Capítulo VIII

Sede central del Partido Nazi

Briennerstrasse. Múnich

15 de abril de 1936

VIII

A Luther Krugg se le agrió el estómago nada más pisar aquel lugar.

Vestía traje negro y había cuidado su aspecto siguiendo las indicaciones de Katherine. Porque la cita a la que iba era ineludible, su interlocutor demasiado poderoso y el motivo importante: llevarle en persona uno de los perros que había traído desde Argentina como parte del proyecto que habían denominado Wiedergeburt Bullenbeisser, «el renacimiento del bullenbeisser». Así se lo había ordenado su más próximo promotor, Von Sievers.

Nada más entrar en el edificio, la hembra más joven de las cinco que había conseguido reunir empezó a mirar con recelo a todo aquel que se le acercaba. El largo viaje en coche desde Grünheide tenía buena culpa de su nerviosismo. A pesar de que Luther les iba advirtiendo de su mal carácter, algunos ignoraron sus consejos hasta que una inesperada y seca dentellada a punto estuvo de llevarse la mano de un oficial excesivamente empeñado en acariciarla.

Luther siguió las instrucciones de uno de los porteros y empezó a atravesar el recibidor de pulidísimo mármol blanco camino del ascensor, acompañado de la perra cuyas patazas apenas podían moverse sin resbalar. La planta del despacho de Reinhard Heydrich era la cuarta.

Pulsó el botón, pero antes de que se cerraran las puertas entró corriendo una joven con una enorme pila de papeles entre los brazos y gesto de agobio.

—¿A qué piso va? —preguntó él.

—Al cuarto. ¿Y usted? —La mujer esperó para apretar uno u otro número.

—Al mismo, gracias.

La chica le echó un vistazo de arriba abajo y descubrió a la perra, escondida detrás de él.

—¡Hola, preciosa! —Se dobló para buscar la cabeza del animal que asomaba entre las rodillas de Luther. La perra gruñó como primera advertencia y enseñó los colmillos a continuación.

—Tenga cuidado. No le gustan mucho los extraños y lleva un día un poco duro.

La mujer, una rubia de increíble belleza, comprendió y sonrió. Pero en el proceso de volver a incorporarse se le cayeron los papeles que apenas le cabían entre los brazos, y quedaron esparcidos por el suelo del ascensor.

—Ups… Mira que soy torpe…

—Déjeme que la ayude.

Luther se agachó para recoger los que tenía más cerca con los gruñidos de la perra de fondo, que no apartaba la mirada de la mujer. Un discreto toque de campana señaló que habían llegado a la cuarta planta. Las puertas se abrieron y al otro lado de ellas apareció el gruppenführer Heydrich. Observó la extraña escena y se le escapó una sonrisa. Se dirigió a su secretaria:

—Olga, haga que me preparen el coche, necesito resolver un asunto fuera de la oficina con este caballero. —Miró a la perra con insana curiosidad—. Herr Krugg, mientras viene nuestro transporte, sígame, por favor, a mi despacho.

Luther comprobó cómo a su paso todo el mundo los miraba con inusitado interés, imaginó que atraídos por la presencia del animal. Atravesaron un despacho con otras dos secretarias, y al alcanzar la puerta del suyo, Heydrich lo invitó a pasar. Luther echó un rápido vistazo, impresionado por su sobriedad, y esperó sus indicaciones.

—Von Sievers me ha rogado que le disculpe por no poder estar hoy con nosotros, muy en contra de sus deseos. Ha tenido que viajar fuera de Múnich por un asunto urgente. Pero, por favor, tome asiento, y permítame observar mejor a este animal.

Le señaló un amplio sofá en un lateral del despacho.

—Lamento que su colaborador no pueda ver a la perra, cuando ha sido él quien me ha convocado. Dígale que podrá hacerlo cuando guste en Grünheide.

—Descuide que lo hará. Pero, por razones que luego entenderá, también yo he querido verlo hoy. —Acercó la mano a la cabeza de la perra, pero la retiró de inmediato al recibir un serio gruñido de advertencia.

Luther, bastante nervioso ya, cuando solo pensaba entrevistarse con Von Sievers, se sintió más coaccionado todavía ante Heydrich y su inquietante comentario. Sin ni siquiera esperar a recibir sus preguntas, empezó a hablar del viaje a Argentina, ahondando en lo que podía resultarle de mayor interés. Le contó la historia de la raza llamada viejo perro de pelea cordobés y los motivos que lo habían llevado a pensar que podía tratarse de una de las herederas de la alemana que perseguían. Detalló lo hablado con el doctor Nores, y qué esperaba hacer a partir de ese momento con los siete ejemplares comprados al argentino. Le avanzó sus intenciones de viajar a Inglaterra en un breve plazo de tiempo para traerse varios bulldogs de buena casta, con idea de cruzarlos con los argentinos y conseguir con ello la misma cabeza del mítico perro que le habían encargado. También le explicó el trabajo que había realizado hasta la fecha en Grünheide usando otras razas, y el poco resultado obtenido hasta el momento. Por eso terminó citando a los bullmastif como alternativa a los dogos franceses que había empleado hasta ahora, en su intento de fijar la capa atigrada del bullenbeisser, la fortaleza ósea deseada y la anchura de morro que finalmente necesitaba.

—Sigo explorando infinidad de tratados antiguos con idea de rastrear en qué otros países pudo dejar huella nuestro perro. Sospecho que el pitbull americano comparte mucha sangre con él, y en ese sentido he encargado a nuestro embajador que nos mande una pareja. Y lo último que estoy estudiando tiene que ver con España. He podido ver algún grabado firmado por el famoso pintor Goya donde aparecen perros, con cierta similitud a los que buscamos, participando en una curiosa variedad de corrida de toros. No tengo demasiados problemas para entenderme en inglés, pero en español, todos. Lo que hace que me cueste mucho ahondar en el conocimiento de las razas que pudieron emplear en esos espectáculos, o saber si acaso ha quedado algo de ellas. Ahora ando tras esa pista que…

—Va demasiado lento.

Heydrich, con su habitual sequedad, lo dejó con la palabra en la boca. Los tacones de sus botas repiquetearon sobre el suelo reflejando sus nervios.

—¿Perdone?

—Que, por lo que veo, apenas ha hecho nada.

Luther se revolvió en el sillón empezando a sentirse francamente incómodo mientras le contestaba.

—En Wewelsburg le dije a Von Sievers que este no era un proyecto de meses, sino de años, y no pocos. Supongo que así tuvo que transmitírselo.

—Lo hizo, sí, pero de ese comentario han pasado ya diez meses. Y por lo que veo, todavía sigue pensando los pasos que dar. Me preocupa. Así es como lo pienso y así quiero que lo sepa. —Su gesto se endureció—. Últimamente me viene preocupando el proyecto, me preocupan sus inexplicables retrasos, y ahora me preocupa usted. Usted y su pasado.

A Luther se le secó la boca de golpe.

Heydrich lo miró fijamente a los ojos y mantuvo un excesivo silencio que su invitado no supo interpretar. Unos toques en la puerta, y la voz de Olga, confirmaron que el coche los esperaba a la entrada del edificio.

—Nos vamos a Dachau, herr Krugg. Quiero contrastar una confesión que ha hecho uno de los presos sobre usted.

—¿A Dachau? ¿Ahora?… ¿Cómo? No sé a qué se refiere.

Heydrich no le contestó, pero Luther recordó inmediatamente la cara del recluso al que había reconocido en una de sus primeras visitas al campo: su antiguo jefe de milicias socialistas Guido Strehler. Alguien con quien había coincidido en su época estudiantil, tan loca en fervores políticos. Su mente se puso a trabajar a toda velocidad buscando qué podía hacer. Dachau era el infierno, y si el tal Guido les había contado algo, su destino iba a consistir en engrosar su lista de presos. Sintió tanta presión en el pecho que empezó a faltarle el aire. Cuando entró en el vehículo oficial del hombre más frío y seguramente más cruel de toda Alemania, empezó a ser consciente de que su trayecto podía ser solo de ida.

Durante el camino apenas hablaron, pero las pocas frases que se intercambiaron resultaron nefastas para el penoso estado de incertidumbre de Luther.

—Espero por su bien —le soltó Heydrich, a escasos metros del control de entrada al campo— que lo que ese hombre ha dicho no sea cierto. Porque de lo contrario no sé cómo me cobraría mi decepción.

A la llegada a Dachau, la lividez en Luther era constatable a distancia. Viéndolo recorrer los escasos pasos desde el coche en el que había llegado a la puerta forjada del campo de Dachau, con la cabeza baja y en un coro de suspiros, daba más la imagen de un preso que la de un visitante.

En la entrada los esperaba el capitán Mayer con expresión grave.

—Está en las duchas. Síganme.

Luther y Heydrich fueron tras él, de camino al pabellón central donde estaban las cocinas, unos cuantos almacenes y los baños. A la perra la dejaron con un teniente a las puertas del campo. Luther tenía la sensación de estar caminando hacia el patíbulo. Solo sentía pena al pensar en su mujer, a la que sin duda no volvería a ver en mucho tiempo. Si es que alguna vez lo conseguía.

Atravesaron dos primeras puertas protegidas por soldados, y una tercera que separaba un ancho vestuario de una dependencia recorrida por tres largas líneas de duchas. El suelo estaba en pendiente para recoger el agua. Apoyado sobre una pared Luther vio a un hombre atado a una silla con el pecho descubierto y la cara rota a golpes. A su lado, dos oficiales de las SS, con camisa remangada y unos mandiles de cuero, se cuadraron nada más ver aparecer a su gruppenführer.

—¡Heil Hitler! —proclamaron a coro.

—¡Heil! —contestó Heydrich permitiéndoles recuperar su anterior posición de descanso.

Luther sintió espanto al mirar al preso, al que costaba verle la cara entre tanta sangre. Tenía el pelo alborotado, un hematoma que le ocupaba media mejilla, el labio abierto y una ceja partida. Estaba en un estado tan irreconocible que por unos segundos deseó que se tratase de otra persona. Pero le duró muy poco el consuelo cuando el individuo levantó los ojos ante el ruido de voces y taconazos de sus verdugos.

Se miraron.

El capitán Mayer le sujetó la barbilla con una de sus manos y con la otra señaló a Luther.

—¿Reconoces a este hombre?

—No —contestó para desconcierto de sus verdugos.

—Será cabrón. —Uno de los soldados lo abofeteó con tanta fuerza que se llevó de camino una de sus muelas y un largo escupitajo de sangre—. Ayer confesaste que era un colega socialista con el que habías acudido a mítines, asaltos y a boicotear varias fábricas. ¿Y ahora no sabes nada? —Se dirigió a Heydrich—. Mi gruppenführer, nos dio hasta su nombre y apellido.

—Háganlo hablar.

Los dos soldados se acercaron al preso y empezaron a golpearlo consecutivamente con una brutalidad insoportable para Luther.

—Me conoce —fue el propio Luther quien lo confesó para que terminara de una vez aquel suplicio. Los presentes se miraron, sorprendidos de su espontáneo testimonio—. Es verdad, ese hombre, Guido Strehler, fue mi superior hace muchos años. Milité en el Partido Socialdemócrata en coincidencia con el establecimiento de la República de Weimar. Fueron otros tiempos, pero es la verdad. Y ahora déjenlo en paz.

Heydrich se acercó a Mayer y le habló al oído. Y este, a continuación, hizo lo mismo con los dos soldados. Le quitaron las correas al preso, lo levantaron y se lo llevaron fuera de los baños arrastrándolo. Luther se quedó a solas con el máximo dirigente nazi.

—Bien, bien… ¿Y ahora qué vamos a hacer con usted?

Luther lo miró resignado.

—Fue algo del pasado, pero si he de pagar por ello, ordene lo que crea conveniente.

—Ya lo he hecho. He mandado fusilar a su amigo Guido.

—Pero ¿cómo? ¿Qué dice? No lo entiendo…, es… injusto. —A Luther le costaba hablar. Se sentía ahogado por la impotencia, por el odio, por la sorpresa.

—No se queje; esa muerte le salvará la vida. Su silencio se convertirá en su protección. Le aseguro que todos los que han estado presentes borrarán de su cabeza lo que han escuchado. Usted no ha existido para ellos. Pero yo lo sé todo, no lo olvide. —Dio dos o tres pasos a su derecha y después a su izquierda, meditativo. Hasta que se detuvo de nuevo a hablar—. Le permitiré que siga haciendo su trabajo, pero hágalo con mucha más eficacia de lo que viene acostumbrándonos. Solo así evitará que un día usted o su adorable Katherine terminen como su amigo Guido.

Los ojos de Luther se abrieron de par en par al escuchar el nombre de su esposa en boca de aquel canalla.

—¿Qué sabe de mi mujer?

—Veo que me ha captado muy bien, ¿a que sí?