Capítulo VII

Paseo de la Castellana

Madrid

14 de abril de 1936

VII

Acababa de llegar el jefe de Gobierno, Azaña, a la tribuna de autoridades, instalada en el paseo de la Castellana a la altura de Fernando el Santo, cuando Zoe tomó asiento en la zona habilitada para los representantes de las instituciones civiles con sede en Madrid.

Se encontraba expectante y nerviosa.

Después de siete meses de intensa dedicación en el centro de entrenamiento de Torrelodones, sus perros iban a desfilar por primera vez en las celebraciones del quinto aniversario de la República, por delante de las ambulancias de la Cruz Roja y de la mano de un grupo de enfermeras.

El día se había levantado luminoso y sin una sola nube en el cielo, con una temperatura más propia del mes de agosto.

Acababa de estar con ellos antes de buscar asiento y le preocupaba la larga espera que habían tenido que sufrir, más de dos horas en formación junto al resto de las tropas, y el calor que estaban pasando.

Al tanto de su agudo estado de ansiedad, Max trató de relajarla.

—Tranquilízate, mujer. Verás cómo van a causar una gran sensación.

Ella no paraba quieta en el asiento. Cuando no taconeaba los tablones de la grada, practicaba una infructuosa búsqueda en su bolso de no se sabía qué, o se levantaba una y otra vez intentando ver a sus perros.

—Eso espero. Solo quiero que esto termine pronto y hagan un buen papel —contestó, mordisqueándose las uñas.

Al lado de Max estaba su mujer Erika, quien les dio ánimos, consciente de la importancia del evento tanto para su marido como para Zoe.

Los altavoces dieron aviso de la inmediata llegada del presidente de la República, Alcalá Zamora. Zoe se volvió hacia su derecha, siguiendo el rumor y los vítores del público, y lo vio aparecer en un coche descubierto y rodeado por el escuadrón de la escolta presidencial a caballo. A la bajada del vehículo lo esperaba Azaña con un gesto falsamente cordial, pues se había sabido que pocos días antes había solicitado su dimisión para presentarse a la Presidencia. Los mayores aplausos surgieron de un numeroso grupo de las juventudes marxistas que rodeaba la tribuna y formaba un estrecho cordón a lo largo del paseo.

El presidente, junto a los generales Miaja y Masquelet, inició una rápida revista a un destacamento de la Guardia de Asalto para buscar después la tribuna y dar comienzo al desfile.

No eran las once y media, y apenas habían empezado a pasar las primeras formaciones de soldados, cuando desde la parte trasera del estrado se oyeron unas fuertes detonaciones que de inmediato sembraron el pánico. Los caballos de la escolta presidencial, asustados por el ruido, tuvieron que ser sujetados por varios soldados para evitar que escaparan al galope. Alcalá Zamora y Azaña fueron de inmediato protegidos por varios guardias de asalto, y una gran parte del público, imaginando que se trataba de un tiroteo de los muchos que sufría Madrid por aquel entonces, intentó escapar derribando las vallas de protección. Algunos, para su desgracia, quedaron atrapados bajo ellas en un ambiente de confusión, gritos y miedo.

Zoe y Erika, cada una agarrada a un brazo de Max, vieron horrorizadas cómo aparecían pistolas por doquier, algunas entre el mismo público, y hasta se sintieron encañonadas en más de una ocasión.

—¡Agachaos, corred! —Max tiró de las dos hacia el suelo y las cubrió con su propio cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Zoe medio aturdida, intentando localizar a sus perros—. ¿Qué ve?

—Se ha producido una gran confusión y también hay heridos. No sé qué ha pasado, pero esto tiene toda la pinta de un atentado.

—Sácanos de aquí, Max —imploró medio histérica Erika.

—Ahora sería lo peor. Hay que esperar —contestó más templado.

Muchos de los embajadores y sus mujeres estaban siendo protegidos por los miembros armados de sus legaciones, y lo mismo sucedía con los ministros y diputados presentes, a algunos de los cuales se les veía incluso buscando amparo entre las tropas que desfilaban.

Hubo quien entre los bancos donde estaban los políticos acusó directamente a la derecha, e incluso dijo haber visto cómo un camisa azul escapaba entre el público. Pero la voz del máximo responsable de la Guardia de Asalto se alzó sobre el griterío para transmitir un poco de serenidad.

—¡Falsa alarma! —exclamó repetidas veces a través de un megáfono—. ¡Solo han sido unos petardos y un loco! Pueden volver a ocupar sus asientos. ¡Todo está controlado!

Max vio que se dirigía al general Miaja, y que este iba a continuación hasta el palco donde permanecía el presidente Alcalá Zamora, quien a pesar de la confusión general seguía mostrando un semblante bastante sereno. Después de ser informado sobre lo sucedido, él mismo decidió reanudar el desfile. Y para tranquilizar un poco al público mandó a la banda de música que empezara a tocar la marcha de artillería.

—Parece que ya ha pasado todo. Podéis levantaros. —Max ayudó a su mujer y a Zoe a incorporarse—. ¿Estáis bien?

—Vámonos —le suplicó Erika—. No quiero estar aquí.

—Te lo prometo, cariño, pero espera a que salgan los perros.

Zoe volvió a tomar asiento con una profunda sensación de desasosiego. Se podía quitar importancia a lo sucedido, pero desde las elecciones de febrero la violencia estaba a la orden del día, y cada vez se levantaban más voces que vaticinaban peores consecuencias si alguien no detenía de una vez aquella locura.

—No sé cómo lo ves tú, Max, a mí me parece que la situación no puede ser más inquietante. Este país da miedo…

—Eso que dices no solo se está percibiendo aquí, fuera de España también; existe un creciente temor a que pueda pasar algo gordo. Tanto es así que desde Suiza me han sugerido dar un cambio de enfoque a nuestro centro de Torrelodones. Tenía pensado comentártelo en otra ocasión, pero ya que ha salido el tema te lo avanzo.

—¿En qué están pensando?

—Consideran que además de hacerlo crecer en número de perros hemos de abordar su especialización. O dicho de otra manera, disponer de animales entrenados para otras funciones aparte de la sanitaria. Tú misma viste en Fortunate Fields cómo se preparaban para rastrear minas o transportar un botiquín en situaciones de emergencia, por poner algún ejemplo.

Zoe apuntó que para esas nuevas tareas se requerirían razas específicas.

—Estoy de acuerdo, pero empecemos por una. Si quisiéramos tener al mejor rastreador, ¿qué me propondrías?

—Sin ninguna duda a los sabuesos.

—Sabuesos, vale… Si quieres piénsatelo un poco más, trata de averiguar dónde podríamos hacernos con ellos, y lo volvemos a hablar en unos días, que ya se acercan nuestros perros.

Devuelta su atención sobre el desfile, le llegó el turno a un numeroso grupo de artilleros, sentados en grupos de tres, sobre armones arrastrados por caballos que a su vez tiraban de unas piezas de artillería de medio calibre. A estos los siguió un batallón de guardiamarinas con uniforme de gala, e inmediatamente detrás aparecieron los perros por delante de seis ambulancias de la Cruz Roja. Los animales llevaban un peto con el símbolo de la institución a la espalda y un falso botiquín de urgencia en forma de dos cartucheras a cada lado.

Zoe se sintió tremendamente orgullosa al escuchar la cálida ovación con que los recibió el público entre «vivas» y aplausos. Sus quince pastores caminaban de forma sincronizada sin abandonar la rodilla de las enfermeras, demostrando un adiestramiento perfecto. Conocía a cada uno por su nombre, sus historias particulares y hasta el carácter que tenían. Recordaba las noches que había pasado velándolos para hacer más llevadera su enfermedad o para aliviar sus dolores. Todavía los podía ver de cachorros, tan necesitados de su presencia y de sus caricias.

Pero entre todos ellos le produjo una especial emoción ver a Tic y a Toc en primera fila, sus preferidos; los responsables de que pudiera estar disfrutando como lo hacía. Al pasar frente a ella les hizo un disimulado saludo al que respondieron agitando la cola.

Max miraba de reojo a Zoe para contrastar sus reacciones.

Para Zoe aquella era la primera prueba pública de su trabajo. No había dormido en toda la noche, pero ahora, viéndolos desfilar con su elegante paso frente a las máximas autoridades de la República, le pareció un lujo de estreno. Le había costado muchos meses de trabajo, renunciar a su tercer curso de Veterinaria, un agotador periodo de su vida cargado de tensiones, sustos y alegrías, pero ahí estaban. La perfecta formación y el éxito que arrastraban a su paso era su forma de pagar a Max la valiente apuesta que había hecho un día por ella.

—¡Son fantásticos! —exclamó él dirigiéndose a Zoe y después a Erika, a quien todavía no se le había pasado el susto.

—Desde luego, desde luego… —respondió su mujer de forma vaga, presa de una incontrolable ansiedad. En ese momento le daban igual Zoe, los perros, los soldados y el Gobierno en pleno. Solo quería verse a salvo y en su casa.

Acababa de pasar la última ambulancia y empezaba a hacerlo la Guardia Civil cuando desde una zona del público surgieron unos disparos. De nuevo el terror se adueñó de los que estaban más cerca. La gente empezó a correr sin saber por dónde huir derribando a su paso sillas y vallas. Max vio cómo un grupo de guardias de asalto irrumpía violentamente en el lugar y encontraban cuatro cuerpos tendidos en el suelo con heridas de bala.

La escolta presidencial recogió en volandas al presidente y se lo llevó de la tribuna. Lo metieron en su coche y salieron a toda velocidad. Lo mismo se hizo con Azaña y con los ministros presentes. Nadie sabía nada. Los agentes de seguridad temieron que aquel grupo que había comenzado a disparar, seguramente falangistas, extendiera su acción hacia las gradas donde todavía quedaban diputados y autoridades.

La confusión era enorme y el peligro extremo.

La posibilidad de verse en medio de un tiroteo o de recibir una bala perdida hizo que Max decidiera escapar de la tribuna con una Erika en pleno ataque de nervios. Zoe sintió una aguda preocupación por sus perros. Pero en ese momento se cruzaron dos de las enfermeras que había conocido en Torrelodones para atender a los primeros heridos. Sin pensárselo dos veces, decidió echarles una mano, en contra de lo que su jefe quería que hiciera.

Prometió tener cuidado, pero se unió al grupo de enfermeras en el momento que accedían al lugar donde había empezado todo. La Guardia de Asalto había abatido a dos hombres después de ser recibidos a tiros, y a pesar de la tensión que se respiraba, parecía que lo peor había pasado.

Las dejaron entrar para asistir a los que aún estaban vivos, mientras empezaban a llegar las primeras ambulancias.

Zoe se agachó para ayudar a una mujer de avanzada edad herida en una pierna. No parecía grave, pero la pobre estaba completamente pálida y sobre todo preocupada por su nieto con el que había acudido al desfile, al que no veía cerca y no dejaba de llamar a voz en grito.

—Joven, búsquelo, por Dios se lo pido. Se llama Pablo, es muy delgado y tiene seis años. Vestía de blanco. ¿Le habrá pasado algo?

Dejó a la mujer en manos de dos enfermeras y se puso a buscar al pequeño por los alrededores. Lo llamaba por su nombre, preguntaba a todos con los que se cruzaba, o se agachaba cada pocos pasos tratando de localizar entre tantos pantalones unos blancos de niño. Pero no aparecía.

Se adentró entre las tropas que ya habían desfilado.

Unos se apostaban tras las piezas de artillería, apuntando con sus fusiles en todas direcciones; la mayoría obedeciendo órdenes de sus superiores y otros a su propio instinto. Preguntó por el niño, pero tampoco sabían de él. Unos metros más adelante, localizó la ambulancia preparada para el transporte de perros. Entre un enorme barullo de gente localizó a Rosinda y corrió hacia ella.

—¿Estás bien?

—No mejor que ese… —Señaló a un niño agarrado al cuello de uno de los perros, detrás del vehículo. Rosinda había conseguido meter a los demás en la ambulancia desde la que se los oía ladrar muy nerviosos.

Zoe se agachó a la altura del chavalito.

—¿Eres Pablo, verdad?

Los ojos del chico la observaron durante unos segundos y volvieron al pastor alemán.

—Sí, pero él se llama Torbellino y estaba muy asustado —se explicó con su vocecilla—. Conmigo está tranquilo.

—Eso es que le has gustado. ¡Muy bien! Pero sabes una cosa, he estado con tu abuela y me ha dicho que también ella necesita que la tranquilices. Ven conmigo y te acompaño hasta donde está.

El niño la obedeció, y cuando se despedía del perro preguntó si podía volver a jugar con Torbellino algún otro día. Su inocencia y ternura emocionaron a las dos mujeres, que se lo prometieron.

—Mete al perro en la ambulancia y llévatelos a la finca —señaló Zoe a Rosinda—. Yo me quedaré un rato más por si puedo serle útil a alguien.

Durante la siguiente hora la determinación de Zoe se fue apagando a medida que la situación recobró cierta normalidad y el público se dispersó. Porque en el momento en que entendió que no era necesaria su ayuda, empezó a vagar sin destino por los alrededores del atentado. Sus pasos la llevaron desde una esquina a la otra, mientras por su cabeza bullía un tropel de pensamientos; al principio de desorientación, bajo los efectos del miedo o de la confusión, pero después de desamparo. Porque de pronto se vio allí, en medio de Madrid, sin nadie con quien hablar, ni tan siquiera para compartir lo sucedido. Max y Erika se habían ido, las enfermeras y Rosinda también, y en la calle solo quedaban un montón de sillas tiradas, la sangre de los heridos, y cuatro despistados como ella a los que o no les había llegado la hora de la comida para reunirse con los suyos, o estaban igual de perdidos.

Siguió deambulando sin norte hasta que sintió una mano amiga sobre su hombro, la de Sigfrido, el hermano de Bruni. La había reconocido cuando estaba cruzando la Castellana para ir a su casa procedente de la escuela de Veterinaria. Al joven le bastó ver su expresión para preocuparse y adivinar lo que necesitaba: un poco de ambiente familiar y estar con su amiga Bruni.

Por eso, su inesperada aparición en el salón de los Gordón Ordás quedó inmediatamente justificada en cuanto Sigfrido contó a su hermana dónde y cómo la había encontrado.

—Lo peor se lo ha llevado el público, imagino que el número de heridos ha tenido que ser importante. ¡Qué mal se están poniendo las cosas, Bruni!

—Me hubiera encantado estar contigo viendo a los perros, pero ya sabes, con el examen de mañana…

Sonó el timbre de la puerta y al momento entró Ofelia del brazo de Anselmo Carretero, con el que se había casado hacía solo tres semanas en una ceremonia civil sin apenas invitados. Zoe aprovechó la oportunidad para felicitarlos.

—No sé ni cuánto tiempo hacía que no nos veíamos, Zoe —señaló Ofelia.

Sin darle tiempo a contestar, intervino Anselmo.

—Perdona que en su momento no te agradeciera la nota que me hiciste llegar desde Suiza, pero significó el inicio de una investigación sobre el tal Oskar Stulz que todavía sigue en marcha. De momento no tenemos nada en concreto, pero ya te contaré si surgiera algo importante.

—Hazlo, te lo ruego. Me preocupa mi amiga Julia.

—Descuida, que si descubriéramos algo que pudiera afectarla, te lo haré saber.

Zoe notó a Anselmo inquieto. Por eso no le extrañó cuando le dijo en voz baja que en cuanto pudieran necesitaba contarle algo más. La oportunidad surgió tan solo unos minutos después cuando las dos hermanas salieron del salón para ayudar en la cocina. Buscaron una discreta esquina de la enorme librería, y Zoe se le adelantó a hablar.

—Conocí a un veterinario alemán de nombre Luther Krugg que por lo visto dirige un masivo programa de cría de perros para los ejércitos nazis, y pensé que te…

—Espera, Zoe, espera… Agradezco y mucho tu buena intención, pero no me parece justo dejarte hablar sin que sepas algo importante que tiene que ver con tu padre. Sobre todo porque son malas noticias.

—¡Por Dios! Dime pronto qué has sabido —exclamó angustiada.

—La primera es que, dada la gravedad del delito y la personalidad del fallecido, está siendo muy difícil encontrar una manera de ayudarlo judicialmente. En realidad no sé si se podrá avanzar mucho más… Pero todavía hay algo peor: tu padre tiene una enfermedad muy seria.

—¿Cómo? ¿Pero qué le pasa? No hace un mes que estuve con él y no me contó nada. Lo encontré débil, pero no más que otras veces…

Anselmo le acercó una silla para que se sentara al advertir la palidez de su rostro.

—No te puedo decir qué tiene en concreto, porque mi informador tampoco lo sabía. Lo siento, Zoe.

—Tengo que ir a verlo —murmuró completamente apesadumbrada.

—Dime si te puedo ayudar en algo. Lo que sea. Y en cuanto a lo de ese veterinario que has conocido, ya lo hablaremos mejor en otro momento. Si su caso fuera interesante, podría pedir a mis colegas más información sobre él.

Doña Consuelo hizo presencia en el salón del brazo de su marido buscando a Zoe. Con ellos también entraron sus tres hijos.

—Acabábamos de escuchar la noticia en la radio cuando Bruni nos ha venido a contar que estabas en el desfile.

Don Félix se sonó la nariz bajo los efectos de un severo catarro que le mantenía encerrado en casa desde hacía unos días, pero al ver la expresión de Zoe se preocupó de inmediato.

—¿Qué ha pasado, hija mía?

Anselmo pidió permiso a Zoe para transmitirles la mala noticia, lo que provocó una inmediata ola de afecto por parte de todos, que sentían su pena como propia. Bruni la abrazó de forma tan sentida que terminó haciéndola llorar.

En medio de aquel doloroso momento y sin que nadie supiera qué decir, doña Consuelo decidió retomar la noticia del atentado para despistar la pena de la chica.

—¿Se produjo algún herido entre las autoridades?

Zoe se recompuso como pudo, bebió un poco de agua y resumió a su manera lo sucedido, tranquilizando a don Félix al asegurar que su amigo Azaña y los demás ministros habían salido ilesos. Pero no pudo contestar a su siguiente pregunta, pues desconocía la posible autoría del acto.

—Este país va de mal en peor —sentenció el patriarca, y decidió a quién iba a llamar para obtener más detalles.

—Será cosa de la Falange —intervino Anselmo, aceptando una copa de Jerez que Ofelia iba ofreciendo a todos.

—Desconozco quién puede haber estado detrás de lo sucedido —apuntó don Félix—, pero por desgracia creo que veremos cosas peores. —Dudó en adelantarles la noticia que había previsto para el final de la comida. Saboreó su copa de Jerez, lo meditó bien, y finalmente se decidió—. Os he de anunciar algo importante, escuchadme bien. —Sus palabras atrajeron la inmediata atención de todos—. No hace muchos días mantuve una discreta entrevista con el presidente Azaña y me gustaría haceros partícipes de las decisiones que he tomado desde entonces. Porque os van a afectar a todos.

Doña Consuelo, consciente de la trascendente revelación que les iba a hacer, pidió que se aproximaran más. Zoe también lo hizo.

—¿Qué pasa, papá?

Sigfrido percibió un gesto de gravedad poco común en su progenitor.

Para ponerlos en antecedentes, don Félix resumió a su manera la grave situación política que España estaba arrastrando desde las elecciones de febrero, a causa del extremismo de algunas formaciones dentro del Frente Popular y el sectarismo antirrevolucionario de la derecha; unos y otros cada vez más violentos.

—El problema lo tenemos con ciertos representantes políticos que ya no solo aspiran a ganar un número de escaños en el Parlamento o una determinada cuota de poder asociada a ellos. Lo preocupante es que algunos se están atribuyendo el papel de «elegidos por la Historia» para llevar a cabo una especie de utópica misión universal: la de transformar de una forma definitiva la sociedad, el poder y hasta la vida privada de todos nosotros. Y englobo dentro de estos grupos de iluminados a los anarcosindicalistas, a carlistas y alfonsinos, a la Falange, a ciertos socialistas revolucionarios y comunistas y, cómo no, a varios grupos de integristas católicos. La formación de los dos frentes en las elecciones pasadas ha significado en sí misma dividir a los españoles en dos posiciones extremadamente opuestas. Y tan grave ha sido esta evolución que estamos a punto de saltar de las palabras a las manos. —Guardó un breve silencio—. Antes lo estábamos comentando Anselmo y yo.

Anselmo Carretero, desde su posición como activo militante del Partido Socialista Obrero Español y miembro de la UGT, sumó a las impresiones de su suegro su propio balance de los dos últimos meses.

—Estamos asistiendo a un insoportable número de asaltos y saqueos a las sedes de los partidos, últimamente hasta con muertos, y parece que nos acostumbramos a ello. Han ardido más de un centenar de iglesias y conventos, y la tendencia tampoco indica que vayamos a mejor. Llevamos once huelgas generales. Los motines dentro de las fábricas o las reyertas a fuego de fusil son incontables. Y en la calle, da la impresión de que los pistoleros empiezan a ganar terreno a las fuerzas del orden. Por todo eso, los que estamos en la política activa vemos que el país se está dirigiendo hacia el caos, pero nadie pone un poco de sentido común, o mejor, un poco de grandeza de miras.

—Son cosas que, en efecto, se están viendo a diario y que muchos conocemos, pero la mayoría calla —intervino Bruni.

—Qué razón tienes. Las minorías son las que hacen más ruido, se atribuyen la verdad absoluta, y apoyándose en la democracia encima nos imponen sus visiones. Siempre ha sido así. Pero, hijos míos, pueden suceder cosas aún mucho peores. —La última frase dejó a todos sin respiración—. La semana pasada, como os decía antes, mantuve una importante conversación con Azaña —el cambio en el tono de su voz adelantaba una noticia de peso—, y por eso os he reunido hoy. —Hizo una pausa para retomar un poco de aire.

—Padre, no nos haga esperar más, y ¡cuéntelo ya!

Sigfrido se estaba comiendo las uñas.

—Veréis, la noticia es que me han ofrecido la Embajada de España en México —proclamó, mientras recorría uno a uno los gestos de asombro de sus hijos.

—Pero, don Félix —intervino Anselmo—, eso significaría abandonar la escena política en España. Después de lo mucho que ha luchado durante todos estos años.

Don Félix carraspeó y meditó bien sus palabras antes de hablar.

—Creo que lo necesito. Será algo temporal; dos años a lo sumo. Tengo el compromiso de Martínez Barrio y del propio Azaña de que así será. Es verdad que ese puesto me interesaba desde hacía tiempo, pero no quiero esconderos que pesa mucho más en mi decisión el sufrimiento y la impotencia que siento al ver cómo se está ensombreciendo mi querida República.

Sigfrido y sus hermanas se miraron preocupados. México era un destino demasiado lejano, y no sabían si su padre estaba pensando en llevarse a toda la familia con él. Bruni no había acabado sus estudios, Ofelia hacía ya vida aparte y Sigfrido acababa de empezar a trabajar. Al preguntárselo, don Félix anunció que la toma de destino sería inminente, no más tarde del treinta de abril, pero que de todos modos mantendría el alquiler de la casa para quien se quisiera quedar.

Zoe temió que Bruni pudiera terminar yéndose a medio plazo, pero se lo guardó para sus adentros. Sin embargo, Ofelia, a pesar de ser la pequeña de los tres hermanos, ante los gestos de desolación de todos los presentes, se prestó a ayudar en la medida de sus posibilidades.

—Padre, nosotros, como el trabajo de Anselmo de momento nos retiene en Madrid, podemos estar al tanto de los que se queden.

Su padre la miró agradecido pero no aliviado, porque todavía tenía que contarles algo mucho más grave, algo que le había manifestado el propio jefe de Gobierno sin disimular una honda preocupación.

—Azaña tiene serias evidencias de que se avecina el comienzo de una guerra en España.

—¿Cómo? —soltaron todos.

—¿Una guerra contra quién?

—Entre nosotros, entre españoles.