Cárcel de Salamanca
18 de abril de 1936
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Cuando Zoe vio a su padre se le cayó el mundo encima.
Su deterioro era preocupante.
Le sobraba uniforme por todos lados y hasta le pareció que había empequeñecido. Pero la extrema demacración de su cara fue sin duda lo que más impresión le produjo.
Al sentarse frente a él se sintió desarmada. Aunque había transcurrido poco más de un mes de su anterior visita, su aspecto parecía el de una persona diez años mayor. Físicamente estaba molida debido a la incomodidad de los asientos de madera de un tren que para hacer el recorrido Madrid-Salamanca parecía haber dado la vuelta a España dos veces, entre mujeres chillonas y vergonzosas confidencias, jaulas con gallinas, y un permanente olor a sudor y miseria. Pero el desahucio de su padre acababa de terminar de destrozarla.
—Papá, ¿por qué me has ocultado tu enfermedad? —Su gesto no podía reflejar más inquietud.
—Para no preocuparte, hija, y porque tampoco es tan grave. —Su sonrisa agrietó sus secas mejillas.
—Dime qué tienes.
—No deberías haber venido, cariño. Con las cartas que me mandas puedo vivir tu vida casi al día, el viaje te cuesta un dinero y no me gusta que dejes de trabajar.
—No cambies de tema. Ese color amarillento en tus ojos y en la piel… —Lo cogió de las manos con cariño—. Ya te había notado algo raro la última vez, pero hoy es mucho más evidente. Tienes algo de hígado, ¿verdad?
Como don Tomás había tenido mucho tiempo para pensar la manera de afrontar sus preguntas cuando llegaran, había ideado una elaborada hipótesis con la que evitar la verdad de su cáncer. Porque después de haber superado el primer impacto emocional de su diagnóstico, y de medio digerir el fatal desenlace que le esperaba, había visto claro cómo quería que Zoe viviera su enfermedad mortal.
Iba a mentirle pensando en ella, pero también en él mismo.
Porque la cárcel no era un buen lugar para nada, pero menos para vivir con una fecha marcada en el calendario y levantarte sabiendo que las personas a las que quieres, aparte del dolor que la propia separación les supone, tienen que sufrir todavía más al no poder darte su cariño, servirte de consuelo, o compartir el último adiós de la vida.
—¿Recuerdas que poco antes de entrar en prisión padecí una hidatidosis hepática? Quizá está recidivando. Sabes que no es grave si se controla, tan solo aparatosa. No te preocupes por mí —distanció cada una de esas cinco palabras para darles un significado más rotundo.
Comenzó a toser de una forma ronca y dolorosa.
—Tú dirás lo que quieras, pero eso tampoco suena nada bien… Con una hidatidosis, ¿no te habrá salido un quiste en el pulmón? No me gusta nada. ¿Te lo han empezado a tratar? —Como era una enfermedad bastante común entre la profesión y los síntomas coincidían con los que estaba viendo en su padre, a Zoe no se le ocurrió dudar de él.
—Sí, sí… Ya está todo hablado con el médico —trató de tranquilizarla con una verdad a medias.
—Papá, tienes que exigírselo. Y tampoco puedes seguir adelgazando; pareces un saco de huesos. Has de comer más.
Don Tomás recibió el calor de sus manos, se las llevó a la cara con ternura, y prometió tomárselo en serio, para de inmediato cambiar el tema de conversación.
—A pesar del dramático desfile, ¿qué tal lo hicieron tus perros?
—Me sentí muy orgullosa. No puedes imaginarte cómo los ovacionó la gente. Viví un momento muy especial, en realidad lo estoy viviendo desde que conseguí el trabajo en la Cruz Roja y puedo hacer lo que me gusta. Pero, como me sucede tantas y tantas veces, también me sentí un poco culpable.
—Pero, hija, no entiendo por qué.
—Verás, cada vez que pasa algo bueno en mi vida pienso que estás aquí, solo, y me siento fatal. Me encanta recibir tus cartas, pero me saben a muy poco; preferiría tenerte a mi lado para enseñarte el criadero de Torrelodones, para que me ayudaras cuando enferma un perro, que los vieras entrenar, disfrutar de tus consejos, que conocieras a mis compañeras, mi casa. O tan solo que pudieras pasear conmigo y con Campeón por el parque. Fíjate qué poco pido, pero qué difícil es…
Don Tomás arrugó la boca y apretó las mandíbulas encajando como pudo aquellas palabras. Le dolían, pero al mismo tiempo le aliviaban. Porque en aquel lugar de reclusión, además de su fatídica enfermedad, no había nada peor que sentirse olvidado por los suyos. Casi todos los presos contaban los días que les faltaban para salir, pero él ya no lo hacía. Solo sumaba los que había dejado de tener a sus dos hijos cerca, y sobre todo a Zoe, los días que ya no sentía los logros y fracasos de su trabajo, los días que pasaban entre una y otra de sus cartas, o los días que tendría por delante hasta la siguiente visita, a la que quizá no llegase vivo.
Cuando los otros internos restaban meses, él solo sumaba pena y resignación.
—Zoe, no puedes seguir viviendo mi situación como lo haces. Escucha —le recolocó el rizo permanentemente rebelde—, la vida tiene momentos únicos y maravillosos, pero también otros que no pueden ser peores. Estar aquí es duro, sin duda, pero he vivido intensamente; le he sacado jugo a las cosas importantes que me han ido pasando a lo largo de mi vida, he disfrutado de mi trabajo que me parece el más maravilloso del mundo, he conocido el amor con letras mayúsculas, y además he tenido unos hijos de los que me siento orgulloso y que me han dado muchísimas alegrías…
Zoe lo abrazó emocionada.
—Entiendo el mensaje, pero me cuesta ver cómo se puede sacar algo bueno de tu paso por la cárcel.
—Vivir entre rejas no solo te roba la libertad, también te hace preso de tu pasado porque aquí apenas sientes el presente y menos el futuro. Pero tú no puedes padecer la misma pena que yo, porque eres libre. Así que dejemos de hablar de mí y cuéntame otras cosas, por ejemplo de tu hermano, del que por cierto sigo sin saber apenas nada, o de tu trabajo. ¿Sabes algo de don Félix Gordón?
Zoe reconoció la misma falta de noticias por parte de Andrés, al que acusó de desapegado, pero aprovecharon para ponerse al día con lo poco que cada uno sabía. Sin embargo, cuando iba a responder a la siguiente pregunta de su padre con relación al trabajo, le vino a la cabeza la conversación que había mantenido con Max a mitad del desfile, por lo que se la trasladó para recabar su opinión.
—Está claro que lo que necesitas son sabuesos. Para los rastros no existe perro más pertinaz que él. Los recuerdo a mi lado cazando jabalíes y no puedes imaginarte cómo los perseguían; podían pasarse cuatro horas detrás de ellos y ahí los tenías, con la trufa pegada al suelo y sin desfallecer. Y a ese tesón hay que sumarle la particularidad de sus ladridos. No sé si lo recordarás, pero utilizan diferentes tonos según la fase de su rastreo, diferenciando el acercamiento a la presa de su levantamiento, de su persecución, o cuando finalmente llaman a muerte. Creo que esa habilidad puede serte muy útil para la localización de heridos. Y ahora que me acuerdo, en El Burgo de Osma trabaja Justiniano, uno de mis mejores compañeros de carrera. Sé que conoce a mucha gente de Soria, y si no recuerdo mal, en esa región es donde más sabuesos hay. Si se lo pides, él te puede ayudar a buscar buenos reproductores.
Zoe apuntó los datos.
—Me parece perfecto, papá. Lo llamaré de tu parte para ver qué me recomienda hacer y por dónde empezar. Max se encargó de contactar directamente con la Asociación Veterinaria para pedirles también ayuda.
—Te preguntaba antes por Gordón Ordás, pero ahora que has mencionado a esa asociación que tanto le debe, haz uso de tu amistad con él. Cualquier compañero con el que trates, sea en esa zona como en el resto de España, lo conoce perfectamente, y en general suele ser bastante respetado. Te ayudará a abrir puertas; ya verás. Y si vas a Soria, a tu vuelta cuéntamelo todo. Ya me dirás qué te parece mi querido Justiniano. Es un gran veterinario. Como lo serás tú, mi niña. —La besó en las mejillas—. Porque imagino que, pasado este difícil año de arranque, tu jefe te dejará matricularte en septiembre, ¿verdad?
—¡Eso espero! La verdad… Pero habrá que ver también cómo evolucionan las cosas en España, porque cada vez están peor, papá. Tu amigo don Félix, el mismo día del desfile, contó algo que nos puso los pelos de punta a todos, algo que había hablado con el mismísimo Azaña. Y me refiero a una posible guerra. Supongo que aquí os llegará muy poca información, pero puede que no estén muy equivocados. Es horrible.
—En la cárcel no se vive tan al día de lo que pasa afuera. Pero ahora que me lo cuentas, claro que me preocupa, y mucho, sobre todo por ti y por tu hermano metido en el ejército. De todos modos confío en Azaña; él sabrá poner las cosas en su sitio y arreglarlo a tiempo. Ya lo verás.
La impetuosa entrada del funcionario con el aviso de que habían agotado su tiempo detuvo la conversación. El hombre pidió al recluso que se levantara para ponerle las esposas, pero Zoe lo frenó y le pidió a su padre un último abrazo.
Lo vio irse con una extraña sensación, como si en vez de haberle levantado el ánimo ella a él como se había propuesto, hubiese sido a la inversa. Decidió que esa era la magia de su padre, de su saber hacer. Sintió una enorme ternura, y al verlo unos pasos por detrás de su carcelero, en un caminar agotado y extremadamente débil, tomó la determinación de no volver a Madrid sin hablar con el médico del penal, aunque tuviera que pedir de rodillas al director de la prisión la autorización necesaria.
Quería asegurarse de que estuviera recibiendo el tratamiento adecuado para su hidatidosis.
Pero le esperaban noticias mucho peores.