Capítulo VI

Hacienda Santa Isabel

Argentina

5 de febrero de 1936

VI

Luther Krugg y el doctor Antonio Nores necesitaron muy poco tiempo para congeniar.

El argentino era un poco desastre como anfitrión, porque cuando surgía la palabra perro todo su mundo se dirigía hacia ese único tema, despreocupándose por cosas que para el resto de los humanos podían tener una cierta importancia, como comer o dormir. Y como Luther fue quien le había sacado la determinante palabra estando sentados frente a la chimenea de su salón, no podía quejarse ahora de no haber salido de él en dos días.

El joven médico, después de haberse encontrado con Luther en la finca de su amigo español Maura, a la que acudía siempre que este organizaba sus célebres cacerías y el posterior y clásico asado argentino, le había invitado a su villa, Santa Isabel. Allí era donde tenía sus perros.

Del momento del asado en la anterior hacienda, Luther guardaba una inquietante impresión. Al principio no entendía qué razones podían haber reunido en el fin del mundo a tal cantidad de políticos, diplomáticos, empresarios y terratenientes argentinos, pero cuando el ambiente se fue relajando y corrió el vino, las lenguas se desataron y empezó a constatar, en algunas de las conversaciones que mantenían aquellos ilustres hombres, un preocupante tufo pronazi. Entre risas y mujeres, con las que disfrutaron todos, y el abundante alcohol que corrió sin ningún límite, se terminó desatando alguna que otra lengua, y Luther escuchó hablar de complots económicos, de directrices a determinados gobiernos, y hasta de una consigna para despejar del poder a uno que debía estorbarles demasiado.

Aunque el invierno austral no empezaba oficialmente hasta junio, Luther agradeció el buen fuego que disfrutaba la chimenea del salón de Nores, frente a la cual se habían sentado para diseccionar con más detalle su proyecto.

—Me parece apasionante lo que pretendes, reconstruir una raza perdida a través de sus herederas: es exactamente lo contrario de lo que he hecho yo.

Antonio acarició la cabeza de su mejor macho, tumbado a sus pies, y Luther sintió sobre los suyos la presencia de una de las primeras hembras que su anfitrión había elegido para iniciar el proceso de cruzamiento. El animal, de mirada vieja y avanzada edad, todavía reflejaba una gran fortaleza, tenía capa atigrada, cabeza pesada y claro perfil masticador.

El médico le sirvió un segundo whisky y se rellenó su vaso.

—Crear una nueva raza parece algo complejo, pero en realidad no lo es. Tan solo se necesita tener muy claro cómo han de ser su morfología y aptitudes, y desde luego mucha paciencia para ir buscando cada una de las características elegidas en aquellas otras razas que las poseen. Pero qué te voy a explicar a ti, siendo como eres un especialista en genética. —Chocaron sonoramente sus copas.

En efecto, Luther no era nuevo en ese tipo de procedimientos y de hecho ya había comenzado a establecer los primeros cruces para reconstruir el bullenbeisser, pero quería saber cuánto tiempo y cuántas razas había empleado el argentino para fijar la suya. Los dogos que había ido viendo en la hacienda eran verdaderamente hermosos y casi idénticos; todos ellos presentaban la misma capa de pelo blanca, ojos hundidos y negros, un hocico oscuro, labios tirantes, un tórax amplio y profundo, y un cuerpo corto y muy musculoso. Sus cualidades físicas les permitían cazar en jauría o batir por sí solos a una presa, atreviéndose con fieras de hasta veinte veces su peso.

—Mezclé la sangre de diez razas distintas hasta conseguir los detalles anatómicos que por entonces tenía en mente. La dificultad estuvo en averiguar los porcentajes necesarios de cada una de ellas para objetivar lo que deseaba. La raíz genética sobre la que inicié mi proyecto la tomé del perro que has venido buscando, el viejo perro de pelea cordobés, de los que solo te podré vender cinco hembras y dos machos, no más.

—Sobra decirte que no tendremos ningún problema para acordar su precio.

—Lo sé, y más aún sabiendo que en este proyecto hay financiación nazi. Porque, a pesar de que no me lo hayas contado, imagino que tiene que ser así. —Estudió su mirada, aunque estaba convencido de que su hipótesis era acertada.

Luther dedujo que a su interlocutor la política le importaba más bien poco.

—Bien, digamos que sí. Que hay gente de mucho peso institucional detrás de recuperar ese mítico bullenbeisser.

Durante los siguientes veinte minutos Nores estuvo explicando las diferentes razas que había elegido para cruzar con la cordobesa: pointer para dar un buen olfato al producto final, bóxer con los que ganar vivacidad, bullterrier por su intrepidez. Los pechos amplios los consiguió de los bulldog, y el instinto de caza se lo transmitió una raza irlandesa casi extinguida, el cazador de zorro.

—El tamaño que necesitaba para mi nuevo animal lo busqué en el mastín leonés y sus poderosas mandíbulas las extraje del dogo de Burdeos.

Luther calculó el número de cruzamientos que habría tenido que hacer para conseguir su perro final, dada la abultada participación de razas. Ese era uno de sus graves problemas. Von Sievers, pero sobre todo Göring y no digamos Heydrich, le exigían rapidez, y eso iba a depender básicamente del número total de razas que tuviese que emplear para recomponer la fisonomía externa del bullenbeisser, como también sus aptitudes. Si el argentino había requerido diez, eso significaba mucho tiempo: calculó que doce años.

—Trece, para ser del todo preciso —contestó su anfitrión a la pregunta—. Los últimos cuatro serán los que necesitarás para fijar los caracteres deseados, pues una vez tengas cerrada la raza tendrás que cruzar únicamente hijas con padres, o hermanos, hasta que veas que todas las camadas salen idénticas.

—Confieso que no poseo tu dedicación y perseverancia, porque para mí todo esto no es más que un encargo, y encima me apremian para que reduzca el tiempo de su ejecución. Por eso, sobre los ensayos que ya he iniciado, probaré a mezclar cuatro razas: la cordobesa que me llevaré gracias a tu amabilidad, bullterrier, una buena parte de gran danés, y desde luego bóxer. Espero que sean suficientes, porque de no ser así tendría que localizar alguna raza más que mantenga un alto porcentaje genético con el original bullenbeisser, como le sucede al viejo perro de pelea. Y no se me ocurre cuál. —Luther sacó de su cartera un pequeño dibujo, copia de un grabado, donde aparecía el perfil de un ejemplar de mediados del siglo XVI.

—Muy bello, sí… —El doctor Nores se rascó la barbilla pensando si sería suficiente con esa variedad de sangres—. Yo me olvidaría del bóxer y empezaría por el bulldog antiguo, que no deja de ser otra raza de presa usada por los británicos desde el Medioevo para la pelea con toros. Si no recuerdo mal, sus capas originarias eran atigradas como la que buscas para tu animal. —Volvió a mirar la imagen del grabado, convencido de lo acertado de su consejo—. Si me haces caso, tendrías que ponerte en contacto con una persona que, además de buena amiga, es la mejor experta en esa raza: la señora Pearson. Posee un criadero llamado Pearson Westall’s. Y además, este mismo año la acaban de nombrar presidenta del English Bulldog Club.

Buscó sus datos en una agenda y se los anotó en un papel.

—¿Crees que puede conservar algún ejemplar vivo de aquellos bulldog originales?

—Lo desconozco, pero si hay alguien que pueda darte esa respuesta sin duda es ella.

Para alivio del estómago vacío de Luther, en ese momento entró en el salón la cocinera preguntándoles si preparaba algo para cenar.

—Déjenos un par de piezas de carne y avive las brasas, por favor. Nuestro invitado todavía no ha probado el toque especial que le doy a la carne.

A setecientos kilómetros de distancia, Dieter Slummer, reportero del Berliner Illustrierte Zeitung, escuchaba con inquietud las preocupantes y escasas noticias que llegaban desde la ciudad de Córdoba. El periodista al que habían encargado el seguimiento del veterinario alemán estaba desaparecido desde hacía tres días. Avisada la Policía, un par de agentes se habían personado en la hacienda de San Huberto para recabar alguna noticia sobre su paradero, pero allí nadie había visto al muchacho.

—Alguien miente —comentó Dieter con su corresponsal en Buenos Aires—. Algo le ha tenido que pasar.

—Quizá haya tenido un accidente.

—Si fuera eso, tendríamos un coche o algún testigo.

Dieter acababa de regresar de su expedición por las mayores haciendas de la provincia de Buenos Aires en manos alemanas, y tenía el pasaje de barco para la mañana siguiente. Su trabajo había sido fundamentalmente gráfico, pero de las conversaciones mantenidas con alguno de sus propietarios, le había sorprendido la importante presencia entre ellos de un movimiento de carácter local que al parecer había surgido a partir de los años treinta: la Unión Cívica. Un grupo, según ellos, de patriotas argentinos, antijudíos, defensores de una revolución de corte fascista, y estrechamente relacionados con la Falange española y las juventudes de Mussolini. Hasta los había visto entrenar con pistolas en alguna de las fincas o incluso recibir instrucción militar, pero le habían prohibido tomar fotografías de ello. La crónica política no era de su competencia, aunque lo que se había encontrado en aquellos ambientes le parecía un asunto serio y muy noticiable, con estrechas similitudes con lo que estaba sucediendo en su país. Por eso, en medio de aquel clima tan proclive a la violencia y a la barbaridad, el destino de su compañero le preocupaba sobremanera.

Había congeniado lo suficiente con Luther Krugg como para poder comentar con toda libertad lo que había visto y oído una vez estuviesen en Alemania. Quizá él pudiera ofrecerle luz sobre la desaparición del periodista. Antes de despedirse de su corresponsal para volver al hotel, le rogó que no dejara de informarlo sobre el asunto, sin que ninguno de los dos pudiera imaginar que aquel desgraciado estaba hundido en una acequia con dos grandes piedras atadas al cuerpo, para que el agua y el tiempo borraran las huellas del crimen.

A esa misma hora, en la villa de Santa Isabel, Luther marcaba el número de teléfono de su casa para hablar con Katherine.

Escuchó la señal, cuatro veces, seis.

Extrañado, probó de nuevo. Era raro que a mediodía su esposa no estuviera comiendo en casa. Pensó que quizá se había equivocado de número. Lo intentó una vez más.

En esta ocasión contó seis tonos, pero cuando estaba a punto de colgar escuchó al otro lado de la línea una voz femenina.

—¿Quién llama?

—¿Con quién hablo? ¿Katherine? —contestó él desconcertado.

—¿Herr Krugg?

—Sí, soy yo, pero ¿quién es usted?

—Mi nombre es Eva Mostz.

—No la conozco y sin embargo usted a mí sí. ¿Me puede explicar por qué?

—Herr Krugg, lo entenderá. Con lo que el Gobierno está invirtiendo en usted y dado el interés de sus proyectos, ha de comprender que tomemos ciertas medidas.

—No termino de comprenderla, ni tampoco cómo puedo estar hablando con usted en mi línea privada de teléfono. ¿Dónde está mi mujer? ¡Quiero hablar con ella, no con usted!

—Haga el favor de suavizar sus maneras conmigo y quédese con dos ideas, herr Krugg. Tenga mucho más cuidado con lo que habla y con quién lo habla. Y si por una remota casualidad se le ocurriese aflojar en su esfuerzo o, peor aún, abandonar el mandato, valore las consecuencias que arrastraría su decisión sobre gente muy cercana a usted, a la que sabemos que quiere.

Luther entendió la coacción y se le revolvieron las tripas.

La mandó al infierno y exigió que le pasara de inmediato con su mujer.

—Se la paso sin ningún problema. Cuídese y vuelva pronto.