Puerto de Bremen
Alemania
5 de junio de 1936
XV |
Katherine lo intentaba con todas sus ganas, pero a pesar de ello no acababa de conseguir controlar sus nervios. Las manos le temblaban sin parar aunque las mantuviese sujetas la una contra la otra, sentía el cuello agarrotado y las mandíbulas tan apretadas que hasta le dolían las encías.
Miró a su marido, Luther Krugg.
Acababan de dejar su coche en una explanada vecina a las instalaciones del enorme puerto marítimo de Bremen. Tras conocer cuál de sus tres puertas daba acceso a la zona de tráfico de pasajeros, caminaban por una interminable dársena en busca de las oficinas de la naviera Norddeutscher Lloyd, una sociedad que unía los puertos de Bremen y Southampton tres veces por semana. Él tenía que viajar a Londres para entrevistarse con la presidenta del English Bulldog Club, la señora Pearson, en su criadero de Pearson Westall’s, y, oficialmente, Katherine solo iba a despedirlo. Sin embargo no podía dejar de pensar en lo que su marido le había revelado de camino.
—¿Y crees que desde entonces te siguen?
—Creerlo no, estoy seguro. —Luther miró a sus espaldas y se desabrochó el botón de la americana azul marino para comprobar la hora en el reloj de bolsillo de su chaleco. Vio que iban justos de tiempo.
Ella se apretó a su brazo angustiada.
—No sé cómo has podido aguantar tanto tiempo sin contármelo. Es todo tan terrible. Esos hombres… Heydrich, Himmler, Von Sievers… Y ese pobre al que mataron por haberte reconocido en Dachau. Tengo mucho miedo, Luther. —Lo miró a los ojos—. Con lo que saben de ti y tú de ellos, nos estarán chantajeando todo el tiempo que quieran. Nunca nos dejarán en paz. No pararán de pedirte más y más perros de ataque, o nuevos caprichos como lo de esa raza que te han mandado recuperar.
—No será para siempre, ya lo verás.
Al final de una hilera de almacenes localizó el edificio de la naviera.
—Ya… Quizá llegue ese día, sí, pero según me acabas de decir se están levantando muchos más campos como el de Dachau, donde terminarán encerrando a todos los enemigos políticos que tienen. Y si hay más campos, necesitarán más y más perros. —Sufrió por su marido al imaginar el tormento que estaría pasando ante tanta barbaridad—. ¿Qué podríamos hacer nosotros?
Luther respondió con un gesto esperanzado que ella no supo interpretar.
El hermoso rostro de Katherine, sus ojos intensamente azules, y hasta la piel sedosa y rectas facciones que la caracterizaban, en ese momento expresaban todos los temores que Luther había querido evitarle hasta entonces.
—¿Recuerdas que te hablé de un periodista con el que coincidí durante la travesía a Argentina? —Ella se lo confirmó—. Pues me vino a ver al despacho no hará dos semanas, y después de contarnos lo que vimos por allí, me propuso algo de enorme importancia para nosotros. —Calculó el poco tiempo que tenía para hablar del asunto antes de llegar a la oficina, por lo que decidió empezar sin más retrasos—. Con Dieter no solo compartí charlas y comidas en el barco, también coincidimos en la visión de los males que acechan a Alemania y en señalar quiénes son sus principales responsables. Cuando fuimos ganando confianza, me confesó la frustración que sentía al no poder denunciar desde su periódico los desmanes del Partido Nacionalsocialista. Hasta ese momento no le había explicado todavía los horrores de Dachau y lo que hacen con sus presos. Pero cuando vino a verme al centro y me empezó a dar los detalles de un horrendo crimen que había tenido que ver indirectamente conmigo, se lo conté todo.
Katherine adoptó un gesto de estupor que exigió de Luther más detalles.
Le explicó que la autoría de aquel asesinato, según las sospechas de Dieter, recaía sobre sus anfitriones alemanes en Argentina, y que la víctima era el corresponsal de su periódico en Córdoba, un joven que atendiendo a sus órdenes lo había seguido hasta la finca donde tenía que encontrarse con Nores. El infortunado reportero, según las palabras de su colega alemán, había aparecido días después con un disparo en la cabeza y a varios kilómetros de distancia de la hacienda, sobre las aguas de una caudalosa acequia.
—Dieter se excusó por haber mandado seguirme, justificando que lo hizo al saber que había abandonado el puerto de Buenos Aires en el vehículo de la máxima autoridad diplomática alemana, un hombre bajo permanente sospecha, y la razón última que había despertado su instinto periodístico.
—Otro crimen más… y cada vez más cerca de ti —apuntó Katherine desolada.
—Lo sé. Pero ahora no te quedes con eso. —Hizo una breve pausa para tomar aire—. Cuando le conté mis planes de viajar a Inglaterra a por los bulldogs, surgió el nombre de un contacto que tenía en Londres; un periodista del Times, íntimo amigo suyo, quien, en su opinión, podía ayudarnos.
—Pero ¿se puede saber qué habéis tramado? —Se detuvo, lo paró y se plantó frente a él a la espera de una contestación.
—Hemos ideado un plan para denunciar en Inglaterra lo que está pasando en Alemania. Y como él no puede hacerlo desde aquí sin jugarse el cuello, lo haremos nosotros.
—¿Cómo nosotros? —Katherine cada vez entendía menos.
—Te vendrás conmigo, en el barco, hoy mismo. Escucha con atención, cariño. —Ella estaba absolutamente aturdida—. Dieter nos espera con una documentación falsa que ha encargado para ti. En cuanto lleguemos a las puertas de la oficina nos despediremos. Yo entraré, pero tú regresarás al coche y esperarás un cuarto de hora antes de volver. En el maletero te he dejado ropa, gafas y un pañuelo para disimular tu aspecto y evitar que te sigan. Tramitarás el embarque como si viajaras sola, y cuando entres en el barco no me busques. Seguiremos separados durante la travesía por si se mantuviese la vigilancia. A la llegada a Londres, tomaremos cada uno un camino diferente. Dieter y yo decidimos no informar desde aquí al periodista inglés para evitar que nuestros planes fueran descubiertos. Por tanto, no nos espera. Tendrás que buscarlo en la redacción del Times para explicarle quién te manda y por qué. Yo me uniré a vosotros uno o dos días más tarde, después de la entrevista con la presidenta del club del bulldog, siguiendo lo previsto en mis planes de viaje. Una vez estemos a salvo y protegidos por el Gobierno británico, denunciaré todo lo que he podido ver y conocer, para que el mundo lo sepa. Y no tendremos que volver a padecer lo que hemos pasado este año.
Katherine sintió que le fallaban las piernas.
Le estaba pidiendo hacer algo que se veía completamente incapaz de afrontar con la necesaria serenidad. Pensó que le temblaría la voz, o que se le trabaría la lengua cuando entregara la documentación falsa, y seguro que la descubrirían. Así se lo confesó a Luther.
—Katherine, ¡no! No nos podemos permitir ningún error, ni dudas, ni nada parecido. Nos lo jugamos todo, piénsalo. Por eso has de ser fuerte. Yo sé que puedes hacerlo. He esperado hasta hoy para contártelo porque te conozco demasiado bien, y quería evitarte la ansiedad que hubieses sufrido si te lo hubiera explicado unos días antes. Ahora, mi amor, vas a tener que sacar todo tu valor de dentro, y hacerlo perfecto para que nadie sospeche.
Ella lanzó un suspiro entrecortado, inspiró tres bocanadas de aire y miró la oficina a pocos pasos.
—Está bien. Hagámoslo.
Llegaron hasta una sólida edificación de vistosa madera azul, de cuyo tejado colgaban dos carteles gigantes: uno con la imagen de los tres buques que hacían el trayecto a Inglaterra, y el otro con dos enormes transatlánticos que viajaban a Nueva York y Montevideo.
Se despidieron con un largo abrazo y un sinfín de besos y adioses. Ella se dio media vuelta agitando la mano muy sentida, y Luther entró en la oficina.
Estaba llena de pasajeros.
Unos esperaban frente al mostrador de embarques, la mayoría permanecían sentados, y unos pocos miraban los paneles de corcho donde se exponían los horarios, la meteorología prevista y alguna que otra oferta de vacaciones. Localizó a Dieter entre estos últimos, pero no se saludaron.
Luther se colocó en la fila y estudió con disimulo a todos los que estaban por delante. Cada vez que alguien entraba en la oficina, se volvía para ver si se trataba de Katherine o de alguno de los agentes que había llegado a identificar entre los que lo seguían. Había uno gigantesco, de pelo rapado al cero y con un aspecto tan gélido que era imposible no tomárselo en serio.
Entró un matrimonio de avanzada edad y tras ellos una joven de apariencia despistada. No los perdió de vista. La siguiente fue su mujer, con el rostro lívido y una mueca rara, seguramente como resultado de la tensión. Su vestido de corte discreto en tono verde oscuro y sobre todo el pañuelo en idéntico color que le cubría el pelo disimulaban una belleza que no era fácil hacer pasar desapercibida. Se colocó en la fila, y Dieter de inmediato se puso detrás de ella. Luther rezó por que todo saliera bien, mientras el periodista le pasaba disimuladamente los documentos falsos sin que nadie lo advirtiera. Ella los abrió, y en un difícil temblequeo y a duras penas consiguió localizar la página donde estaba su fotografía y su nuevo nombre: Martha Mussen, de Düsseldorf. Revisó la fecha de nacimiento y agradeció que coincidiera con la suya para no tener que memorizar más cosas.
Cuando a Luther le quedaba una sola persona para alcanzar el mostrador, apareció una mujer de fina figura y elegantemente vestida, que se colocó al final de la fila.
Katherine, mientras, observaba todo a su alrededor, llena de angustia. Trataba de repetirse mil veces su nuevo nombre, y dos de cada tres se le olvidaba. Atacada por los nervios miraba una y otra vez su documento, recontaba el dinero para el embarque, y no hacía más que mover de una pierna a otra la maleta que le había hecho Luther. En su angustioso estado, cualquiera de los que estaban a su alrededor le parecía sospechoso.
Luther sacó de su portadocumentos el cable con los datos de su reserva y lo dejó encima del mostrador. Una mujer de avanzada edad, demasiado maquillada para sus años y con una necesidad imperiosa de adelgazar no menos de cincuenta kilos, recogió los papeles y buscó su nombre en la lista de pasajeros.
—Aquí está…, Krugg, Luther. ¡Ajá!
Arrancó una tarjeta de un talonario, la rellenó con sus datos, le asignó un número de camarote a partir del esquema interior del navío que guardaba a su derecha, y le explicó que lo encontraría en la cubierta de primera clase. Ni Luther ni Dieter habían caído en el detalle de que Katherine iba a viajar en segunda, y le pareció mal viajar tan separados.
—Perdone que le moleste, pero querría hacerle una pregunta —Luther bajó el tono de voz.
—¡Hábleme alto! —Se señaló un oído, justificando su media sordera.
—¿Le quedan camarotes en segunda clase? Querría cambiar el mío.
La mujer se lo hizo repetir más alto, lo que supuso que todos los presentes se volvieran, perfectamente enterados de lo que preguntaba.
—Sí, sí… Todavía quedan. —Lo miró extrañada. Los cambios de segunda a primera eran frecuentes, pero no al revés. Decidió que tipos raros había por todas partes—. Le puedo dar uno, pero perderá la diferencia de dinero, cuarenta marcos.
—No hay problema —contestó, tratando de volver al anonimato.
La mujer terminó el trámite, borró el número del camarote anterior, escribió encima el nuevo y le estampó el sello.
—Salga por esa puerta, camine unos doscientos metros hasta que se encuentre con el muelle a su derecha, y a otros trescientos encontrará el control de embarque. No pierda mucho tiempo porque el barco tiene previsto el desamarre en menos de media hora.
Luther tomó la salida indicada, pero no pudo evitar echar un último vistazo a Katherine, a la que vio morderse los labios con una expresión que rayaba el espanto, visible a pesar de las gafas con las que trataba de camuflarse.
Una vez que la dependienta de la naviera terminó de tramitar los billetes del matrimonio de ancianos y el de la joven, así como los de otros dos hombres después, le tocó el turno a Katherine. Con el ataque de nervios que tenía le costó una barbaridad localizar sus papeles dentro del bolso. Se quiso morir cuando la mujer le pidió el dinero de la travesía y se le cayó el monedero al suelo rodando todo su contenido por la estancia. Dos amables caballeros se prestaron a recogerle las monedas y los billetes. Ella lo agradeció con una tensa sonrisa, y se puso a contarlo para pagar. Pero una y otra vez se perdía en la cuenta, ante la desesperación de la mujer del mostrador.
—Señora… —miró su pasaporte— Mussen, déjeme que lo haga yo. Si me espero a que usted termine, haremos perder el barco a los restantes pasajeros.
Con la mirada puesta en la encargada, ni ella ni Dieter vieron cómo desde el final de la fila se había ido acercando la última mujer que había entrado en la oficina, la de aspecto elegante. Pero sí escucharon su voz cuando se dirigió a ellos en voz baja.
—Katherine no viajará a Londres. ¡Ni lo intente, herr Dieter Slummer!
Él se volvió desconcertado. Los ojos de la mujer, de un insultante color lila, parecían estar hechos de hielo en ese momento. El periodista sintió una extraña presión sobre su estómago, y al mirar vio la boca de una pequeña pistola que le encañonaba el vientre.
—Pero… —Dieter trató de pensar a toda velocidad, con las protestas de la dependienta por detrás, que veía a su clienta dándole la espalda sin escucharla.
—Sin peros. —La mujer, en un bajo tono de voz para que solo ellos la oyeran, les adelantó que trabajaba para las SS y que hicieran exactamente lo que les iba a decir. Se dirigió a Katherine—. Usted acabe de pagar el billete, recójalo, y después me lo va a dar a mí. Y todo eso sin hacerse notar. —Continuó con Dieter, que no podía estar más preocupado por lo que les podía pasar—. Y usted, herr Slummer, va a salir ahora mismo por la puerta de entrada, donde le estarán esperando dos de mis hombres. De obedecerme o no, dependerá que la señora Krugg consiga un billete de barco o una cartilla de defunción. Usted verá.
La nazi vio salir a Dieter y esperó a que Katherine terminara con sus trámites. La mujer de Luther, al borde de un ataque de histeria, le pasó su tarjeta de embarque sin dejar de mirar la puerta por donde había salido su marido, con el vano deseo de que regresara en su ayuda.
—Y ahora sígame.
La mujer la agarró con tal fuerza del brazo que ella protestó por el dolor.
A la salida del pabellón las esperaban dos oficiales de las SS de uniforme y Dieter Slummer esposado. Eva, como la llamaron sus compinches, les entregó a una Katherine rota en llanto. Y antes de darse la vuelta, se dirigió a ella.
—Cuidaré bien de su marido. Descuide.
Uno de los nazis estuvo a tiempo de frenarla antes de que se lanzara a por Eva completamente fuera de sí.
En el muelle, el buque había empezado a admitir las primeras entradas de pasajeros.
Luther, ya embarcado y desde el exterior de su cubierta, no entendía el inexplicable retraso de su mujer. Iba reconociendo uno a uno a todos los que había visto llegar más tarde que ella.
Eva ascendió por la rampa. Tomó las escaleras interiores del buque hasta que le vio a través de la escotilla de una puerta. Se sonrió. Salió al exterior y se colocó a su lado.
—¿Viaja solo?
Al volverse, Luther reconoció a la mujer que había entrado en último lugar al despacho de billetes. Su voz no le pareció del todo desconocida.
—Sí, sí. Yo solo.
Le devolvió la misma pregunta para no parecer descortés.
—Yo también, aunque quizá no por mucho tiempo —contestó misteriosa. La salida de unos rayos de sol iluminó sus ojos dotándolos de un increíble color azul lila. Le ofreció la mano mientras se presentaba—. Mi nombre es Martha Mussen.
Luther reconoció el falso nombre de su mujer y se quedó paralizado, sin entender nada.
—Herr Luther Krugg, su amigo Dieter Slummer y su deliciosa mujer Katherine viajan en este momento hacia un centro especial donde serán interrogados y después aislados, por lo menos hasta que usted cumpla su misión en Inglaterra. El periodista, por cierto, un sucio traidor a Alemania, estaba bajo sospecha desde que supimos que había dirigido un seguimiento a nuestro embajador y a usted mismo en Argentina. Lo descubrimos al recuperar el carné de prensa de uno de sus corresponsales, que según tengo entendido tuvo un fatal accidente. Como lo teníamos estrechamente controlado desde entonces, supimos que le hizo una visita no hará ni dos semanas. Y aunque no pudimos averiguar todo lo que hablaron, interceptamos sus posteriores gestiones encaminadas a falsificar la documentación de su mujer. No había que ser muy espabilado para deducir cuáles eran sus intenciones; imprudentes y nada buenas, desde luego. Y por cierto, mi nombre es Eva Mostz.
Luther la escuchó completamente petrificado, y más aún al haber reconocido el nombre de la mujer que había interceptado su llamada a Katherine desde la finca de Nores.
—Debe de tratarse de una equivocación —se le ocurrió decir, lejos de saber cómo enfocar la delicadísima situación.
—¿Equivocación, dices? Lo que no termino de entender es lo que han visto mis superiores en ti —decidió familiarizar el trato—. Porque, después de vuestro intento de huida, si hubieras sido cualquier otra persona, habría recibido una inmediata orden de fusilamiento. La importancia de tu misión te ha salvado, piénsalo. Yo lo encuentro incomprensible, pero así es.
—Como le hagáis algo a mi esposa… —Cerró los puños indignado.
—De momento olvídate de ella, y si quieres recuperarla, tendrás que obedecerme en todo, absolutamente en todo lo que yo te diga. No juegues conmigo, te lo aconsejo. Con una sola llamada que haga, tu mujer podría saber qué significa de verdad la palabra dolor. Por eso, y vista tu tendencia a traicionarnos, desde este mismo momento me convertiré en tu sombra y no me despegaré de ti hasta dejarte de vuelta en Grünheide.
Media hora después, uno de los encargados de la cubierta de segunda clase les cambió los dos camarotes individuales que tenían asignados por uno de matrimonio, después de que la mujer le dejara caer en la mano un billete de diez marcos imperiales.
Cuando entraron, Luther se horrorizó al ver que era tan estrecho que apenas entraba la cama. Una cama que tenía de matrimonio solo el nombre, porque no excedía de un metro diez de ancho. Luther dejó su maleta en el suelo y sin dirigirle la palabra se puso a deshacerla. Ella se desabrochó su entallada chaqueta y la lanzó hacia una silla; la siguieron un fular de seda y un cinturón. Se descalzó aliviada y se tumbó sobre la cama soltando un largo suspiro.
—Debes de estar desarrollando un trabajo excepcional para que mis jefes tengan tanto interés por ti. Excepcional o imprescindible.
—Si supieras qué poco me gustan…
Ella no se dio por aludida, desplegó su melena por la almohada y buscó en su bolso de mano un paquete de cigarrillos.
—Ni se te ocurra.
—¿El qué? —contestó ella sin ceder un solo ápice de autoridad.
—Fumar.
Metió la mano otra vez en el bolso y extrajo una pequeña pistola con la que le apuntó sin pestañear.
—Vamos a dejar claro quién da las órdenes de ahora en adelante. Hasta que volvamos a Alemania, si me apetece respiraré hasta tu propio aliento. Quiero que te quede claro. Así que vete moderando tu mal genio, y a ser posible relájate un poquito.
Luther se mordió la lengua, apretó la mandíbula y continuó colocando su ropa en el pequeño armario. La mujer se fumó a gusto su cigarrillo, y al acabarlo se levantó de la cama, cerró con llave la puerta del camarote y buscó el baño.
—Me voy a dar una ducha. Sé bueno mientras.
Le lanzó un beso con los dedos, dejó la pistola sobre el lavabo y cerró la puerta tras ella.
Luther miró por la escotilla furioso. Su plan de huida no había tenido éxito, pero se juró que no sería el último.