Residencia de don Félix Gordón Ordás
Calle Santa Engracia
Madrid
19 de julio de 1936
I |
El salón de los Gordón Ordás parecía un hervidero de gente.
Allí estaba Sigfrido con su novia y compañera de carrera; y con ellos casi una docena de amigos y amigas que habían querido juntarse en una sola casa para compartir las noticias, los temores y las decisiones que debían tomar en aquellas angustiosas horas.
—Zoe, no te agobies demasiado si no obtienes línea. Todas las centralitas de Madrid deben de estar colapsadas.
El hermano mayor de Brunilda le pasó el teléfono para hacer dos llamadas: una al Ministerio de Guerra para localizar a Andrés, y otra a su jefe Max por si disponía de noticias de la Embajada suiza. Zoe pensaba que su hermano tenía que estar perfectamente informado de lo que estaba sucediendo, dado que era en el protectorado español donde se había producido el levantamiento. Pero no tenía forma de saber si seguía en Madrid o no. Si hacía caso a lo que le había dicho en persona la noche anterior, cuando había aparecido en su casa por sorpresa a las dos de la madrugada, su estancia en la capital iba a ser brevísima.
Tras una docena de intentos desistió, al no conseguir comunicar con nadie en el ministerio.
—Nunca hasta hoy había tenido tanto miedo por estar en la calle —intervino Bruni—. Esta mañana, nada más salir de mi último examen, me he cruzado con un grupo de anarquistas armados y pegando tiros, y la verdad es que temí que me pasara algo. Animaban a la gente a ir a la Puerta del Sol para protestar, y les daban pistolas.
Mientras unos y otros compartían experiencias, Unión Radio sonaba de fondo, a la espera del noticiario de las cuatro. Bruni decidió preparar unos bocadillos, ya que ninguno de los presentes había comido todavía, y Sigfrido empezó a contar a Zoe lo que había podido saber gracias a sus contactos socialistas.
—Hoy está todo el mundo reunido. Los partidos políticos están empezando a distribuir sus primeros comunicados y los sindicatos proponen responder a los golpistas en la calle. He sabido también que hay varios grupos de acción vigilando los cuarteles de Madrid, porque nadie se fía de nadie. Y el Partido Socialista y la UGT han convocado huelga general para mañana.
Un compañero de Sigfrido se sumó a la conversación aportando algunos rumores que le habían llegado a través de un pariente militar.
—El general Franco, por lo visto, radió ayer un extraño mensaje en el que saludaba con entusiasmo a las guarniciones golpistas, y loaba a la España con honor que saldría de ese heroico gesto. Esas fueron sus palabras exactas.
—Si se trata de un golpe como el de Sanjurjo del treinta y dos, no tenemos de qué preocuparnos —señaló la novia de Sigfrido.
—Ojalá tengas razón. Pero si se confirma que el general Mola ha levantado en armas Pamplona, que en Valladolid el general Saliquet ha hecho lo mismo, y que algo parecido está pasando en Sevilla, Burgos, Salamanca, Jerez, Córdoba, Cádiz y no se sabe cuántas ciudades más, la situación pinta mucho peor.
Bruni dejó una bandeja de bocadillos sobre la mesa del comedor y al ver que estaba libre el teléfono llamó a un primo que trabajaba en la oficina de la presidencia del Consejo de Ministros. La línea estaba ocupada, pero después de varios intentos lo consiguió. Explicó dónde estaba en esos momentos y con quién.
—Brunilda, no salgas a la calle por ningún motivo, ni tampoco tus amigos. Y separaos todo lo que podáis de las ventanas —le recomendó nada más empezar a hablar.
—Pero, Luis, ¿qué pasa? ¿Qué noticias tenéis?
—Acabo de saber que se están llevando a Azaña a un lugar seguro y que Casares Quiroga ha decretado la destitución de todos los generales sospechosos, además de revocar el estado de guerra que habían declarado en varias ciudades. En estos momentos tres navíos de la Armada se dirigen hacia el Estrecho para evitar el movimiento de tropas desde África. El asunto parece grave, aunque aquí nadie piensa que vaya a durar más de veinticuatro horas. De todos modos, hay muchos nervios, y aunque se sabe que la mayor parte del ejército está con nosotros, falta mucha información. Personalmente creo que la situación está fuera de control.
—¿Y qué hay de Madrid?
Bruni iba trasladando a los presentes las noticias que recibía de su primo.
—Hay dudas. Todavía no sabemos con certeza cuántos cuarteles se han pasado a los rebeldes y cuáles siguen siendo leales al Gobierno. Parece ser que la mayoría están de nuestro lado, porque cuando se les ha llamado para conocer su posición, no han contestado con el «¡Arriba España!», que según parece es la proclama de la insurrección. Pero está todo por ver. El Gobierno, además, está tratando de calmar los ánimos de los partidarios de actuar de inmediato en la calle y de que se arme al pueblo, como promueven los anarquistas o las juventudes socialistas y comunistas, junto con los sindicatos, pero de momento no se les está haciendo demasiado caso. Por eso os pido que no salgáis a la calle. Desde donde estoy se han empezado a escuchar los primeros disparos.
—Ten mucho cuidado, Luis —le recomendó Bruni, muy afectada por la difícil situación que le acababa de dibujar.
—Claro, no lo dudes. De aquí a una semana estaremos celebrando el cumpleaños de la abuela, como cada año, y todo esto solo habrá sido un mal sueño.
—Dios te oiga.
La comunicación se cortó y con ella el ambiente que se vivía en aquel salón de la calle Santa Engracia, donde un puñado de jóvenes, ajenos a las ensoñaciones revolucionarias de unos y a la voluntad de imponerse por las armas de los otros, se miraban muertos de miedo.
—Papá ha llamado antes de que llegaras, Bruni —se explicó Sigfrido—. Recibieron las primeras noticias de madrugada en México y están muy preocupados por nosotros. Menos mal que Ofelia y Anselmo están con ellos de vacaciones. Dijo que va a buscar la manera de llevarnos allí lo antes posible. Yo me quedaré, pero tú deberías irte, incluso antes de lo que tenías previsto.
Brunilda, presa de un ataque de angustia, no resistió más y rompió a llorar. Zoe la recogió entre sus brazos acongojada, preguntándose qué iba a ser de ella si las cosas se ponían tan feas como parecía.
En las noticias de las cuatro, Unión Radio Madrid no mencionó nada, pero sí lo hizo en las de las seis. Los locutores hablaron por primera vez y de forma oficial de un levantamiento en Marruecos, junto con otros focos repartidos por España, que por el momento, y según se sabía, estaban siendo controlados.
Escucharon en silencio las declaraciones del Gobierno emitidas desde el Ministerio de Gobernación:
«Gracias a las medidas de previsión que se han tomado por parte de las autoridades, puede considerarse desarticulado un amplio movimiento de agresión a la República, que no ha encontrado en la Península ninguna asistencia y solo ha podido conseguir adeptos en una fracción del Ejército que la República española mantiene en Marruecos, que, olvidándose de sus altos deberes patrióticos, fue arrastrada por la pasión política sin tener presentes los sagrados compromisos contraídos con el régimen republicano.» El Gobierno ha tenido que tomar en el interior radicales y urgentes medidas, ya conocidas las unas y culminando las otras en la detención de varios generales, así como de jefes y oficiales comprometidos en el movimiento.» La Policía ha conseguido también apoderarse de un avión extranjero que, según indicios, tenía el cometido de introducir en España a uno de los cabecillas de la sedición. Estas medidas, unidas a las órdenes cursadas a las fuerzas que en Marruecos trabajan para dominar la sublevación, permiten afirmar que la acción del Gobierno será suficiente para restablecer la normalidad. Para que la opinión no se desvíe, conviene que la gente sepa que Radio Ceuta, de la que se apoderaron elementos facciosos, da noticias simulando ser Radio Sevilla, de cosas que dice ocurridas en Madrid y en el resto de España, cuando, como es público y notorio, la normalidad es absoluta».
Terminado el noticiario, una relativa sensación de tranquilidad recorrió el ánimo de los presentes, que casi al unísono decidieron irse cada uno a sus casas. Se organizaron tres grupos de varones que acompañarían a las mujeres hasta sus domicilios siguiendo unas rutas establecidas. Pero cuando estaba a punto de salir el primero, Sigfrido vio desde la ventana cómo una docena de jóvenes detenían dos coches para requisarlos a punta de fusil.
—Vais a tener que ir en metro. Zoe, tú irás en el primer grupo. Los que se quieran venir conmigo a la Puerta del Sol, que se queden. Yo pienso ir a protestar con todas mis fuerzas. Este momento requiere la unidad de los demócratas; tenemos que defender la República y proteger nuestras libertades. Si los militares quieren acabar con ellas, nos van a tener enfrente.
Cuando Zoe llegó a su casa la esperaba Campeón.
Le extrañó su comportamiento. Estaba mucho más nervioso de lo normal. Pero imaginó que de un día tan turbulento como aquel no se podía esperar nada normal ni tan siquiera de un perro. En la calle, antes de entrar al portal, se había cruzado con un grupo de trabajadores ataviados con el clásico mono azul de trabajo, gorra de dos puntas, negra y roja, armados con fusiles y pistolas en dirección al vecino Cuartel de la Montaña.
Nada más entrar en el salón buscó una copa de brandy.
Se sentía como mareada, muy asustada y sola. Los peores vaticinios que todos pregonaban desde hacía meses se habían cumplido, pero no terminaba de querer creérselo. Se quitó los zapatos de tacón y después las medias, afectada por el cansancio de un día demasiado largo e inquietante. Con una buena cantidad de licor en la copa fue a tomar asiento en su sillón preferido, pero Campeón se cruzó en el camino para reclamar su turno de caricias. Dejó que se subiera al sillón, estiró las piernas y cerró los ojos para relajarse. No quiso ni encender la radio. Necesitaba pensar, ordenar en su cabeza todo lo que estaba sucediendo en aquel extraño día, y sobre todo decidir qué podía hacer si las cosas se ponían más feas.
Sonó el teléfono.
Levantó el auricular, y al reconocer la voz de su jefe Max, se felicitó al disponer de un aparato que le había puesto la Cruz Roja a cambio de estar permanentemente disponible para atender cualquier emergencia.
—Zoe, menos mal que te cojo en casa. He estado toda la tarde llamándote y como no me respondías he empezado a preocuparme en serio. ¿Dónde has estado? No te habrá pasado nada, ¿verdad?
Ella resumió lo que había hecho y sin pretenderlo le trasladó sus miedos.
—¿Qué sensaciones tienes tú, Max?
—Malas, muy malas. Pero veremos cómo evoluciona todo esto. De momento desde fuera de España se viven las noticias con un gran desconcierto. En mi embajada nadie sabe qué está pasando ni cómo han de reaccionar. La gente empieza a preocuparse de verdad. Hoy he visto cómo uno de mis vecinos llenaba el coche de maletas. No sé si se va de vacaciones o lo hace temiéndose otro tipo de problemas. Después del asesinato de Calvo Sotelo, supe de otros dos que escaparon a Francia. Entre las clases altas hay mucho miedo. Oye, por cierto, no hace falta que te diga que nuestra casa es tu casa.
—Espero que todo este lío se pueda resolver en pocas horas. Si tuviese algún problema te llamo, te lo prometo. De todos modos, gracias por pensar siempre en mí. —Sonó el timbre de la casa—. ¡Qué raro! Alguien llama a la puerta. Espera, te dejo sin colgar y veo quién es.
—Ten mucho cuidado de a quién abres.
Campeón se puso a ladrar y corrió hacia la puerta a toda velocidad. Tras él llegó Zoe preguntando quién la buscaba, antes de abrir.
—Soy yo, Andrés. Corre, déjame entrar.
Retiró los cerrojos y al abrir Campeón se le abalanzó. Andrés lo recibió feliz, pero tiró de él para meterlo pronto en casa.
—Pasa al salón. He de colgar el teléfono… Estaba hablando con Max. —Levantó el auricular—. Se trata de mi hermano. No te preocupes. Luego te llamo y seguimos hablando. ¿Te parece?
Max rogó que por favor no dejara de hacerlo y se quedó más tranquilo al saberla bien acompañada.
Nada más colgar el teléfono, Andrés empezó a hablar.
—Tengo el tiempo medido, pero al menos necesito una copa.
Zoe constató en su rostro una grave preocupación. Se dirigió al mueble bar y le sirvió un whisky.
—¿Qué sabes de lo de Marruecos? ¿Es tan serio como parece?
—Me espera un avión para regresar a Tetuán esta misma noche. Acabo de estar en el Ministerio de Guerra y llevo conmigo unas órdenes muy importantes. No te puedo contar, pero confío en volver a Madrid en solo unos días.
—No me has contestado a nada. Andrés, por favor, explícate. ¿Tenías noticias de lo que iba a pasar? —Zoe se aferró a sus muñecas con una expresión desesperada.
—De acuerdo, te cuento. Sabía que se iba a producir el golpe militar, sí. Desde hacía unas semanas se rumoreaban fechas, y yo mismo pude acceder a ciertas informaciones que indicaban lo que podía pasar. La Legión se ha rebelado, como también los Regulares y prácticamente todas las unidades del ejército en el norte de África, pero también en buena parte de Andalucía, Castilla la Vieja y las islas. Por la radio están contando la mitad de la mitad. La insurrección se está extendiendo por toda España y a los oficiales que no se están sumando al levantamiento se los fusila… Como verás, el momento es terrible.
—¿Y por qué has de volver a África? Podrían matarte… ¡No vayas!
—Casares Quiroga dimitirá esta misma madrugada como presidente del Consejo de Ministros y como ministro de Guerra. Le sustituirán dos republicanos moderados para tratar de frenar el levantamiento y dialogar con sus promotores. Uno de ellos será el general Miaja, y mi encargo consiste en llevar hasta Tetuán ciertas noticias en ese sentido.
—Pero ¿en qué bando estás? —La inesperada pregunta dejó mudo a Andrés durante unos segundos. Zoe lo conminaba a ser sincero, pero no debía serlo. Si le explicaba toda la verdad, podía comprometer su seguridad.
—En el de siempre —respondió sin extenderse.
Zoe entendió que al lado del Gobierno.
—Y ¿qué he de hacer yo? Quería ir a ver a papá, pero no sé si ahora será lo mejor. Desconozco cuál es la situación en Salamanca. Todo esto es horrible, Andrés… —La angustia ahogó sus últimas palabras.
—Estos días no salgas. Quédate en casa y procura no tener encendidas las luces por la noche. No te hagas notar mucho, y pide ayuda a tus amigos si te sientes asustada. Yo volveré pronto, y con lo que sepa decidimos.
Zoe se abrazó a él necesitada de protección, de compartir con alguien sus miedos y sus nervios. Él acarició su ondulado pelo, retiró un par de lágrimas de sus mejillas y la tranquilizó a su manera.
—No tengas miedo, canija. Además, te quedas con Campeón. Te protegerá, lo sé. Campeón sabe de guerras y de odios entre hombres. Él te ayudará.