Capítulo XIV

Cañonero Eduardo Dato

Ceuta

3 de junio de 1936

XIV

Andrés Urgazi se dejó caer al agua desde una pequeña barca de remos en cuanto alcanzó el perfil del buque de guerra. Antes, había perforado la barca en dos puntos para hundirla y no dejar ninguna pista. Provisto de un traje de buceo de lona recauchutada y gafas especiales, después de verla desaparecer bajo el agua, se sumergió para recorrer la eslora del cañonero de proa a popa por el lateral que quedaba amarrado a puerto.

Escuchó voces.

A las dos y veinte de la madrugada, los únicos que podían estar despiertos entre sus ciento cuarenta tripulantes eran tres marineros de guardia y un suboficial.

Recorrió sus setenta y siete metros de eslora hasta alcanzar el límite del buque, le dio la vuelta, y al avanzar ahora por babor contó seis escotillas. Comprobó cómo iba de tiempo y vio que eran las dos y media: la hora y el lugar convenido para que le facilitaran el acceso al barco.

De uno de los ojos de buey más cercanos a él salía luz. Miró hacia la cubierta y confió en su suerte. Si en ese momento era localizado, estaba perdido. Los minutos de espera se le hicieron eternos hasta que vio aparecer una cabeza y poco después una escalerilla de cuerda que rodó hasta caer en sus manos.

Sin perder un segundo empezó a subir por ella, pero a medio recorrido sintió un tirón que significaba peligro. Se pegó al casco y escuchó hablar a dos hombres a poco menos de tres metros por encima. No entendió qué decían, pero, para su alivio, se marcharon al poco tiempo. Dos tirones de la cuerda significaban vía libre. Andrés siguió ascendiendo hasta llegar a cubierta. Su contacto lo urgió a entrar por una escotilla que acababa de abrir a su lado mientras recogía a toda velocidad la escala. Andrés se metió por ella y lo esperó, a refugio de un recodo.

—Subteniente Tomás Gancedo, a su servicio. Sígame hasta la cabina de telegrafía.

El hombre le pasó una toalla para evitar que dejara un rastro de agua. Andrés se secó y siguió sus pasos con extremo sigilo hasta llegar a un cruce de pasillos. Tomaron el de la derecha, pero a escasos metros de donde estaban escucharon voces que venían a su encuentro. Tomás pensó a toda velocidad en cuál de aquellas puertas podrían esconderse, dado que eran los camarotes de los oficiales. Señaló la segunda a su izquierda, donde dormía un alférez de fragata que sin ser de los suyos parecía estar más de su lado que el resto.

—Por si fuese necesario… —Le entregó una pistola a Andrés.

Entraron y cerraron la puerta a tiempo de no ser vistos. Tumbado sobre un camastro, el alférez abrió los ojos perplejo.

—Pero ¿se puede saber qué carajo estáis haciendo aquí?

Se incorporó de la cama desconfiado, pero no previó la rapidez del buzo, y menos aún el golpe seco que le propinó en la cabeza con su pistola. El efecto fue tan contundente que se desplomó sobre el suelo.

—Quizá me haya adelantado, pero solo así tendremos garantizada una total tranquilidad —se justificó Andrés.

—Lo peor es que me ha reconocido. Pero, bueno, se lo justificaré diciendo que iba encañonado —decidió Tomás en voz alta—. Aunque, claro, también tendré que inventarme un robo o algo parecido para explicar la presencia de un extraño en el barco. —Su cabeza se puso a pensar a toda velocidad, recreando un escenario ficticio que hiciese verosímil la versión que iba a tener que ofrecer a la mañana siguiente.

—Me parece bien, pero, para evitarnos cualquier sorpresa, atémoslo.

Tomás utilizó la sábana para amarrarle las muñecas y los pies, y la funda de la almohada como mordaza. Una vez quedaron convencidos de su completa inmovilización, salieron al pasillo. Desde allí hasta la cabina de telegrafía no se cruzaron con nadie más.

Entraron en ella y Tomás cerró la puerta.

—Espere. Voy a buscar el documento.

Andrés tomó asiento en una banqueta y se hizo espacio en una mesa para poder ver el escrito que justificaba su presencia a esas horas de la madrugada. El radiotelegrafista, hijo de socialista y afiliado en secreto a la UGT, abrió con llave un departamento metálico adherido a la pared donde guardaba los cables e informes más importantes junto con el libro de códigos y claves. Extrajo una carpeta azul. De ella sacó tres papeles que pasó a Andrés.

—Llegó hace cinco días. Lo que tiene entre las manos es una copia manuscrita que hice para usted. El original obra en poder del capitán.

Andrés leyó con detenimiento su contenido:

«Las circunstancias gravísimas por las que atraviesa la Nación debido a un pacto electoral, que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea hecho prisionero de las organizaciones revolucionarias, lleva fatalmente a España a una situación caótica, la cual no se puede evitar más que mediante la acción violenta. Para ello los elementos amantes de la Patria tienen forzosamente que organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el poder e imponer desde él el orden, la paz y la justicia».

A la proclama le seguía una relación de bases, en total nueve, sobre las cuales quedaba estructurado un plan para la toma del poder en España, estableciéndose los pasos para dar por provincias y divisiones militares, con el fin último de instaurar una dictadura militar republicana.

—Se ha arriesgado mucho dejándolo con el resto de documentos oficiales —su comentario sonó a amonestación.

—Supuse que sería el último sitio donde se les ocurriría buscar —se disculpó.

—De acuerdo. Visto así, tampoco está tan mal pensado. Y dígame, ¿en qué otras manos ha podido caer el original? —preguntó Andrés al terminar de leerlo.

—Que yo sepa, solo lo ha visto mi comandante. Tuve cuidado de dárselo en sobre sellado.

Andrés metió el escrito en un sobre plastificado e impermeable y lo guardó dentro de su traje de goma. El documento estaba firmado de forma genérica por «El director», por lo que no era posible conocer su verdadero padre, pero se podía deducir quién lo había redactado.

—Imagino que en caso de rebelión, tal y como avanza el escrito, sospechará de sus oficiales, ¿cierto?

El radiotelegrafista no tenía ninguna duda.

—Se escuchan cosas últimamente —comentó nervioso—. Y si no he entendido mal, el próximo cinco de julio se desarrollarán unas maniobras militares en el valle de la Ketama donde se espera una acumulación de tropa que puede llegar a los cuarenta mil soldados. Esa puede ser la excusa perfecta para dar comienzo a los planes descritos en esa instrucción.

Andrés recibió sus opiniones sin comentar nada.

Lo menos que podía imaginarse el radiotelegrafista es que la visita de aquel buzo estaba siendo dirigida desde el otro bando. Porque aquella era la primera misión de Andrés a cargo del grupo de agentes del SSE ligados a los servicios secretos italianos, después de haber sido aceptado por ellos.

La lista de Valeria había desencadenado en Andrés la acelerada búsqueda de su cabecilla para convencerle sobre su afinidad a la causa, y así poder ser integrado en el grupo secreto; una táctica aprobada de antemano por el coronel Molina. Conseguido el primer objetivo, y para esquivar la inicial desconfianza del líder de los agentes insurrectos, había tenido que reunir una detallada explicación de sus razones, añadir las pruebas que demostraran su hipotético rechazo al Gobierno y comprometerse hasta el final con el juramento de honor. Le costó un poco más aclarar sus relaciones con el coronel Molina, la verdadera causa de que no hubieran contado antes con él. Lo hizo ateniéndose a la sagrada obediencia que un militar ha de mostrar a su superior, lejos de que fuera plato de buen gusto. El líder de los agentes que colaboraban con la agencia italiana reconoció los numerosos seguimientos practicados a Andrés, para tratar de confirmar de qué lado estaba. Porque ellos creían que, llegado el momento de una rebelión armada, el jefe de los Tercios de la Legión se pondría a favor del Gobierno. Aclaradas las dudas, o al menos en buena parte, la inesperada entrega de aquella lista secreta fue lo que terminó de demostrar la sinceridad de sus intenciones. Al verla, su nuevo jefe entre los agentes insurrectos, Carlos Pozuelo, fue plenamente consciente de las fatales consecuencias que tendría para el grupo que Andrés la hubiera hecho llegar al Ministerio de Guerra: seguramente un pabellón de fusilamiento por alta traición.

—Subteniente Gancedo, le agradecemos su valiente gesto dada la situación que estamos viviendo —comentó Andrés, animado a abandonar lo antes posible el cañonero—. Y descuide, que haremos llegar con urgencia el documento a Madrid —mintió.

—Confío en que podamos detener entre todos esta locura.

Tomás Gancedo escudriñó el pasillo a través de la rendija de la puerta antes de darle vía libre. Salieron en silencio, y deshicieron el camino hasta la cubierta.

Serían las tres de la madrugada cuando, con el cambio de guardia, Andrés abandonaba el cañonero por estribor descendiendo por la escalerilla de cuerda. Pero las cosas no fueron fáciles desde ese momento. Vigilancia de Puerto había intensificado las medidas de seguridad esa misma semana debido a la oleada de robos que se habían producido en sus naves y talleres, seguramente a manos de las tribus rebeldes rifeñas. Y para atender aquel cometido, cada noche patrullaban por las instalaciones una decena de marinos armados.

Un par de ellos, que pasaban en esos momentos cerca del buque, lo vieron.

Andrés escuchó el «alto» cuando estaba a medio camino del agua. El foco de una linterna buscándolo por el casco obligó a soltarse de la escalerilla y dejarse caer. Al no llevar bombonas de aire, la única posibilidad que tenía para huir sin ser detenido era bucear, lo que hizo en cuanto empezó a sentir la compañía de las primeras balas. Como había descendido por el lado del buque más pegado a puerto, creyó que, si rebasaba por abajo la quilla del cañonero, los disparos no lo alcanzarían. Y desde el otro lado podría dirigirse a cualquier dirección donde hubiera menor peligro.

Tomó aire, se hundió y siguió el perfil de acero del barco. Los algo más de tres metros y medio de calado se le hicieron eternos. De noche y sin ver el final, creyó que se ahogaba. Al rebasar el punto más bajo y empezar a subir por el otro lateral se empujó con las manos para ganar velocidad. La necesidad de meter aire en sus pulmones le resultaba agobiante, cuando empezó a distinguir un poco de luz en la superficie. Pero no terminaba de alcanzarla. Apretó la garganta y los pulmones, cerró los ojos y se impulsó con todas sus fuerzas hasta que notó el providencial frescor de la noche. Respiró con normalidad y estudió la situación. La tripulación del cañonero había sido alertada por la patrulla, lo que produjo la inmediata aparición de alguno de sus ocupantes por cubierta. Los vio enfocar sus linternas hacia el agua, por suerte donde él no estaba. Pero de repente, a su izquierda, vio venir una pequeña embarcación patrullera a toda velocidad. Esta vez sí se asustó. Las posibilidades que tenía de huida eran mínimas, pero debía explorarlas todas. Buscó la dársena del puerto que parecía menos protegida y empezó a nadar con todas sus ganas hacia ella. Los primeros veinticinco metros tuvo suerte de no ser visto. La luna jugó a su favor al quedar escondida por una nube, y el tiempo que tardó en volver a iluminar la noche lo aprovechó para alejarse del cañonero. Escuchó silbatos y hombres que corrían por la cubierta de los demás barcos.

Andrés, aunque acusaba el cansancio, siguió nadando sin parar, con la vista puesta en aquel rincón menos vigilado. A mitad de recorrido atravesó una larga mancha de brea que le supuso un verdadero tormento. Entre el intenso olor que desprendía y la incomodidad de abandonarla completamente pringado, lamentó su mala suerte. Era consciente del peligro que en esos momentos corría. Si lo capturaban, el escrito que escondía bajo el traje de goma supondría un grave problema de difícil explicación.

A pocos metros de su destino buscó un hueco entre dos embarcaciones de pesca, y al tocar el malecón se quedó completamente quieto, asegurándose de que no hubiera nadie. Pasados unos minutos, le pareció que el lugar era seguro. Ayudándose con las manos recorrió el muro de piedra hacia su derecha, donde vio una escalera de hierro clavada a él. Subió tres peldaños, miró a ambos lados, y en el momento en que pisó suelo firme alguien a su espalda le dio el alto desde la cubierta de un barco.

—¡Dese la vuelta y ponga las manos en alto!

Andrés obedeció sin remedio.

El hombre empuñaba una pistola. Entre las sombras de la noche y la bamboleante luz de un farol, consiguió verle la cara tan solo unas décimas de segundo; lo suficiente para reconocer su rostro.

—Eres Carlos Pozuelo, ¿verdad?

—Por suerte para ti, sí. Pensé que igual necesitabas un poco de ayuda en esta primera misión con nosotros. Tienes a medio puerto detrás de ti.

—¿Tenemos cómo huir?

Carlos Pozuelo señaló un almacén a sus espaldas.

—He aparcado mi coche detrás.

—Pues vámonos ya, que si me pillan con el documento que llevo encima, no sé cuál de los bandos me fusilaría primero.