Dársena norte del Puerto Nuevo
Buenos Aires
2 de febrero de 1936
V |
El Cap Arcona era sin duda el mejor buque de vapor de la compañía naviera con bandera alemana Hamburg Süd. Un barco que cada mes realizaba el trayecto de Hamburgo a Buenos Aires en un tiempo récord: quince días, incluyendo sus habituales escalas en Southampton, La Coruña, Lisboa, Río de Janeiro y Montevideo.
Con tres chimeneas, la primera de popa, falsa para mejorar su estética, medía casi doscientos diez metros de eslora y veintiséis de manga. Poseía ocho calderas de gasóleo que alimentaban dos potentísimas turbinas para empujar sus veintiocho mil toneladas. Pero, sin duda, eran las cuidadas y lujosas instalaciones, como también el esmerado servicio de su personal, lo que hacían que navegar en él fuese, además de un placer, una muestra de distinción para sus pasajeros.
Apoyado sobre la barandilla, en la cubierta de primera clase, Luther Krugg observaba las maniobras de atraque en la dársena más larga del puerto de Buenos Aires.
El tiempo era fresco y el cielo estaba encapotado, con amenaza de lluvia.
Sus mil trescientos quince pasajeros habían disfrutado de una agradable travesía recibiendo las innumerables atenciones de los seiscientos treinta tripulantes. Luther había nadado a diario en la piscina cubierta, jugado al tenis en un rápido torneo con varios de los pasajeros, y le quedó suficiente tiempo para ordenar sus papeles y leerse dos libros que había elegido en la biblioteca del castillo de Wewelsburg: uno era la Enciclopedia del perro de Hutchinson y el otro un tratado antiguo de caza con varias referencias a los bullenbeisser.
En sus investigaciones sobre la influencia del ancestral animal sobre otras razas, había dado con una importante pista: un perro que en Argentina llamaban el viejo perro de pelea cordobés que parecía reunir bastantes características del cánido alemán. Había sido comentarlo con Von Sievers, y en un tiempo récord le había organizado aquel viaje a la Argentina, y más en concreto a la ciudad de Córdoba, donde la embajada había conseguido localizar a un médico cirujano, el doctor Antonio Nores Martínez, quien al parecer estaba trabajando sobre esa antigua raza en una hacienda a las afueras de aquella ciudad.
Luther solo sabía que a su llegada a puerto habría alguien esperándolo. Pero no tenía ni idea de quién, desconocía cómo habrían previsto su posterior desplazamiento hasta la hacienda de Nores, el día que lo haría, o dónde se iba a citar con el famoso criador.
—¡Nunca había conocido un puerto con tanta actividad como este!
Luther se volvió a ver quién le hablaba y reconoció al periodista del Berliner Illustrierte Zeitung, Dieter Slummer. Habían congeniado durante el trayecto gracias a que los dos tenían ganas de hablar, viajaban sin compañía, y sobre todo porque con solo cruzar unas palabras se habían dado cuenta de su escasa comunión con el ambiente político del momento, y de lo mucho que coincidían en sus creencias progresistas.
Luther señaló una fila de cinco enormes barcos de carga a la espera de llenar sus bodegas de trigo desde unos enormes silos.
—Argentina es el mayor almacén de comida del mundo. No es de extrañar.
Las sirenas del Cap Arcona anunciaron con estruendosa intensidad el amarre del barco y por tanto el final del viaje.
—¿Cuántos días estarás por aquí? —le preguntó Dieter, quien venía a realizar un reportaje fotográfico sobre los grandes latifundistas alemanes repartidos por la provincia de Buenos Aires, alguno de ellos con más de cien mil hectáreas, según le explicó a Luther en alguna de sus muchas veladas en el barco, a la luz de la luna y con un whisky entre las manos.
—No tengo ni idea, la verdad. Como te conté, no estoy seguro de encontrar a la primera lo que ando buscando. Es algo tan complejo como hallar una aguja en un pajar. Si lo consigo me volveré a casa en un par de semanas. Pero si no fuera así, puede que me ocupe meses.
A Luther no le había costado demasiado abrirse a Dieter. El periodista era un tipo transparente y sin dobleces, de amena conversación y amplia cultura; alguien con quien uno podía pasarse horas y horas charlando sin darse cuenta. A Dieter el objetivo en Argentina de aquel veterinario le había parecido un propósito verdaderamente increíble. «Toda una aventura en el tiempo», fue como la definió cuando escuchó por primera vez el nombre de la desaparecida raza bullenbeisser. Luther se había cuidado mucho de no referir en ningún momento la identidad de sus promotores, dada su condición de periodista. Pero Dieter lo había intentado, incluso ofreciéndose para dar notoriedad escrita a su trabajo, algo a lo que Luther se había negado en rotundo sin darle la menor explicación.
A la vista del intenso movimiento de gente en el puerto, prólogo de un inmediato desembarco, Dieter se empeñó en convencer a Luther sobre lo estupendo que sería hacer ese reportaje. Como buen rastreador que era, no dejaba escapar una buena historia. Y en Luther Krugg sabía que tenía una, muy original y potente.
—Me encantaría acompañarte, en serio.
—De verdad, no puedo. Se trata de algo, digamos… que requiere un poco de… —Luther meditó bien la palabra— de discreción. ¡Ese es el término! Discreción.
Dieter no insistió más, pero en ese mismo instante tomó una decisión. Aquel extraño secretismo vestía de mejores galas la posible noticia. En cuanto estuviera en tierra y viera a su corresponsal, le iba a pedir que uno de sus hombres siguiera al veterinario allá a donde fuese.
Uno de los mayordomos de la cubierta se les acercó.
—Ruego me disculpen los señores, pero en cuanto gusten pueden desembarcar.
—Gracias, lo haremos de inmediato —respondió Dieter por los dos, dándole una exigua propina, lo que no alegró demasiado al hombre a juzgar por su adusto gesto.
—Te has ganado un amigo —sonrió Luther.
—Lo sé, pero me he gastado todo lo que traía en metálico. Demasiados días teniendo que agradecer tantas atenciones, ¿verdad?
—Bueno, Dieter… —Le ofreció la mano—. Ha sido todo un placer conocerte.
El periodista expresó su mismo parecer antes de despedirse, comprometiéndose por su parte a no perder el contacto, una vez volvieran a Alemania, para por lo menos compartir sus respectivos avatares en Argentina. Luther anotó en un papel la dirección del centro de adiestramiento y su teléfono, se lo dio y se dirigió a buen paso a su camarote para recoger el equipaje de mano.
Cuando empezó a descender hacia el muelle se preguntó cómo haría para reconocer a su contacto entre tan numeroso grupo de gente que esperaba a ambos lados de la escalerilla.
Al tocar pie en tierra aguardó a que alguien se dirigiera a él.
Estudió cada uno de los rostros que tenía próximos, pero ninguno pareció mostrar el menor interés. Durante los siguientes minutos vivió las explosiones de alegría entre los que se encontraban a su alrededor, o las lágrimas de reencuentros infinitamente deseados. Vio gestos de incredulidad en unos, ante la constancia de un rostro quizá demasiado cambiado por el tiempo, y sobre todo vio besos, besos entre amados, entre hijos y padres; unos apasionados y otros tiernos.
Con aquel viaje estrenaba su primera búsqueda entre los herederos del bullenbeisser, después de haberse dejado los ojos en una infinidad de tratados que le habían hecho llegar desde Wewelsburg. El excitante reto técnico que tenía por delante era sin duda la mejor cara de aquel desplazamiento, aparte de olvidarse por unos días de su jefe Stauffer y de sus periódicas y ácidas recriminaciones por haberle fallado con los perros de Fortunate Fields, unos perros que, pasados seis meses de los hechos, aún no les habían hecho llegar. Sin embargo, el lado oscuro de aquello lucía galones con runas y cruces de hierro, y le exigía participar de unos planes que le parecían abominables. Su meta personal era recuperar un perro perdido desde hacía unos siglos; la de ellos, fabricar una bestia asesina.
Miró de nuevo entre el público.
Leyó una vez más todos los nombres escritos en los carteles, pero en ninguno estaba el suyo. Al escuchar ruido y voces a sus espaldas se volvió y vio a varios mozos que con increíble eficacia se iban haciendo cargo de los equipajes que bajaban por una cinta mecánica a una velocidad asombrosa. Habían alineado las de primera clase a un lado de la rampa, y entre ellas reconoció la suya. Enseñó su identificación y la recogió, a la espera de algún acontecimiento.
Cuando media hora más tarde apenas quedaban unos pocos viajeros, solo los de las clases más bajas recogiendo sus últimas pertenencias, Luther Krugg empezó a inquietarse de verdad.
El chirriar de unos neumáticos desde una curva de acceso al malecón atrajo su interés. Un coche imponente, negro y seguramente americano, dibujó una línea recta hacia él y frenó a escasos centímetros de su cuerpo. Con el corazón a punto de sufrir una parada vio salir de su interior a un hombre bien trajeado, de unos cuarenta y cinco años, poco pelo y gafas doradas y redondas, con la mano por delante para estrechársela.
—Herr Krugg, sin duda.
—Sí, soy yo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Edmund von Thermann, embajador de Alemania en la Argentina. Mucho gusto en conocerle y perdone el retraso. Lo entenderá cuando atravesemos el viejo Buenos Aires en busca de su aeropuerto. Es una ciudad de locos.
Mientras el chófer recogía su equipaje, otro hombre les abría la portezuela del lujoso vehículo. La confortable piel de su interior y un olor a buena colonia agasajaron de inmediato los sentidos del recién llegado.
—¿Champán? —El embajador descorchó una botella de Möet, le sirvió una copa y dejó la botella en un cubo con hielos. Luther se asombró de las lujosas prestaciones que tenía el vehículo.
—Me ha parecido entender que vamos directamente al aeropuerto —señaló el veterinario—. Creía que la primera entrevista la tendría con usted aquí, en la ciudad.
Acababa de observar el alfiler de corbata que lucía su anfitrión: una calavera de plata. Otro adscrito a las SS, concluyó. Estaba claro que por lejos que estuviese de Alemania no se los podía quitar de encima.
—Esa era la primera idea, pero los planes han cambiado. Hemos de volar de inmediato a Córdoba para llegar a tiempo al evento.
Ante el gesto de estupor de su invitado, Edmund se sonrió. Si había algo que le hacía disfrutar era jugar con sus interlocutores al desconcierto.
—No quiero parecer antipático, pero me gustaría entender de qué evento me habla —enfatizó la palabra—, cuando a lo que he venido es a tener una entrevista con el doctor Nores Martínez.
Un destello en el cristal del vehículo que los seguía atrajo la atención de Luther. Lo miró distraído, sin imaginar que en su interior había alguien que también pretendía saber a dónde iba con el embajador de Alemania.
—Allí estará. No se preocupe por nada. Lo tenemos todo perfectamente organizado. El cable cifrado donde se nos anunciaba su llegada, así como sus planes en Argentina, venía firmado por Von Sievers. Y la semana pasada recibí una llamada del mismísimo gruppenführer Heydrich con instrucciones precisas sobre usted. Eso ha significado que su misión suponga una máxima prioridad dentro de mis planes de trabajo. En conclusión, desde hoy dispondrá de mi persona y del resto de mi equipo para todo lo que necesite, como también de un crédito ilimitado para afrontar cualquier pago que vea necesario hacer. Espero que no le falte de nada en su estancia con nosotros. Insisto, pida lo que quiera.
Luther observó de reojo al embajador. Aquella calavera en su corbata le estaba amargando la conversación.
—Como puede comprobar, esta ciudad tiene un evidente aire europeo, pero a la vez posee algo que la diferencia: su desbordante pasión. Una pasión que brota de su gente, en su música, en los poemas de sus mejores escritores… Buenos Aires fascina al extraño que la descubre por primera vez y lo termina enamorando a golpe de tango. Por cierto, ¿le gusta el tango? Alvarito, pónganos uno bueno —se dirigió al conductor.
Mientras Luther iba recibiendo las cadenciosas notas de la melodía y sin perderse la belleza que le iba regalando la ciudad, el embajador le explicó cuál era la presencia alemana en el país y la impronta empresarial que esta suponía.
—Tenemos censados en torno a cuarenta y dos mil alemanes en Argentina, pero calculamos que hay más de doscientos mil descendientes. Disponemos de ciento setenta y seis escuelas y un frente de empresas muy poderoso que opera en casi todas las actividades que usted se pueda imaginar. Conocerá a alguno de ellos hoy mismo. Durante el último cuarto del pasado siglo, el Gobierno argentino se propuso explotar los inmensos recursos agrícolas y ganaderos que hasta entonces estaban en manos indígenas. Para ello regaló o vendió a precio de saldo algo más de cuarenta y un millones de hectáreas repartiéndolas entre solo mil ochocientas personas, entre las cuales había un nutrido grupo de compatriotas nuestros. Ellos fueron los que consolidaron la gran propiedad territorial ganadera y desplazaron definitivamente a los pocos indios que el Gobierno dejó con vida.
Continuó explicándole que esa misma tarde conocería una de las haciendas más hermosas de aquellos primeros propietarios, ahora en manos de un español, don Antonio Maura; un personaje, hijo de un conocido político, que aparte de ganadero se había hecho famoso por los «eventos» que organizaba, tanto por la generosidad de sus invitaciones como por las personalidades mundiales que conseguía atraerse a ellos.
De nuevo citaba la palabra eventos sin darle un significado preciso, lo que rebeló aún más a Luther. Sin embargo, no quiso entrar en su juego y guardó silencio.
El vehículo entró directamente por una de las pistas del aeropuerto y se dirigió hacia un avión aparcado en ella. Luther miró desde su ventanilla el perfil del aparato de la compañía Aeroposta Argentina. Pensó que su pequeño tamaño tendría que ver con un uso para cortos recorridos. Desconocía la distancia que los separaba de Córdoba, pero imaginó que no sería mucha.
Nada más entrar comprobó cómo su pequeña cabina solo permitía la presencia de cuatro pasajeros, y el piloto quedaba alojado en una roadster al aire libre. Dos hermosas mujeres esperaban en su interior. El embajador besó en los labios a la que se llamaba Marta y Luther estrechó la pequeña mano de Asunción, una rubia de impactantes formas que de inmediato comenzó a contarle las maravillas de su país, de sus paisajes y costumbres, con su cantarín acento. Luther se acomodó en un diminuto asiento, pegado al de la chica, esperaron a que los ayudantes colocaran los equipajes en la bodega, y en menos de cinco minutos se encontraban rodando por la pista de despegue, atronados por el ruido de los potentes motores Renault de aquel Laté 25.
—Como tendremos dos horas y media de vuelo hasta el aeropuerto de Córdoba, he pensado que sería agradable hacerlo en buena compañía. —El embajador le guiñó un ojo desde su asiento.
Asunción se aferró al brazo de Luther confesándole el pavor que le producían los aviones. El generoso pecho de la mujer se apretó sin remedio alguno contra su chaqueta. El seductor perfume, el rojo carmín de sus carnosos labios que dibujaba sus palabras y el cruce de piernas que dejó al descubierto medio muslo operaron en conjunto despertando los instintos del veterinario.
Aquel recibimiento en el aeropuerto, el lujoso vehículo que lo había transportado, la exclusividad de ese vuelo hacia un ignoto destino, o la presencia de aquellas dos bellezas; estaba claro que el embajador no reparaba en recursos para hacerle el viaje agradable.
—Y vos, cariño, ¿a qué te dedicas? —le preguntó Asunción, quien sin reparo alguno había empezado a juguetear con un dedo por su cuello y oreja.
Al mismo tiempo, en una oficina del centro de la ciudad de Buenos Aires, el corresponsal argentino del diario Berliner Illustrierte Zeitung explicaba a su colega Dieter Slummer lo que habían podido averiguar sobre el destino que había tomado un avión con el veterinario al que habían seguido y el embajador Von Thermann.
El periodista alemán escuchaba con absoluto interés.
—Según hemos podido saber, ese monoplano vuela a diario a Santiago de Chile, pero la embajada lo ha contratado en esta ocasión para ir a Córdoba. No sabemos mucho más. Reconozco que la presencia de Von Thermann estimula aún más mi curiosidad, sobre todo por las extrañas amistades a las que suele asociarse su nombre. Y por cierto, has de saber que alguno de los miembros de su protección personal nos detectó en el aeropuerto mientras nos informábamos. En un momento se nos vinieron encima dos hombres como dos armarios preguntándonos qué hacíamos por allí y quiénes éramos. Como puedes entender, no soltamos ni esta. —Hizo un significativo gesto con los dedos.
Dieter se rascó la barbilla decidido a poner todos los medios para que esa historia no se le escapara. Mandó que avisaran por cable al corresponsal del periódico en Córdoba para que acudiera al aeropuerto antes de que aterrizara el avión y continuar desde allí su seguimiento.
—Y a mí sacadme billete para el primer vuelo que salga a Santa Rosa. He de comenzar mi reportaje por allí, en la Pampa. Pero tenedme informado en todo momento. Insisto en ello, aunque lo que averigüéis parezca que no tiene ninguna importancia. Estamos ante una buena noticia.
Asunción, después de dos horas de vuelo, había abandonado los prolegómenos deshaciéndose ahora en caricias hacia un Luther que no deseaba participar de su mismo juego. Aunque los ardores de la mujer no se lo estaban poniendo nada fácil. Con sus labios correteando por el cuello y una de sus manos abriéndose paso por el interior de su camisa, dudó si no sería mejor dejarse llevar.
—Te estás adentrando en territorios peligrosos… —Luther la dejó operar con el cierre de su cinturón.
—Lo sé… Y también que te gustará. —Le humedeció los labios con su lengua.
El embajador, un asiento por delante, había pasado de las caricias a la acción y tenía sobre sus piernas a Marta en una decidida postura amatoria.
En solo un segundo Luther se encontraba en idéntico trance con Asunción, cuando los detuvo la voz del piloto anunciando el descenso al aeropuerto de destino y la recomendación de que se abrocharan los cinturones de seguridad.
—Lo dejaremos para esta noche… —comentó irónicamente a la mujer.
—Claro, mi amor —respondió ella sin captar el significado. Se cerró la camisa, y con la ayuda de un espejito de mano y un colorete de urgencia recompuso con bastante éxito su anterior aspecto.
La siguiente hora la pasaron dentro de un coche por carreteras de tercera categoría. El traqueteo que provocaba su mal firme, junto con el desagradable ruido del aire que entraba por las ventanillas y el humo de los puros de Edmund convirtieron la conversación en algo imposible.
—¿Cuánto nos queda para llegar a la hacienda? —consultó el embajador al conductor, después de apagar su segundo puro y de tener mareados a sus acompañantes.
—Estamos llegando, señor.
La hacienda de San Huberto reflejaba el esplendor y magnitud de sus dominios con la presencia de un enorme arco de entrada y dos antiquísimos robles a cada lado. El vehículo que llevaba a Luther y al embajador atravesó sus puertas sin detenerse, escoltado por dos motoristas armados. Tomaron una pista de tierra que terminó abriéndose en una generosa explanada frente a una soberbia villa de estilo mediterráneo. Delante de la puerta principal los esperaban tres caballos ensillados. Luther miró al embajador con un gesto interrogativo.
—No terminan las sorpresas, ¿eh? —se rio con ganas.
Las dos mujeres se despidieron con exagerada ternura, marcando caderas y en un bamboleante caminar, más debido al mal apoyo de sus largos tacones sobre la grava que a cualquier sensual intención.
—Espero que la chica sea de su agrado. De no ser así, dígamelo, para que esta noche tenga preparada otra.
—Bueno, en realidad… —no pudo terminar la frase al verse rodeado de repente por una corte de camareros de la casa; unos trayéndoles ropa de montar, otros ofreciéndoles un pequeño lunch, y una hermosa joven con dos copas de vino que aseguró eran de los propios viñedos.
El ayuda de cámara de Maura se presentó para hacerles de guía.
—Mi señor les está esperando junto al resto de invitados en el Bosque Umbrío, al norte. Yo mismo les llevaré.
Se sentaron en dos improvisadas sillas de caza para facilitar su calzado, les pasaron protectores de cuero con los que cubrieron sus pantalones, y una vez armados con fusta y guantes se subieron a los caballos para dirigirse a continuación y a paso ligero en dirección norte.
—¿Sabe si ya ha llegado el embajador Welczeck? —preguntó Edmund al guía.
—Sí, señor. Como también lo ha hecho el ex primer ministro húngaro y el exembajador español en Londres, quienes llevan ya dos días entre nosotros.
Luther, al escuchar los altos cargos de aquellas personas y sin entender todavía qué tenía que ver él con ellos, exigió al embajador saber si iba a estar su contacto.
—Por supuesto, caballero, sin la presencia del joven doctor Nores, y sobre todo de sus perros, mi patrón no habría convocado a sus amigos.
Cabalgaron por una verde pradera hasta que alcanzaron los límites de un espeso bosque que obligó a los caballos a reducir la velocidad. Pasados unos diez minutos de oscuridad y de un tortuoso recorrido, aparecieron en un claro donde un grupo de unos veinte hombres hacían corro sobre algo que no se llegaba a distinguir.
—Señores, hemos llegado.
El ayudante descabalgó y ayudó a sus dos invitados a hacer lo mismo sujetando las riendas de sus caballos.
Luther y Edmund caminaron hacia el grupo y fueron saludados por un risueño personaje que se presentó como Antonio Maura, propietario de la hacienda.
—Sin duda usted es el veterinario que con tanta ansiedad espera mi amigo el doctor Nores. —Se dirigió a Luther, lo tomó por el codo y lo ayudó a abrirse paso a través de sus arremolinados invitados hasta meterlo en el interior del anillo humano.
Dos grandes perros de poderosa cabeza y marcada musculatura mantenían atrapado entre sus fauces a un enorme jabalí macho de unos doscientos kilos de peso, que se resistía violentamente. La fuerza de los canes lo mantenía inmovilizado sin aparente dificultad, soportando sus embestidas. Los perros eran de pelo blanco, y la sangre les salpicaba la cara y medio cuerpo. A su lado, un joven de aspecto tosco, ojos vivos y sonrisa franca se incorporó al ser anunciada la presencia de herr Luther Krugg. Le mostró las manos ensangrentadas como disculpa para no saludarlo, y señaló a los dos perros.
—Mi querido amigo, te presento a mis mejores dogos argentinos; herederos del perro que sin duda estás buscando. Soy Antonio Nores.
A las afueras de la hacienda de San Huberto, un coche con un periodista acababa de ser descubierto por los escoltas del embajador alemán, dos miembros de las SS encargados de su seguridad. El reportero justificó con una serie de vaguedades su presencia en aquel recóndito lugar, vio cómo su cámara de fotos estallaba en mil pedazos contra una piedra, pero lo que no terminó de entender fue que resolvieran el interrogatorio reventándole la cabeza de un disparo.