Paseo del Pintor Rosales
Madrid
6 de septiembre de 1935
IV |
El cielo amenazaba lluvia.
Campeón trotaba a escasos pasos de su dueña por el parque del Oeste dándose el primer paseo del día. A su vuelta de Suiza, Zoe había tenido que buscar casa con urgencia, y la oportunidad se le presentó en forma de un piso modesto con una sola habitación, pero en un buen barrio, y con inmejorables vistas sobre la sierra y una parte de la Casa de Campo. Lo había localizado gracias al buen ojo de Bruni y a la suerte de Julia. Una, porque había visto el cartel de «se alquila», a pesar de estar colocado en el balcón del piso, lejos de las miradas de cualquier viandante. Y la suerte, al darse la coincidencia de que su dueño veraneaba en San Sebastián y era vecino de la familia Welczeck en la capital guipuzcoana, lo que había facilitado el trato. Acordaron un precio razonable, y así, a la semana de haber aterrizado en Madrid, Zoe hacía entrada en su nueva casa del paseo del Pintor Rosales.
Aparte de sus excelentes vistas, y de sorprenderse con el buen estado de la vivienda, la proximidad a la carretera de La Coruña hizo que Zoe no dudara ni un segundo en quedarse con ella.
—¡Ven aquí! —le gritó al perro para apartarlo de otro al que vio en actitud amenazante después de haberse olido a conciencia.
Campeón obedeció, corriendo hacia ella con media lengua fuera y su habitual expresión despreocupada. El animal se sentó a sus pies con la vista clavada en su mano, no fuera a meterla en el bolso y tuviera la suerte de verla con un trozo de galleta.
—No, no te voy a dar nada —le adivinó el pensamiento y se lo cambió por una buena dosis de caricias.
Las tres campanadas del vecino santuario del Corazón de María señalaron los tres cuartos para las ocho.
—Tenemos que volver a casa.
Lo sujetó por el collar y se dirigieron a buen paso hacia el portal, deseando volver a ver a Max para visitar con él la finca que había alquilado en Torrelodones, que iba a acoger el nuevo centro canino de la Cruz Roja.
A esas horas tan tempranas apenas había nadie, todo lo contrario que a mediodía o de noche, cuando el paseo del Pintor Rosales se llenaba de terrazas, con camareros de chaleco y pajarita, y bandeja redonda de latón. Sus mesas reunían entonces a un público poco parecido al que había conocido en su anterior barrio de Tetuán. Aquí se veía a respetables jubilados tomándose el vermú, a una tropa de niñeras paseando cochecitos de bebé, o a mujeres de buena cuna luciendo los últimos diseños de los mejores modistos de Madrid. Había quien comparaba aquel paseo con las calles que bordeaban Central Park en Nueva York o Hyde Park en Londres. Seguramente no era para tanto, pero para sus vecinos era todo un orgullo y una excusa para darse a la tertulia, tomar una cerveza con aceitunas, o salir a cazar un buen novio en el caso de las más jóvenes.
Max encontró a Zoe especialmente despierta y alegre cuando la vio aparecer en el portal de su casa, a pesar de que solo eran las ocho de la mañana.
—¡Bienvenida de nuevo a Madrid! ¿Todo bien por Vevey?
—Bien es poco. Ha sido una experiencia inolvidable.
—Me alegra oírlo. Ahora toca trabajar, y te avanzo que vas a tener por delante unos meses muy intensos. Como vamos a pasar todo el día juntos, ya tendremos tiempo de compartir los detalles de tu experiencia en Fortunate Fields. Antes hemos de pasar por las oficinas de nuestra delegación en José Abascal para que firmes el contrato, y de allí nos iremos al hospital donde he de recoger unos documentos. Te presentaré al resto de la gerencia en España. Después nos marcharemos a Torrelodones, donde me gustaría dejar planificado el trabajo para los próximos seis meses. Aunque antes recorreremos a fondo las instalaciones y te presentaré al personal.
—Tengo muchísimas ganas de verlo todo —comentó Zoe sin querer ocultar su emoción. Max, al volante de su Mercedes, aplaudió su disposición y compartió su plan de arranque.
—Finalmente empezaremos con veinte perros. Pero mi idea es que antes de un año consigamos una velocidad de entrenamiento de setenta y cinco. Ya veremos. —De repente recordó el encargo de su mujer—. Por cierto, si no tienes nada que hacer esta noche, harías muy feliz a Erika si vinieras a cenar con nosotros. Está impaciente por conocerte.
—Por supuesto que iré, encantada.
Ella también deseaba saber cómo era la mujer de aquel hombre que tanto estaba influyendo en su vida. Su admiración hacia él no se limitaba al trabajo, tenía que ver con la calidad humana que desprendía, con su determinación e inteligencia.
Volver a entrar por la puerta del hospital de la Cruz Roja le provocó un ataque de nostalgia y también de orgullo. Decidió volver algún otro día sola para ver si seguían sus mismos enfermos, a alguno de los cuales había llegado a tomar verdadero cariño. Pero de verse con un cubo de agua con lejía y una escoba a sentir el respeto que todos le prodigaron a medida que iba siendo presentada había un abismo, un agradable abismo. Además, constató desde otros ángulos la importancia del proyecto, al escuchar al resto de directivos hablar de él con tanto entusiasmo.
Una hora más tarde Max tomó la carretera de La Coruña en dirección Torrelodones.
—En un solo mes estrenas casa y trabajo. No te quejarás.
—No debería, no. Soy consciente del cambio que ha dado mi vida y me siento muy agradecida por lo que has tenido que ver.
—Me parece bien, porque te necesito plena de facultades. Nos espera un gran reto y disponemos de poco tiempo para conseguirlo.
En la finca de Torrelodones hacía calor.
Las nubes de la mañana habían desaparecido después de empapar la tierra, y el último sol del verano trataba de demostrar que aún tenía fuerza.
Zoe sintió que le sobraba el jersey cuando empezaron a recorrer el irregular contorno de la finca. Su lado norte serpenteaba entre peñascos, y el oeste también. La entrada la tenía por un lateral, y continuando un corto camino se llegaba a una amplia explanada donde se podía trabajar muy bien con los perros. El perímetro de esta última zona quedaba delimitado por un muro de piedra, en algunas partes bastante deteriorado; algo que habría que mejorar en el futuro.
El primer problema que Zoe le vio al trabajo era su propio transporte, al tomar conciencia de lo apartada que estaba la finca de la población de Torrelodones. Pero una vez más su jefe lo había previsto todo, y la solución se encontraba al otro lado de un gran portón en la parte trasera de la vivienda: una motocicleta con sidecar identificada con el emblema de la Cruz Roja.
—Ha estado parada y sin que nadie la usara durante un tiempo. Pero, tranquila, que después de haberla mandado revisar me han asegurado que ha quedado en perfectas condiciones. ¿Sabes conducirla?
—No, pero aprenderé rápido.
—Cuando terminemos de ver las instalaciones y conozcas a los perros, si te parece, nos damos una vuelta con la moto y te enseño. Verás que no es difícil. Ahora bien, para que la puedas usar tendrás que sacarte un permiso de conducción. Entérate de los trámites y a ser posible no lo demores mucho.
Los cálidos rayos de sol ayudaban a endulzar, todavía más, una visita que para ella era tan importante como deseada. Zoe se veía ya allí, ejerciendo su trabajo con los primeros veinte cachorros de los que se proponía sacar hasta la última bondad de su sangre.
Le gustaba el lugar, el clima, el aire limpio de sus colinas bajas, los aromas a romero y tomillo que todavía resistían los estertores del estío. Conoció a los encargados de la finca, un matrimonio de mediana edad que se responsabilizarían del cuidado, limpieza y alimentación de los perros. Y después a Rosinda, una joven elegida directamente por Max para ayudar a Zoe con los entrenamientos. Según lo había pensado, si la chica demostraba un cierto talento, se convertiría a medio plazo en su mano derecha, para cuando Zoe no estuviera. La jovencita había sumado dos claras ventajas a las demás: vivir en Torrelodones, lo que facilitaba una rápida disponibilidad ante cualquier emergencia, y su parentesco con otro de los directivos de la institución, circunstancia que también influyó para que Max se decantara por ella.
Rosinda era de aquellas personas a las que en solo cinco minutos se las llega a conocer. Su transparencia no era sino un reflejo más de su apasionada personalidad. No se podía decir que fuera guapa, pero su mirada brillante junto a una generosa sonrisa, que no parecía querer abandonarla nunca, le daban un interesante atractivo. Nada más ser presentadas, la chica manifestó su ilusión por trabajar con ella, confesando su poca experiencia con los perros, pero también su sincera disposición a aprender.
Según le explicó Max una vez a solas, en Rosinda solo había encontrado un defecto que por no ser demasiado grave no anulaba sus virtudes: hablaba por los codos.
Uno de los primeros detalles que sorprendieron gratamente a Zoe fue reconocer la similitud de los alojamientos caninos con los de Fortunate Fields, lo que significó un primer aprobado para el criadero. Los perros, de unos seis meses de edad y todos pastores alemanes, se mostraron curiosos y juguetones nada más verla. Ella conocía la raza con la que iba a trabajar, pero tenía claro que deberían sumar otras al proyecto, que aportasen nuevas habilidades, si querían cubrir los servicios que la Cruz Roja española esperaba del grupo canino
La pequeña oficina del recinto, en realidad una habitación de las cuatro de que constaba la casa, donde también vivía el matrimonio de guardeses, disponía de lo imprescindible para mantener los papeles ordenados, recibir a alguna visita, y un sofá convertible en cama cuando se hiciera necesario hacer noche allí.
Junto a Rosinda y Max, durante algo más de tres horas, estuvieron preparando rutinas de trabajo para todos los procesos, programaron las entradas de animales en ese primer año y calcularon también las necesidades de comida, medicamentos básicos y otros gastos de funcionamiento, dejando preparadas las actividades para las siguientes seis semanas.
Acabado el trabajo de planificación, Zoe quiso hablar con Max de un asunto personal.
—Como estamos a principios de septiembre, me gustaría poder compatibilizar el trabajo en el centro con la continuación de mis estudios de Veterinaria. Eso me haría muy feliz y además nos beneficiaríamos todos, ya que podría aplicar aquí lo que fuera aprendiendo. ¿Cómo lo ves? —Aunque Zoe se lo había planteado como una pregunta, no tenía ninguna duda de que lo aprobaría.
Max respondió al segundo.
—Imposible, Zoe —se expresó con firmeza—. En estos momentos y en pleno arranque del proyecto, nada te puede despistar de tu principal cometido. Piensa que a primeros de diciembre vendrán las primeras enfermeras a ser entrenadas en el manejo de sus futuros perros, y necesitaremos material escrito que les sirva de estudio. Para entonces tendrías que tener preparada una docena de perros, aquellos que te ofrezcan más garantías de docilidad y buen carácter, si no queremos hacerles perder el tiempo. Eso significa que vas a tener muchísimo trabajo desde ya, y no puedo permitir que faltes. Y por si fuera poco, me he comprometido a tener al menos veinte perros perfectamente entrenados para el desfile de celebración del quinto aniversario de la República, el próximo catorce de abril. No permitiré un solo fallo; nos jugamos nuestra imagen. —Zoe estaba recibiendo sus comentarios desde la desolación de ver retrasado su sueño, pero entendía su postura—. Confío en ti, así que dejo en tus manos el centro, pero quiero resultados —concluyó Max—. Y ahora, vamos a ver esa moto.
La motocicleta, una BMW R11, tenía un poderoso motor de setecientos cincuenta centímetros cúbicos transversal a su eje, y podía alcanzar una velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora. Max le explicó cómo se arrancaba, los mandos principales y dónde estaba el cambio de tres velocidades.
—A la caja de cambios de una moto hay que tratarla con suavidad y sin brusquedades. Primero has de embragar —la animó a cerrar palanca y a sincronizar la aceleración sin meter todavía una marcha—, y luego ir soltando mano coincidiendo con el aumento de aceleración. Aunque ahora te parezca difícil, en poco tiempo harás este movimiento sin darte cuenta.
Zoe se sentó en el sillón de cuero y sintió con prevención el poderoso tamaño de la moto. Probó los interruptores de luces y localizó a su derecha la palanca con las marchas.
—Ahora me pondré detrás de ti y la llevaré yo. Observa lo que hacen mis manos.
Zoe se echó un poco hacia delante y esperó a que Max se hiciera con el manillar. Le enseñó a arrancar empujando con decisión la correspondiente palanca hacia abajo, y la moto respondió con un potente rugido. Zoe escuchó el chasquido de la entrada de la marcha y al soltar embrague y acelerar sintió cómo la máquina se ponía a rodar carretera abajo.
Superadas varias cuestas y alguna que otra curva, Max le pidió que tomara el mando. Pendiente en todo momento de sus manos, le iba diciendo qué debía hacer. Ella, además de obedecer sin sentir el menor miedo, empezó a experimentar una desconocida pero grata sensación de libertad, como si no solo estuviera empezando a rodar una moto, sino su propia vida.
Se soltó la coleta cuando Max recuperó el control de la motocicleta para atravesar una zona pedregosa, y al volver a hacerse con ella gozó todavía más.