Capítulo XII

Centro de adiestramiento canino de la Cruz Roja

Torrelodones. Madrid

Madrugada del 3 de mayo de 1936

XII

La luz del faro delantero de la BMW R11 que conducía Zoe barrió la última cuesta antes de enfilar la entrada de la finca. Había conducido de forma temeraria desde su casa después de haber recibido de madrugada una llamada de Rosinda. Aunque en un primer momento no la había entendido apenas, dado su nivel de histeria, después sí, cuando escuchó que se le morían los perros.

Max y su mujer Erika estaban ya en el recinto cuando Zoe apareció con una excesiva velocidad, tanta que tuvo que apretar a la vez y con energía los dos frenos para no llevarse por delante las perreras. Se detuvo a escaso medio metro, y bajó corriendo sin ni siquiera parar el motor. Con ella lo hizo Campeón, que se había unido a la expedición nocturna a pesar de sus iniciales negativas.

Rosinda la esperaba con dos grandes linternas de mano y el horror en su cara. A su lado y con un semblante que daba miedo estaba Max, y tras ellos Erika.

—He llamado a don Miguel Ruiz para que venga de inmediato a verlos. ¡Están fatal! —apuntó él.

—Una afortunada decisión —confesó Zoe, conocedora del enorme prestigio que tenía aquel veterinario, pionero de la clínica de pequeños animales en Madrid. Si había un especialista que supiese resolver un problema como el que tenían ese era don Miguel.

Zoe vio que Rosinda llevaba el botiquín de urgencia en la mano, y aprobó una vez más su eficiencia.

—¿Síntomas?

—Los guardeses me llamaron hará cosa de una hora y media. —Rosinda iba abriendo las puertas del recinto donde se alojaban los perros y después las de los cajones individuales—. Al llegar lo primero que me llamó la atención es que estuviesen todos mal; unos vomitando y el resto babeando de una forma exagerada, muy nerviosos y tocándose la boca con las patas. Al principio no escuché gemidos, pero poco después sí, como si se estuviesen ahogando. Me asusté muchísimo, sobre todo al ver sus miradas de moribundos.

—¿Puede ser una intoxicación? —le preguntó Max.

—Bueno…, eso es lo que parece. Pero he de verlos.

—Ahora no podemos permitirnos ni un solo tropiezo en el proyecto, y esto huele muy mal. Así que, venga… ¡Todo el mundo a trabajar y ya! —El comentario de Max no contribuyó a relajar la situación que quizá era lo que necesitaban, sino todo lo contrario. Zoe lo disculpó imaginando que se debía a los nervios.

Para que Rosinda pudiera tener las manos libres mientras abría los jaulones, Max se hizo cargo de las linternas. Detrás de ellos iba Zoe repasando qué enfermedades cursaban con esos síntomas y descartando aquellas que no tenían una presentación tan aguda. Tenía claro que la etiología no era vírica ni bacteriana. Había estado esa misma tarde viéndolos y ninguno había manifestado fiebre ni otros síntomas infecciosos.

Llegó al primer perro. Se trataba de un animal de menos de un año que permanecía tumbado, con el morro manchado de vómitos y un comienzo de edema facial. Tenía la lengua inflamada y medio azulada. Pidió un poco más de luz para confirmarlo. El perro respiraba muy fatigado, hundiéndosele el vientre cada vez que expulsaba el aire. Le metió un termómetro en el recto, miró la lividez de sus pupilas y con el fonendoscopio auscultó su corazón. Campeón, a su lado, dejó de mover el rabo y se puso a aullar, presintiendo la muerte. Miró a otro y encontró los mismos síntomas que en el primero, aunque todavía de mayor gravedad. El tercero tenía el mismo mal y la ránula sublingual inflamada, al fallarle los conductos salivares. La imagen era francamente alarmante. Todos los perros se encontraban a las puertas de la muerte y no tenía ni idea de por qué. El matrimonio que los cuidaba y vivía en la finca observaba a Zoe y a los animales alternativamente, llenos de espanto.

—¿Les habéis dado de comer algo diferente a lo habitual?

—Señora Zoe, no —contestó el hombre, apretujando entre las manos su boina—. Comieron normal, lo de siempre…, y no vimos que rechazaran nada. Hemos vuelto a revisar la comida por si estuviese estropeada, pero nos ha olido bien. No sabemos.

La mujer lloriqueaba mirando cómo los pobres animales se le morían. Los mimaba y cuidaba a diario y no podía imaginarse que pudiera perderlos a todos de golpe. Zoe acarició la cabeza del más joven y este respondió lamiendo su mano con debilidad.

—¿Pero qué os ha pasado? Parece un shock anafiláctico, pero los síntomas no coinciden al cien por cien —pensó en voz alta—. Ojalá llegue a tiempo don Miguel. Y esa lengua azulada…

Campeón miró a Zoe. En su expresión parecía haber algo más que el típico gesto de un animal que busca atraerse el interés de su amo, como si necesitase transmitirle algo. El perro, sabiendo que había captado su atención, se puso a olisquear por todos lados: entre los perros, en sus camas, en los comederos y bebederos. Correteaba buscando un rastro, y de pronto lo dejaba y volvía con la lengua fuera y una mirada brillante, como si tuviese una respuesta al enigma.

—¡Has de hacer algo, y ya! —la apremió Max al ver que dos de los perros habían dejado de respirar—. No puedo admitir que se nos muera uno solo más… ¡Ahora no! ¡Soluciónalo!

Zoe no lo había visto nunca tan nervioso y menos con ese tono de exigencia.

—Tranquilidad. Lo sé, lo sé… Estoy haciendo todo lo que puedo.

Con el botiquín abierto, tenía en cada mano un vial; uno era adrenalina y el otro un potente antihistamínico. Según lo que tuvieran los animales, uno de los tratamientos podía salvarles la vida. Era consciente de que debía tomar una decisión sin esperar al veterinario. A menos de diez metros de Zoe, vio a Campeón escarbando cerca de los boxes de forma nerviosa, alrededor de un largo y extraño reguero blanco que apenas se distinguía desde donde estaba. Extrañada por su comportamiento fue a ver qué llamaba tanto la atención de su perro.

Al instante volvió corriendo con la ampolla de adrenalina.

Metió veinte miligramos en un bote de cien mililitros, lo agitó, cargó cinco jeringuillas y las repartió entre todos los presentes.

—Pinchad a cada perro un centímetro cúbico subcutáneo, y a los que estén peor dejádmelos a mí que lo haré en vena. No perdamos ni un solo segundo. ¡Vamos!

—¡Esperad todos! —Max dudó de Zoe—. ¿De verdad, de verdad estás segura? ¿No sería mejor esperar a don Miguel?

Zoe no se lo pensó.

—¡Empezad ya con los que peor están! Confía en mí. Sé lo que hago.

—No entiendo cómo estás tan segura, si te falta media carrera.

Zoe entendió que no era el mejor momento de responderle, por lo que se empleó con uno que apenas podía cerrar la boca por la enorme hinchazón de su lengua. Buscó la vena cefálica del brazo, le clavó la aguja e introdujo muy despacio la adrenalina. Esperó a ver cómo reaccionaba. No era mujer de rezos, pero en esa ocasión invocó la ayuda de Dios. A punto estuvo de cortársele la respiración al ver cómo a los pocos segundos de su inyección el animal sufría un violento ataque y moría en sus brazos.

Max dejó de inyectar a su perro sin saber qué hacer. A ella le temblaban las manos. Se preguntó si no habría tomado una decisión equivocada. Volvió a mirar hacia el lugar donde había visto una hilera de gusanos, y se convenció.

—Seguid con las inyecciones.

Tan solo pasaron tres minutos cuando la mayoría de los animales empezaron a recuperar el tono de sus miradas, alguno hasta se levantó perezoso y tres de ellos empezaron a respirar con normalidad.

El motor de un coche irrumpió en el silencio de la noche, anticipando la llegada de don Miguel. Max lo presentó sin formalismos, y de inmediato el hombre se puso a inspeccionar al primer perro, al que vio en bastante peor estado del que le habían anticipado por teléfono.

—Veamos… veamos… —Sus manos eran ágiles, decididas. Recorrían el animal explorándolo por aquellos lugares donde sabía que podía obtener la información necesaria para dirigir su diagnóstico.

Zoe rompió el silencio explicando lo que había hecho y cuál creía que era la causa: una alergia aguda por contacto y consumo de orugas procesionarias del pino. Señaló con el dedo dónde las había visto, ante el asombro de los demás asistentes, que de inmediato fueron a mirar. El rigor clínico que caracterizaba a don Miguel hizo que no valorara todavía su acierto. Hasta que no hubiese terminado con su exploración y viera al conjunto de animales, prefería no opinar. Recordó un reciente artículo sobre ese tipo de alergias y los síntomas empezaron a coincidir uno tras otro.

Zoe se le adelantó al preguntar al matrimonio si no habían advertido la presencia de las orugas.

—Forman capullos en esos pinos de ahí arriba, es verdad. Y estos días las hemos visto migrar formando filas, pero no imaginábamos que pudieran hacer tanto mal a los perros.

Max preguntó qué podían hacer para evitarlas, y Zoe contestó que fumigar.

Don Miguel acababa de revisar el estado del quinto perro, y empezó a defender la buena decisión de su futura colega.

—Muchacha… —se retiró los guantes y hundió sus manos en un pozal con agua y jabón—, he de reconocer que tienes buen ojo clínico. Celebraré verte pronto ejercer, porque estoy seguro de que lo harás muy bien. Enhorabuena. Has resuelto un problema muy serio con poca información y nula experiencia. ¡Les has salvado la vida!

Zoe correspondió a los elogios sonriendo complacida.

—Él me puso en la pista.

Señaló a Campeón. El perro se había pegado al veterinario observando cómo lavaba la boca a uno de los perros con suero salino, después de que le hubiera pinchado un antiinflamatorio para rebajar la hinchazón de su laringe.

Don Miguel decidió que los más graves necesitaban un urgente lavado de estómago, no fuera que se hubiesen tragado alguna oruga o una peligrosa cantidad de pelo de ellas, que explicó era donde transportaban las toxinas. Rascó la cabeza de Campeón cuando la vio asomar entre sus brazos, y pidió ayuda a Zoe. Mientras preparaba los instrumentos, Max y Erika se despidieron, dadas las horas que eran y visto que no podían hacer nada más.

Con la ayuda de Rosinda sujetaron al perro y don Miguel explicó a Zoe cómo se debía introducir una sonda gástrica para que se repartieran el trabajo. En mitad del proceso, la advirtió sobre un detalle que le había llamado la atención.

—Me ha parecido ver algo de vitíligo en algunos animales.

—Lo sé. Llevo un tiempo advirtiéndoselo a Max, pero no hemos tomado ninguna decisión.

—Si tuvieras un número muy bajo de nacidos por hembra y si los cachorros tardasen más de la cuenta en presentar las orejas tiesas, empieza a alarmarte de verdad. Significaría que hay demasiada consanguinidad en los reproductores.

En su caso, al no haber tenido todavía partos, dado que solo llevaban ocho meses y los perros habían entrado de cachorros, la primera premisa no podía valorarla aún, pero sí confirmó lo de las orejas. Todos los animales procedían de un único centro, de Fortunate Fields, y recordó haber escuchado a Dorothy Eustis decir que tiempo atrás había tratado de mezclar sus líneas genéticas con las de otros criaderos para evitar ese mismo problema.

Eran las cuatro de la madrugada, el cielo estaba inundado de estrellas, y una repentina y fresca brisa empezó a aliviar el intenso calor que habían pasado dentro de los jaulones. Para Zoe, todavía inmersa en aquella retadora experiencia, no había otro escenario en el mundo que le produjera más satisfacción.

—Adoro este trabajo —le confesó a don Miguel.

—Y yo adoro contar con una colega tan eficiente y tan prometedora —le respondió sonriendo.

A mediodía, Zoe aparcó su motocicleta frente al portal de Max, saludó al portero y se dejó acompañar por él hasta la puerta del ascensor. En aquel edificio, la mayoría de las vecinas eran sesentonas y el hombre no tenía muchas oportunidades de alegrarse la vista. Le gustaban las mujeres bien dotadas, y aquella lo estaba. Nada más cerrar la puerta del ascensor y marcar desde fuera el número del piso de Max, el tipo no perdió un segundo en encenderse un pitillo y casi a la vez rompió a toser con tanta necesidad y violencia que por efecto de las sacudidas se quedó medio doblado.

Max no había superado el susto de la pasada noche, y quizá por eso recibió con desasosiego el nuevo problema que Zoe le expuso entre el primer y segundo plato. Erika escuchaba en un discreto silencio.

—Zoe, entiendo la traba —comentó Max—, pero no qué solución le ves. En otras palabras, me estás diciendo que no deberíamos emplear nuestros perros como reproductores pues aumentaríamos…, ¿la has llamado su homocigosis?

—Exacto. Lo que veo es que tenemos que actuar de inmediato. Si pretendemos entrenar entre setenta a setenta y cinco perros todos los años, vamos a necesitar nuevos reproductores dado que los actuales nos van a dar problemas. Y si queremos ampliar los servicios del centro, como comentamos durante el desfile, hemos de introducir nuevas razas. Con todo lo dicho, mi propuesta es que usted se encargue de encontrar los nuevos pastores alemanes y yo los sabuesos. En mi caso ya tengo un nombre y una ciudad para empezar.

—Ayer tuve la misma sensación que tengo ahora. Me sorprende que tengas un conocimiento veterinario tan avanzado cuando dejaste la carrera a medias. De todos modos, lo que te digo tómatelo como un elogio.

Max apoyó los cubiertos sobre el plato, rellenó las copas de vino y se fijó en ella. La gran responsabilidad que había tenido que asumir desde su contratación, junto con el esfuerzo de tiempo y trabajo que estaba poniendo en ello, empezaba a dejar señales en su rostro. Le habían aparecido unas pequeñas ojeras, y su semblante ya no era el de aquella jovencita que había descartado en su primera entrevista.

Zoe había madurado física y mentalmente.

—De acuerdo. Preguntaré en la Sociedad de Fomento de las Razas Caninas para que me den nombres de criadores de pastor alemán próximos a Madrid. Y por cierto, podrías abandonar ya ese «usted» con que me llevas tratando desde el primer día, ¿no te parece?

—Lo intentaré, Max. Por mi parte, iré planificando mi viaje a Soria —añadió Zoe.

—Tienes de antemano mi autorización para comprar o acordar lo que creas conveniente. Estoy seguro de que tomarás la decisión más adecuada. Ayer noche diste buena fe de ello.

Zoe dejó los cubiertos en el plato y se le escapó un suspiro. Pocas veces Max se había parado a elogiarla. Había ensalzado a los animales, la última vez viéndolos desfilar, y aplaudido algún que otro logro parcial del centro, pero nunca se había referido específicamente a ella. Y eso significaba mucho.

—Max, haré todo lo que esté en mi mano para no defraudarte.

Erika salió en apoyo de Zoe intuyendo lo que estaba pensando.

—Cariño, a ver cuándo te empiezas a dar cuenta de que trabajar con mujeres requiere algo más que organizar las cosas o dar órdenes, se nos ha de entender.

—Una tarea nada sencilla, por cierto… —apuntó él, mientras masticaba un trozo de solomillo.

—Tampoco tanto. Solo hay que cuidar ciertos detalles. Cuando tomamos una decisión la cumplimos, pero para ser del todo felices necesitamos compartirla. Y si además ha salido bien, es vital sentirnos reconocidas. No somos tan complicadas. —Le hizo un guiño a Zoe—. Hay dos fórmulas para iniciar una buena conversación con una mujer. Y son: «estoy deseando que me cuentes», y la segunda, «que sepas que me ha encantado».

Max, dándose por aludido, miró a su mujer y luego a Zoe.

—Zoe, perdóname si no he sabido transmitirte hasta ahora lo que pienso sobre tu trabajo… —Zoe lo cortó.

—No hace falta, Max. No tienes por qué.

Él prefirió ser espontáneo, antes de usar aquellas frases sugeridas por su mujer, y se lo dijo a su manera.

—A lo largo de mi carrera y en mis diferentes encargos nunca había tenido una colaboradora, siempre han sido hombres. Pero al conocerte me he dado cuenta del grave error cometido. Trabajar contigo es un placer.