Capítulo XIII

El Burgo de Osma

Soria

7 de mayo de 1936

XIII

Justiniano vivía enfrente de la magna catedral del Burgo de Osma, en una casa de fachada medieval, enorme portón de carruajes y acceso lateral a un recoleto patio donde tenía un pozo, cuatro limoneros y una hamaca que colgaba de dos de ellos en la que dormía siestas antológicas.

Pudo ser ese el motivo de su mal recibimiento, porque cuando Zoe apareció en el patio con casco y gafas en la mano, capa de agua y pantalón impermeable, eran las tres y media de la tarde y la expresión que el hombre puso al verla estaba en el polo opuesto a la cordialidad.

—Te esperaba a comer —soltó en un tono áspero.

—Siento el retraso, pero me llovió tanto de camino que tuve que conducir más despacio.

—Ya, pero me has dejado a media siesta. —Zoe no supo qué contestar, violentada por el comentario—. Y encima querrás un café, imagino.

—Se lo agradecería mucho.

El hombre se echó los pelos para atrás y tiró del chaleco hacia abajo para tapar la media barriga que le asomaba. Se encendió un cigarrillo, la miró de arriba abajo y propuso que pasaran a la cocina. Lo siguió por la casa. De un solo vistazo dedujo que no estaba casado, ante tanto desorden como allí había, y también que no era hombre de dispendios, porque hacía un frío descomunal y no había resto alguno de fuego en la chimenea, ni tampoco brasas en la cocina de carbón.

Lamentó haber dicho que sí al café cuando le llenó la taza con un líquido helado, espeso, oscuro y amargo, que podía haber estado bueno el día que lo había hecho, que habría sido como mínimo hacía una semana.

—Siento que tu padre esté preso. —Zoe no había querido contarle lo grave que estaba—. Fuimos buenos amigos durante la carrera. Menudos sinvergüenzas que estábamos hechos por entonces. ¡Madre mía! —Una voluta del amarillento humo de su cigarrillo se le metió en el ojo y le arrancó una lágrima, aunque Zoe quiso interpretar que su padre podía haber tenido también una parte de responsabilidad—. No te pregunto qué tal está porque me lo imagino. Aparte de su encierro, con lo que amaba esta profesión de locos, el no ejercer tiene que estar suponiendo un verdadero martirio para él.

—No le quepa ninguna duda. Le manda muchos recuerdos.

—Y si se puede saber, ¿para qué necesita la Cruz Roja tantos sabuesos y con tanta urgencia?

—Como hay mucho miedo a lo que pueda suceder en España, la Cruz Roja ha decidido reforzar los servicios de asistencia y socorro canino, y con prisa, esa es la realidad.

Los pequeños ojos de Justiniano juzgaron la frágil figura de Zoe cuando se quitó la capa de agua y apareció vestida con una camisa de algodón y unos pantalones azules algo ceñidos.

—No se entiende que queráis ser veterinarias.

—¿Cómo? —Zoe dejó la taza de café encima de la mesa, y con la boca retorcida por su amargor esperó alguna aclaración.

—Nunca podréis resolver un parto difícil en una vaca o tumbar una oveja para explorarla, y mucho menos arreglar los cascos a un caballo de esos que por viejos y resabiados saben hasta latín. No seréis capaces de extraer una pieza dental a una mula y dudo mucho que podáis soportar la fetidez de una placenta retenida más de dos días. Con lo bien que estáis trabajando en lo vuestro, tras los fogones, o limpiando la casa, no sé a cuento de qué os metéis a estudiar esta carrera.

Zoe escuchó una a una sus apreciaciones, pero no se achantó.

—Quizá necesitemos un poco de ayuda en alguno de esos casos, pero las mujeres podemos enfrentarnos a cualquier situación cuando nos lo proponemos. —No era la primera vez que tenía que combatir ese tipo de prejuicios—. De todos modos, pretendo dedicarme a los perros, lo que no me exigirá las mismas condiciones físicas que si me decidiera por los caballos. —La firmeza de su expresión reflejaba la convicción de sus palabras—. Amo esta profesión desde muy pequeña, desde que acompañaba a mi padre a trabajar. Y la amo tanto que no sabría qué otra cosa hacer si no pudiera ejercerla, porque el papel de ama de casa ya lo viví antes de enviudar y no lo quiero repetir.

Justiniano la escuchó sin moverse ni un ápice de su idea, aunque decidió no seguir la discusión y abordar el objetivo de su visita, dada la urgencia con la que la joven la había solicitado.

—Aparte de tu llamada, también tuve otra de la Asociación de Veterinarios de Soria. Querían que después de estar conmigo acudieras a la capital para presentarte a más gente con sabuesos, creo que de la mano de dos compañeros que no me acuerdo en qué ayuntamientos trabajan. Pero no creo que lo necesites. Con Malaquías, el Tramposo tendrás más que suficiente, quien por cierto ha de estar al caer. —Miró la hora en un reloj de pared.

A Zoe le inquietó el apodo y preguntó a qué se debía.

—Malaquías es un tratante de corderos que se patea todos los apriscos de la provincia, y es raro el ganadero que no le debe un favor. Cuando le expliqué lo que querías, en menos de medio minuto me había listado los cinco propietarios con mejores ejemplares de esa raza.

—Parece el hombre perfecto para mis planes.

—Perfecto no es, pero bueno, ya lo conocerás.

Zoe estaba sentada en el asiento más sucio que hubiese visto en su vida, en una destartalada furgoneta cuya caja trasera estaba preparada para transportar una treintena de corderos en cada piso, y tenía dos. El tal Malaquías era un hombre entrado en los cincuenta, desdentado, de cabello rizado y con más de un trozo de paja viajando por él, cuya ropa necesitaba un urgente lavado, al igual que el pelo. Pero si había algo que caracterizaba a aquel hombre era su acidez de carácter y las pocas palabras que salían de su boca.

Lo único que le dijo al subir al coche fue que empezarían por San Leonardo de Yagüe, donde conocía a un vecino que además de trescientas ovejas tenía una pareja de sabuesos con excelente fama de cazadores. Cuando llevaban cuatro o cinco kilómetros recorridos, Zoe trató de arrancar una conversación.

—¿Mueve muchos corderos?

—¿Para qué lo quieres saber, carajo? ¿Acaso te interesa tanto el dato? —respondió levantando la voz, una voz rasposa y grave.

—Para nada en especial, era solo por hablar de algo.

—Hablar conduciendo me toca las narices…

—Bien, bien… Lo dejaré tranquilo, entonces.

El hombre escupió por la ventanilla, cambió de posición el palillo de dientes que había estado en la comisura izquierda de su boca desde que había llegado a casa de Justiniano, y pensó lo poco apropiada que iba la finolis esa para entrar en los establos.

Zoe estudió el interior del vehículo para ver dónde dejaba su bolso, pero terminó sujetándolo entre los brazos. Como tampoco se atrevió a preguntar el nombre del primer ganadero al que iban a ver, dada la poca gana de hablar que había demostrado el tipo. Por eso, cuando poco después de atravesar el río Lobos dejó la carretera asfaltada para entrar en otra serpenteante y de tierra, se contuvo. Al final de ella, y en lo más alto de una colina, distinguió una modesta edificación de piedra con un gran patio lleno de ovejas, rodeado por unas teleras de hierro.

A Malaquías no le debían de preocupar demasiado los baches del camino, a juzgar por la velocidad que llevaba, pero a Zoe sí al ir golpeándose con la puerta o con el techo según fuera la profundidad de los socavones. Por eso, cuando llegaron a destino, y a pesar del brutal frenazo, suspiró aliviada.

A las puertas del aprisco un hombre de avanzada edad los esperaba apoyado en una garrota. Al ver salir de la furgoneta a Zoe, se le arquearon las cejas extrañado por la compañía que traía su tratante.

—¡Pero mira que eres granuja! ¡Fíjate qué bien te rodeas, bribón! —Chasqueó la lengua y en el descuido se le cayó la pava del cigarro que se estaba fumando. Maldijo a una docena de santos, la recogió del suelo y se la volvió a poner entre los labios.

Malaquías, con su habitual tono de descortesía, ni se la presentó. Gruñó al pasar a su lado y entró al establo para elegir los corderos que le iba a comprar.

—Me llamo Zoe. —Ella le ofreció la mano.

El anciano se la estrechó sonriéndose por dentro al ver los zapatos que llevaba, un modelo de lo menos adecuado para andar entre ovejas, y la invitó a entrar con el cigarro en la boca en su mínima expresión. Zoe dudó si no se estaría quemando.

La nave estaba dividida al centro en dos mitades iguales. En un lado estaban las ovejas con sus corderos y en el otro las no preñadas.

—¿Y a qué se debe el gusto de tenerla por aquí?

Ella miró desconcertada a Malaquías al deducir que no debía de haber anunciado a qué venían. El otro ni se percató, porque andaba moviéndose entre el rebaño valorando el estado de carnes de los corderos.

—Tengo entendido que tiene una excelente pareja de sabuesos y me gustaría hacerle una buena oferta por ellos, si me los quisiera vender, claro. Trabajo para la Cruz Roja, estamos desarrollando una nueva unidad de socorro canina y necesitamos ampliar el número de perros para atender nuevas necesidades.

—Y es medio veterinaria —gritó Malaquías mientras pasaba algunos corderos a un apartado pequeño de la nave, bajo la protesta de estos al verse separados de sus madres. Muchas corrieron tras ellos.

El anciano se quedó de una pieza al escuchar aquello.

—¿Una veterinaria? Nunca había escuchado cosa igual. ¡Será posible! ¡Por todos los demonios! —Se quitó la boina para rascarse la cabeza—. ¡A dónde vamos a parar!

—No le extrañe tanto, ya somos más de ocho las que estudiamos en Madrid y desde hace diez años tenemos a la primera veterinaria española ejerciendo en un pueblo de la provincia de Badajoz. ¿Qué le parece lo de los perros que le he dicho? ¿Los podría ver?

—Pues tengo unos corderos que se zurran.

Vista su contestación, estaba claro que el pastor ignoraba por el momento la propuesta de Zoe. Malaquías se volvió para ver cómo le respondía, sabiendo perfectamente a qué se estaba refiriendo su cliente.

—No le entiendo —contestó ella, habiendo descartado la posibilidad de que se estuviese refiriendo a una pelea entre los animales.

—Pues vaya veterinaria que está usted hecha, que no sabe ni eso. Zurrarse significa que tienen diarrera.

Zoe se sintió analizada e inmediatamente minusvalorada por aquellos dos hombres. Pero no rectificó lo de diarrera imaginando que era la forma que tenía de llamar a lo que se conocía como diarrea.

—¿Dónde están? —decidió no amedrentarse.

—Míreles el culo y los encontrará con facilidad. —Explotó de risa el pastor—. En efecto, tengo dos sabuesos, los mejores de toda la comarca, pero no están a la venta. Sin embargo me han criado a tres cachorros de unos cinco meses que si me los paga bien podrían ser suyos. Pero para que lleguemos a un trato, antes tiene que resolver la zurreta de esos corderos.

Zoe se alegró de llevar pantalones, pues tuvo que saltar una cancela metálica para entrar a donde estaban los animales, aunque temió caerse al notar cómo se le hundían los zapatos nada más pisar la paja reblandecida por los excrementos.

Fue hacia uno de los corderos con la cola manchada, pero se le escurrió entre las ovejas, que también se apartaron al ir hacia ellas. Los dos hombres la observaron entretenidos, sin la menor intención de ayudar. Zoe fue a por otro cordero con idéntico aspecto, pero tampoco consiguió hacerse con él. Y eso que había podido agarrarlo de una pata, aunque sin esperarse su respuesta en forma de patada en la rodilla. Lo peor no fue el dolor que le produjo el golpe, sino que además la desestabilizó y terminó en el suelo manchándose sin remedio el pantalón, y de paso las dos manos.

—Ve usted como este no es trabajo para una señorita —apuntó el pastor.

Zoe sacó su amor propio, se levantó y sin pensárselo dos veces atajó al mismo cordero en su huida. Lo tumbó sobre el suelo, apoyó una rodilla en su cadera, una mano en el cuello, y con la otra le levantó el rabo para identificar el estado del recto y el color de sus deyecciones.

La diarrea de los corderos podía ser causada por diferentes agentes infecciosos, pero el color achocolatado de la que estaba viendo hizo que pensara en uno en concreto. Las dudas que mantenían aquellos hombres sobre su capacidad profesional la obligaron a mojarse en el diagnóstico y a elegir un tratamiento que pudiera ser fácilmente aplicable, para sorprenderlos.

—Se zurran por el mal de las camas —atajó con un nombre que se acababa de inventar, pensando que la denominación científica no la iban a entender—. Una enfermedad que aparece pasado el primer mes de vida y casi siempre antes del segundo.

—¿Qué es eso del mal de las camas? —preguntó el pastor.

—¿A que el problema empeora cuando se está terminando una paridera, con los últimos corderos que nacen? —contraatacó Zoe.

—Pues ahora que lo dice…, sí. —El hombre se quedó perplejo ante el buen ojo de la mujer—. Mira por dónde que hasta va a estar usted un poco preparada… Esa diarrera ataca sobre todo a los corderos de las ovejas que se han retrasado más y las últimas que me paren, tiene razón.

—Les va a dar a comer un machacado de ajos mezclado con un poco de leche de la madre. No meta mucho ajo, no vaya a ser que rechacen la leche. Y hágales un favor, renueve y limpie las camas todo lo que pueda, sobre todo antes de cada paridera.

Zoe se incorporó desde el suelo, miró a sus dos atónitos espectadores, y aprovechándose de su momento de evidente superioridad moral, volvió a proponer la compra de sus perros.

—Le venderé mis tres cachorros, y en agradecimiento a lo que acaba de enseñarme me encargaré también de localizarle los otros siete que busca. —Se retiró la boina, la rodó entre sus manos y agradeció su ayuda.

—Yo mismo se los llevaré en mi furgoneta a donde me diga —apuntó Malaquías, quien por algún motivo cercano a la admiración acababa de dejar de tratarla de tú y estaba mostrando su cara amable.

—Gracias, se los pagaré encantada.

El pastor, un segundo antes de cerrarle la puerta de la furgoneta y a punto de que se fueran de su explotación, tocó con los nudillos en la ventanilla de Zoe.

—No sabrá también cómo se curan los tetos inflamados de las ovejas, ¿verdad?