Luz. Eso generó una cantidad de información a su alrededor que ni París y Berlín juntos. Pero volviendo a tu pregunta, e intentando ser lo más concreto posible, lo que ahora queremos saber es si se trata de un servicio que la Lehendakaritza está poniendo a disposición del Gobierno de la República, o persigue un interés de índole independentista. Y para resolver esas dudas, precisamente, contamos contigo.

Andrés preguntó cómo iba a jugar él dentro de aquel complejo entramado de servicios de información.

—Para contestar a tu pregunta, lo mejor será que pase a explicarte lo que vamos a hacer esta misma noche. —Miró a ambos lados de la carretera general después de parar el coche en un stop, y continuó hablando nada más girar en dirección Bayona—. Vas a sustituir a un tripulante de un pesquero bautizado como Domayo que en este momento está fondeado en puerto. Al hombre digamos que lo hicimos fallecer hace dos días, por lo que no podrá interferir demasiado en la operación —apuntó con cierta sorna—. Desde hace un tiempo venimos sospechando que el espionaje vasco aprovecha las salidas a alta mar de ese barco para transmitir por radio a algún punto de Vizcaya la información que obtiene de nosotros. Al asegurarnos que hablas francés como si fueras nativo y que te adaptas como nadie a interpretar cualquier tipo de papel, nuestro objetivo hoy es conseguir que te acepten en el Domayo.

—¿Pero cómo y por qué me van a querer en su tripulación? Tendrán mucho cuidado en saber a quién meten, ¿no?

—Eso te lo explicará el jefe de tu comando, Manuel Doncel, a quien conocerás en solo unos minutos. Ya estamos llegando.

El bar Urumea, próximo al puerto de Bayona, reunía esa noche a tres de los diez miembros del comando especial de la SIFNE del que Andrés iba a formar parte. Los vio charlando sentados a la mesa, entre un gran barullo de clientes que daban buena fe de la calidad de las ostras que el establecimiento tenía como especialidad y del chacolí que se traía desde el otro lado de la frontera.

Manuel Doncel, su nuevo jefe operativo, lo recibió encantado, pero con prisas para explicarle lo que iba a tener que hacer.

—Perdona la urgencia, pero eres nuestra única opción; a nosotros nos tienen ya fichados. Y lo tenemos que intentar hoy mismo porque la salida del barco es inminente y hemos de aprovechar a nuestro favor la imperiosa necesidad que tienen de cubrir la baja del cocinero.

—Ya me contó algo don Bertrán. Pero ¿por qué me van a aceptar? ¿No se cuidarán mucho antes de meter a un desconocido en un barco que, según decís, cumple funciones de espionaje?

—No te preocupes porque vas a ir recomendado por alguien que es de su máxima confianza y que por supuesto es también colaborador nuestro. Antes de tomar en cuenta tu opción, pensamos volarlo, como ya hemos hecho con otros buques que andaban transportando armas para el bando republicano. Pero decidimos que era mucho más interesante tener unos buenos oídos dentro que enmudecerlo bajo el agua. Tu misión será precisamente esa: conocer qué información le está llegando al lendakari y cuál es su respuesta, para informar después a nuestra inteligencia en Burgos.

Le pasó un papel con sus nuevas referencias personales, los barcos en los que supuestamente había trabajado como cocinero antes, una lista con las diez recetas más tradicionales de la cocina vasca, su número de afiliado al partido Acción Nacionalista Vasca, ANV, y los nombres de los dos activistas que supuestamente lo estaban recomendando.

—Memorízalo todo sin perder un segundo, y utiliza el baño del bar para cambiarte de ropa; usa la que te hemos preparado en esa bolsa. —Señaló una azul que acababa de dejar a sus pies.

—En el caso de ser enrolado, ¿cómo contactaré con vosotros?

—La tripulación del Domayo suele venir de chatos a este bar. Y esa camarera, la morenaza que te está mirando en estos momentos, sabrá escuchar lo que tengas que decirnos. Ella será tu enlace.

Bertrán, Doncel y el resto de agentes le desearon toda la suerte del mundo y agradecieron su inmediata disponibilidad. Él se restó importancia y al ir hacia el baño le surgió una duda más. Se volvió para resolverla.

—¿Y si me descubren?

Tomó la palabra Bertrán i Musitu.

—Si hablas, te mataremos nosotros y, si callas, ellos. Por lo que haz todo lo posible para evitarlo.

La llegada de Andrés al pesquero Domayo no fue tan sencilla como se lo habían pintado sus nuevos jefes. El capitán dedicó no menos de cinco minutos a estudiar su documentación y credenciales, bufando y mirando en sus ojos una y otra vez, con más dudas que ganas de aceptarlo en su barco.

Al tipo no le hacía falta jurar su afición por la comida y el vino, pues cargaba con evidentes pruebas de ello en su barriga, nariz y mofletes. Sus manos doblaban el tamaño de las de Andrés, los ojos surgían desde sus cuencas cargados de severidad y su carrasposa y profunda voz le daba un aire grave; el clásico personaje con quien convenía no andar jugando demasiado.

—Vienes recomendado por Patxi Durritxelena y mira que me llevo bien con él, pero no sé… —Le dio dos vueltas más a sus papeles sin decidirse—. Verás, nunca he metido en mi barco a nadie que no conociera personalmente. ¿Me entiendes? Aunque reconozca que ando necesitado de cocinero, no acabo de verte aquí dentro. ¿Y de qué conoces a Patxi?

Andrés improvisó como pudo, recabando los pocos datos que tenía.

—Aunque mi padre es francés mi madre era vasca, de Guetaria, y en concreto vecina de la familia de Patxi. De pequeños fuimos muchas veces a visitar a la familia y de eso lo conozco.

El patrón escuchó sus explicaciones lleno de desconfianza, pero la conversación se vio interrumpida por la entrada de su segundo.

—Patrón, corren rumores por el puerto de que se ha formado una gran bolsa de bacalao a trescientas millas de la costa, en torno a seis grados más al norte de donde solemos faenar.

El hombre, al escuchar la noticia, decidió soltar amarras esa misma noche. Pero de inmediato se dio cuenta de que, aún tirando por lo bajo, les iba a llevar tres días de navegación alcanzar el caladero. Y tener que aguantar las comidas del provisional cocinero que estaban sufriendo desde la muerte del anterior le puso la carne de gallina. Miró a Andrés, escupió los restos del tabaco de mascar harto de no sacarle ya gusto alguno, y tomó una determinación.

—André Latour, pago por semana. La cantidad que vas a cobrar dependerá de cómo se nos dé la pesca. No hay horarios. Se libra un día, pero no cuentes con uno en concreto. Ah, y si estás de acuerdo, te enseñaré la cocina. Espero que esta noche me sorprendas con una buena zurrukutuna.

—Se chupará los dedos.

Por suerte, Andrés reconoció esa receta entre las que le habían pasado en el bar. Se trataba de un plato de bacalao desmigado con pan y pimientos choriceros que no parecía demasiado complicado.

—Más te vale.