Capítulo V

Residencia de Max Wiss

Calle Maldonado, 3

Madrid

19 de noviembre de 1936

V

Max Wiss vivía a solo cuatro manzanas de la embajada, en la calle Maldonado. La puerta de su vivienda, en la tercera planta, lucía una placa con la bandera suiza y otra con su nombre. Y bajo ellas una pequeña palanca, que al accionarla desencadenaba un coro de campanillas. A Zoe le encantaban. Las había escuchado por primera vez la tarde en la que Max la había puesto a prueba con los dos cachorros en su cocina, y desde hacía unos meses en bastantes más ocasiones, pues solían despachar allí para no tener que desplazarse a Torrelodones.

—Señora, disculpe que haya tardado en abrir. Estaba tan atento a las noticias de la radio que no me he enterado de su llamada. —Una dulce sonrisa ciñó los ojos del mayordomo hasta casi no vérsele las pupilas—. Por favor, pase, pase…

Zoe entró en el recibidor y se dejó ayudar con el abrigo.

—Mucho frío, ¿verdad?

—Pues sí lo hace, pero vengo caminando a buen paso y casi he entrado en calor. ¿El señor?

—Está en su despacho. La acompaño.

—Por favor, no se moleste. Conozco el camino. ¿Sabe algo nuevo de sus hijos?

El hombre arqueó las cejas y torció el morro, afectado por la pregunta.

—No, señora. Por eso escuchaba la radio. El mayor sigue embarcado en el destructor Velasco y no sé nada de él desde el dieciocho de julio. El segundo vive en Bilbao. Y el tercero es el que más me preocupa porque es un inconsciente y lo tengo defendiendo la Ciudad Universitaria; cualquier día me dará un susto. Ya verá. —Se llevó una mano a los ojos ocultando con pudor su pena.

—No lo piense, que eso no sucederá. —Le pasó la mano por el hombro con cariño.

—Dios la oiga, señora Zoe. Dios la oiga.

La puerta del despacho de Max estaba cerrada con llave. Tocó con los nudillos.

Tras escuchar pasos, le abrió Erika.

—¿Cómo te ha ido estas últimas noches, querida? —La esposa de Max vivía con pavor las actividades de aquella mujer a la que había cogido aprecio.

—Cansada pero contenta. Los perros están haciendo un trabajo increíble. Nunca imaginé lo bien que se comportan y lo poco que me fallan.

—Zoe, siéntate. —Del fondo del despacho le llegó la voz de Max—. Mi mujer ya se iba.

Erika captó la indirecta y sin quejarse excusó su presencia.

—Dentro de un momento volveré con un café. Así podremos hablar otro poquito, que este solo te quiere para él. —Sonrió a su marido con una pícara mirada.

Zoe se lo agradeció y buscó la comodidad de uno de los sofás de la estancia, dándose cuenta de que llevaba todo el día de pie. Suspiró agotada.

—Hoy no sé si resistiré una noche más como la de ayer.

—Quizá esta noche no puedas salir… —intervino misterioso.

Zoe preguntó a qué venía ese comentario.

—Podemos perder el centro y los perros esta misma madrugada. —La noticia dejó a Zoe perpleja. Max siguió explicándose—. Acabo de hablar con Rosinda, y me dice que las tropas del general Varela, o las de Yagüe, que para el caso me da igual, están tan cerca de la finca que es solo cuestión de horas. Si no voy a por ellos antes de esta madrugada, nos quedaremos sin unidad.

—Te acompañaré. —Zoe abandonó su relajada postura.

—¡Ni hablar! Cuento con la ayuda de cuatro hombres de la casa, cuatro enfermeros de nuestro hospital que se han prestado a echarme una mano, y la operación es arriesgada.

Ante la preocupante noticia, Zoe no quiso cargarle con más responsabilidad y se calló lo que pensaba. El recrudecimiento de los combates estaba demandando un mayor servicio canino, y fallar un solo día podía suponer algún herido más que moriría por no haber sido encontrado a tiempo.

—Ya tengo el camión y un nuevo destino para los animales: en la carretera de Vallecas, en una vieja vaquería que nos puede sacar del aprieto. No cuenta con las mejores instalaciones, pero nos servirá.

—¿Y Rosinda?

—Prefiere quedarse en el lado nacional. Por lo que nos deja.

—No sabes cómo la echaré de menos. Sin ella nos costará que todo funcione como hasta ahora. —Zoe sintió verdadera pena—. De todos modos, consigas recuperar los perros o no, seguiré yendo a ayudar por las noches —decidió Zoe.

—No entiendo cómo lo vas a hacer sin perros.

—Aunque sea iré con el mío. Campeón también fue entrenado en Fortunate Fields, algo hará.

Max recordó otra de las peticiones del general Miaja.

—Al parecer los nacionales están sembrando la nueva ciudad universitaria de minas para frenar los ataques de las columnas milicianas. La Junta nos pide que nuestros perros las detecten para evitar las constantes muertes que producen.

—Para esa tarea los sabuesos son los mejores. No creo que me llevase mucho tiempo tenerlos preparados.

—Pues hazlo, Zoe. Te los traeré a la vaquería de Vallecas.

La puerta del despacho se abrió y entró Erika completamente alterada.

—Querido, han venido otros…

Max se incorporó de golpe, miró a Zoe, y sin dar ninguna explicación salió de la habitación con Erika. Zoe no entendía nada, pero se quedó preocupada por el delicado rescate que iba a acometer. Hasta que la llamase esa noche, no se quedaría tranquila.

Pasados unos minutos, Max volvió acompañado de un matrimonio mayor con los rostros completamente desencajados. Zoe asistió a su conversación en silencio.

—No sabe cómo se lo agradecemos. —La mujer se secó las lágrimas con su pañuelo.

—Acabamos de saber por un vecino nuestro que el dueño de la panadería donde compramos a diario nos ha denunciado —continuó el marido—. Verá, aunque estoy jubilado, soy militar de carrera, y puedo haberme convertido en un objetivo más de alguna de esas temibles brigadas de milicianos que actúan cada noche. Tememos seriamente por nuestra vida.

Max le palmeó el hombro tranquilizándolo.

—Haré lo que pueda por ustedes.

—Tiene que escondernos… —suplicó entre gemidos la mujer—. ¡Nos matarán!

—Venimos a usted por recomendación de uno de sus amigos que también es íntimo nuestro, de Jacinto Robledo.

—Claro, claro… Han hecho bien. Les puedo ayudar. Pero antes han de hacer algo por mí para que no acabemos todos en el paredón.

—Usted dirá, ¿quiere dinero? —El hombre sacó de su chaqueta un fajo de billetes agitándolos nervioso delante de Max.

—Por favor, guárdeselo para cuando de verdad lo necesite. No, no se trata de eso. Quiero que ahora abandonen el edificio con toda naturalidad, como si hubiesen terminado la visita, y a eso de las cuatro de la madrugada vuelvan. Los esperaré en el portal de enfrente y subirán conmigo. Después los alojaré en una habitación, y a partir de entonces estarán a resguardo.

Zoe se sintió sobrecogida con el gesto de Max. Su generosidad implicaba un enorme riesgo. Había escuchado decir que en algunas casas de diplomáticos extranjeros se habían encontrado refugiados, y el resultado para todos había sido fatal.

—Pero a esas horas… es muy peligroso andar por las calles. —Al hombre le temblaban las manos.

—Lo siento. Lo sé, pero no queda más remedio que hacerlo así. En estos tiempos nunca se sabe quién puede estar observándonos. Por eso es necesario extremar las precauciones. Vayan con cuidado y a las cuatro los espero.

Antes de salir del despacho la mujer se abrazó espontáneamente a Max repleta de gratitud, y su marido le estrechó la mano fuertemente emocionado.

Minutos después, al ver entrar a Max, Zoe le dio un sentido beso expresando lo mucho que valoraba su noble gesto.

—Pero… ¿y esto? ¿Qué pensará Erika si nos ve así?

—Pensará que tiene un marido muy grande.

—Vale, déjalo, que al final hasta me lo voy a creer.

Zoe le preguntó una sola cosa respetando profundamente su decisión, lejos de ponerse a juzgar lo que hacía.

—¿Hay más?

Max sonrió ante su curiosidad, pero la entendió.

—Sígueme.

Nunca había recorrido al completo la casa de Max. Le pareció gigante porque tuvieron que atravesar tres pasillos y dos recibidores hasta llegar a una estancia donde aparentemente terminaba la vivienda. Max se dirigió a una pared, entre una chimenea y una librería, corrió una pequeña pieza giratoria que disimulaba una cerradura y la abrió. Tras una puerta perfectamente camuflada en la pared, apareció un nuevo pasillo con cuatro puertas a los lados. De ellas empezaron a salir varias personas. Zoe contó ocho. Algunas parecían asustadas, pero otras mantenían la calma. Un hombre de excelente aspecto se dirigió hacia ellos. Su cara no le era del todo desconocida.

—Señorita Zoe… ¡Qué alegría verla de nuevo! —El hombre besó su mano, y de pronto lo recordó. Se trataba de un catedrático de Medicina amigo de la familia de su marido.

—Don Cortés tuvo la poca vista de definirse en público a favor de Gil Robles desde su cátedra, y lleva con nosotros tres meses, ¿me equivoco? —comentó Max.

—Así es, mi querido amigo y patrono. Y qué pocas veces tenemos el placer de ver a una mujer tan guapa —se fijó en su vestimenta— que ni la fea moda de ahora, tan proletaria y vulgar, ha rebajado ni un solo ápice de su natural belleza.

Zoe respondió al elogio con un sentido «gracias», y escuchó a Max.

—Los demás arrastran sus propias historias. Tenemos a un cura, dos políticos y sus esposas, un escritor tachado de fascista, y una mujer en cuyos apellidos hay cinco siglos de historia de España.

Cuando Zoe salió a la calle, su mundo se había hecho pequeño y el de su jefe enorme. Caminó abstraída, todavía impresionada por lo que acababa de ver, y recordó la invitación a abandonar Madrid por parte de Julia. Se alegró de haber tomado la decisión acertada, más aún al constatar el heroico comportamiento de Max.

Recorría la acera en silencio, en busca del tranvía que la llevaría hasta la plaza de España. Llevaba una boina calada, abrigo negro con las solapas subidas y los dos brazaletes de la Cruz Roja, que más de una vez la habían sacado de un aprieto con los controles que se montaban en medio de la calle.

Estaba a punto de anochecer cuando se dio cuenta de la poca gente que paseaba como ella o compraba en los comercios, quizá porque desde hacía unas semanas estaban escaseando los alimentos más básicos. Por eso no se fijó en un lujoso vehículo descapotado que circulaba despacio, justo a su espalda. Ella iba pensando. Julia le había recordado lo sola que estaba en Madrid, y era verdad. Casi todos sus amigos y conocidos habían ido abandonando la ciudad por un motivo u otro. Tan solo le quedaban Max y su perro Campeón.

Sentado al lado del conductor del misterioso vehículo iba un viejo conocido de Zoe: Mario. Junto a cuatro milicianos más, venían de la sierra con los fusiles aún calientes, después de haberse liquidado toda la munición y de haber perdido una posición clave en el control del puerto de la Cruz Verde.

Zoe aceleró el paso con intención de cruzar la calle, adelantándose a un coche que vio venir hacia ella. Mario giró la cabeza para responder a uno de sus camaradas de escuadrilla en el justo momento en que ella terminaba de pisar la otra acera.

—A estas horas y por tu culpa, seguramente habrá una caterva de fascistas celebrando su victoria. Y no me extrañaría que más de uno fueran conocidos de tu burguesa familia —le soltó Mario al único universitario que tenían en su grupo, el hijo de un adinerado empresario que había huido de Madrid, al que le reprochaba sus ascendientes siempre que podía—. Si hubieras previsto mejor las balas que íbamos a necesitar, y te recuerdo que fuiste tú quien eligió la intendencia de esta patrulla, no estaríamos volviendo como perdedores.

—No me toques más los cojones con lo de mi padre, ¿vale? —El aludido plantó la boca de su pistola sobre la sien de Mario—. Porque un día se me escapará el dedo y te volaré esa jodida y vacía cabeza que tienes.

Aquellas voces hicieron que Zoe se volviera y de repente lo vio. Reconoció espantada a Mario. Aceleró el paso y dio la vuelta a la esquina en el preciso momento en que él miraba en su dirección. Él solo la vio por la espalda, pero su silueta le recordó a la inquilina de Rosa con la que había estado a punto de intimar y que le había costado la cárcel. Una hembra a la que seguía deseando desde aquel día; una mujer con quien ansiaba vengar sus instintos más brutales.