Capítulo IX

Cine Tetuán

Madrid

16 de abril de 1936

IX

La platea del cine Tetuán era un mar de banderas que coreaban las encendidas palabras del orador y presentador de aquella asamblea extraordinaria de la Federación Anarquista Ibérica.

Sin llegar a ocupar los doscientos asientos con los que contaba la sala, habían acudido a ella la totalidad de los miembros que formaban los tres grupos de afinidad libertaria del distrito de Cuatro Caminos y el único de la pobre barriada de Tetuán, junto con una abultada representación de las juventudes libertarias de ambos.

—¡Compañeros! —tomó la palabra el responsable de la FAI para el gremio de editores y prensa—. Una vez leído y aprobado el informe La insurrección al alcance de todos, cuyo contenido está pensado para ayudaros a que remováis la conciencia de la masa obrera de vuestro entorno, pasaremos ahora a tratar el intento de atentado contra los presidentes Azaña y Alcalá Zamora del pasado martes. —Los asistentes ahogaron sus palabras explotando en un sinfín de imprecaciones y la más variada colección de insultos a las derechas, encauzando hacia ellas su enorme indignación—. ¡Un poco de silencio, por favor! ¡Dejadme hablar! ¡Haced un esfuerzo! —A pesar de sus reiteradas peticiones, al hombre le costó unos minutos más conseguir recuperar su turno de palabra—. Tenéis razón, sí. Y como entiendo y comparto vuestra exasperación ante hechos tan graves como los sucedidos en el desfile de la Castellana, los fascistas han de entender que desde el anarquismo no van a recibir una respuesta tan timorata y débil como la que hasta ahora les ha dado el Gobierno. La FAI ha de responder de forma mucho más contundente y expeditiva. —Alargó la pausa y a continuación levantó la voz—: ¡Vivimos tiempos de excepción y asistimos a una insoportable cobardía dentro de la clase política! Los derechos ganados para la clase obrera están siendo pisoteados por los patronos, y no hay día que no surjan nuevos rumores sobre la amenaza de un levantamiento militar. —Aquella última referencia se vio ahogada por un enorme estruendo de silbidos y un intenso pataleo. Cuando estos fueron menores, continuó—. No podemos permitir que sindicatos y partidos de izquierda sigamos desunidos. Porque mientras, vemos cómo los fascistas campan a sus anchas maquinando en los cuarteles, en sus despachos, fábricas, escuelas o iglesias.

—¡Vayamos a por ellos! —exclamó un anciano doblado por los años, pero lleno de arrojo.

—¡Levantemos al pueblo contra esos hijos de puta! —se le sumó otro de los presentes, desencadenando un gran aplauso.

Al fondo, el grupo de las juventudes libertarias arrancó un grito que contagió a toda la sala en muy pocos segundos.

—¡A violencia fascista, violencia libertaria! —clamaban con feroz intensidad—. ¡A violencia fascista, violencia libertaria!

El orador pidió de nuevo silencio para exponer la decisión tomada por la mesa de representantes.

—¡Atendedme, por favor, compañeros!

El público fue sentándose, y en pocos segundos hubo el suficiente silencio como para que el hombre retomara la dirección de la asamblea.

—Cada grupo de afinidad se reunirá por separado en cuatro lugares de este mismo cine. Dos os quedaréis aquí, otro en el atrio, y el de Tetuán en la sala privada de proyecciones. Es pequeña, pero sois el menos numeroso. —Bebió agua y carraspeó para aclararse la garganta—. Pensamos que siguiendo este procedimiento se facilita el diálogo y la igualdad en las deliberaciones, lo que sería imposible en asamblea, con tanta gente.

Hizo uso de la palabra otro de los representantes de la mesa; del gremio de trabajadores de banca.

—Tomaos una hora para la discusión y, en cuanto terminéis, pasadnos las conclusiones a cualquiera de los miembros de esta mesa para poder reunirlas y remitirlas a nuestra federación de Madrid, donde imagino que llegarán las del resto de asambleas que están convocadas para hoy. —Terminó de dar su aviso y, sin querer ser menos que los anteriores oradores, levantó la voz poniendo en su proclama un apasionado ímpetu—: ¡Compañeros, a luchar todos por la justicia y la igualdad!

Algunos repitieron la arenga, y con un cerrado aplauso se dio por terminada la asamblea.

Los dos grupos que iban a realizar su reunión fuera de la sala la abandonaron en ruidoso murmullo. Entre ellos iba Mario, a quien apodaban el Tuercas, comentando sus impresiones con otro de los participantes de su grupo de afinidades libertarias.

—Somos demasiado blandos… Hablamos y hablamos, pero a la hora de la verdad, nada.

—Tienes toda la razón, Mario. Ha llegado el momento de mover a la gente, y de que se sepa que no vamos a quedarnos quietos. Si te parece, lo hablamos en nuestro grupo.

Gracias al triunfo del Frente Popular en las elecciones del mes de febrero, Mario había sido puesto en libertad al acogerse a la masiva amnistía firmada por el nuevo Gobierno. Aunque los primeros destinatarios de la medida habían sido los encarcelados por los hechos revolucionarios de octubre del treinta y cuatro, esta se había extendido a presos políticos, sindicalistas y a muchos comunes, como era su caso.

De su lamentable estancia entre rejas había sacado dos únicas conclusiones: que España estaba preparada para vivir una nueva revolución abanderada por su gente, y la segunda, que haría pagar a Zoe sus irritantes nueve meses sin libertad, a pesar de las vehementes súplicas por parte de Rosa para que dejara en paz a la chica y se olvidara de ella.

Una libertad que en su vida siempre había tenido un coste muy alto.

Porque Mario, aparte del taller mecánico en el que había vuelto a trabajar y de sus dos vidas, la oficial y la que alternaba con su amante Rosa desde hacía quince años, arrastraba un pasado lamentable. Cuando se ha nacido en el más pobre de los barrios pobres de Madrid, en uno que llamaban de las Injurias, cerca de la puerta de Toledo y en la sucia vera del río Manzanares, las razones de su desprecio hacia todo y hacia todos podían parecer hasta lógicas. Porque, en aquel suburbio, Mario no había conocido otra cosa que el hambre; desde el mismo día de su nacimiento cuando fue a mamar en los pechos secos de una madre tuberculosa hasta el día en que puso un pie en el otro Madrid para no regresar jamás. Las Injurias eran una excrecencia de la ciudad, llena de miserables, traperos y gente humilde, rodeados de un auténtico ejército de ladrones. Los niños se peleaban con los perros por un trozo de pan, y las niñas se vendían por media perra gorda sin haber pasado ni su primera regla. En aquel ambiente de olores agrios y rostros míseros, donde las ollas solo podían cocer patatas día y noche, la injusticia viajaba en el corazón de sus habitantes y la ira en sus miradas.

Allí fue donde Mario aprendió a vivir, a odiar y a robar.

Y como fruto de uno de esos robos, en el palacete de unos marqueses, un día pudo reunir suficiente botín como para abandonar el barrio e ir al de Tetuán, que sin ser muchísimo mejor le permitió quemar en putas la mitad de lo ganado, y pagar medio taller mecánico con otro socio, que además de convertirse en un amigo lo empujó a senderos más normales de la vida.

Aunque las cosas le habían ido mejor desde entonces, a Mario nunca se le había olvidado lo que había vivido, visto y sufrido; como tampoco las ganas de hacer pagar por ello a quienes habían recibido de la vida todo lo contrario; a esos que solo habían tenido infancias felices, bienestar y comodidades de todo tipo. Su particular revolución no era tanto la que enarbolaba las siglas de su sindicato como poder ver un día a aquellos privilegiados sufriendo del mismo modo que sus hermanos de miseria.

Los ocho miembros del grupo de afinidad libertaria de Tetuán tomaron asiento formando corro en la estrecha sala de proyección. Se conocían demasiado bien como para tener que repartirse los papeles.

—Yo propondría hacer una lista con todos los guardias civiles, de asalto y militares que vivan en nuestra barriada —se arrancó el cabecilla, un hombre que trabajaba de día en una frutería y de madrugada repartiendo periódicos—. Una vez terminada, nos repartimos sus nombres y nos ponemos a investigarlos a fondo hasta saber todo de ellos: dónde están destinados, cuántos son de familia, sus horarios, y desde luego su ideología. Si un día tuviésemos que buscarlos con urgencia, siempre sabríamos dónde. Ya me entendéis…

Al más resolutivo del grupo se le ocurrió ampliar aquella lista con cualquier otro vecino, familiar o conocido con pinta de fascista, para empezar a hacer con ellos una limpieza preventiva. Simuló una pistola con la mano, y apoyó su argumento con la contundente frase: «Dejémonos de bobadas y vayamos a joderlos de verdad».

La propuesta no prosperó por excesiva.

—¡Lo que tenemos de hacer es cepillarnos a uno de esos falangistas que no son más que unos hijos de perra! —apuntó fuera de sí otro, en la misma dirección que el anterior, harto de tantas palabras.

—En mi opinión, todavía no es momento de actuar, sino de tener más y mejor información que ellos —volvió a intervenir el que había hablado primero, conocido por ser el más juicioso de todos—. Eso es lo que nos pide la Federación Madrileña. Por tanto, centrémonos. En el treinta y cuatro, la falta de preparación, la improvisación y, sobre todo, no saber contra qué nos enfrentábamos hizo trizas la ansiada revolución. No cometamos el mismo error. Aparte de la lista de la que ya hemos hablado, propongo señalar los edificios públicos próximos a nuestro barrio y tener claro quién trabaja en ellos que sea de nuestra cuerda. Si un día tuviésemos que intervenirlos, no perderíamos el tiempo, como pasó en el treinta y cuatro. Y por otro lado, deberíamos tener perfectamente localizada la red de distribución de agua y de luz, las centrales telefónicas, imprentas, cocheras, almacenes con posibilidades o cualquier pequeña industria que en un momento dado pudiera sernos útil. —El encargado de redactar sus conclusiones pidió que hablara más despacio porque se estaba perdiendo—. Disculpa, compañero, que ya casi termino. Pienso que con los militares deberíamos actuar de otro modo a como lo hemos venido haciendo. Me explico. Hace unos meses, como sabéis, desde la central se elaboró un periódico llamado Soldados del pueblo dirigido a la simple soldadesca con idea de hacerla más afín a nuestras ideas. Pero como la verdad es que no lo movimos demasiado, se me ocurre que lo hagamos ahora repartiéndonos entre los aquí presentes todos los cuarteles de Madrid para hacérselos llegar. Los soldados rasos han de estar de nuestro lado.

—Con solo acercarme a un cuartel me saldría una urticaria —apuntó el mayor del grupo, un picapedrero más leído que ninguno y discípulo del anarquismo más puro—. Yo me niego. Odio las armas y siento un rechazo infinito por todo lo que tenga que ver con el espíritu castrense.

—Respetamos tu posición, Mateo —participó Mario, el Tuercas—. En mi caso no tengo problema alguno, y además recuerdo que uno de mi barriada está destinado en un regimiento de Infantería.

—Eso sería lo mejor —retomó la palabra el cabecilla—. Si conocéis a alguien que esté dentro, pedidle que nos ayude a difundir el periódico. Tengo un ejemplar conmigo por si queréis echarle un vistazo. —Se lo pasó—. Quien lo escribió hizo un buen trabajo, porque explica muy bien qué somos, a qué aspiramos y cuál es nuestro compromiso hacia ellos luchando también por sus derechos sociales. ¿Se os ocurre alguna cosa más?

—¡Desde luego que sí! —respondió Mario con toda contundencia.

—Tú dirás.

—Deberíamos armarnos y pasar de las palabras a los hechos.