Capítulo II

Fortunate Fields

Vevey. Suiza

16 de agosto de 1935

II

Zoe no había coincidido con Luther Krugg el día de su entrevista con Dorothy, pero el resultado final de aquella la había escandalizado.

No podía entender cómo ella había terminado accediendo a venderle cincuenta perros cuando se suponía que irían a alimentar un centro con oscuras finalidades dirigido por los nazis. Dorothy se había sentido condicionada por la confianza personal que tenía en aquel veterinario, y más aún después de que este le asegurara que los perros serían entrenados para formar parte de las nuevas unidades K9 de la policía. Pero había quien sospechaba que no era cierto, y que el verdadero destino de los animales sería el de terminar convertidos en un arma más del horror nazi.

Zoe no se había atrevido a discutir aquella decisión con Dorothy por respeto a ella, pero se empezó a poner nerviosa a medida que se acercaba la fecha en la que Krugg volvería a por ellos. Sobre todo después de haber sabido por boca de un soldado del Ejército suizo con el que compartía a diario entrenamientos que en medios próximos a la inteligencia suiza se sabía que los nazis estaban desarrollando un gigantesco plan para crear la fuerza canina más poderosa de Europa.

No entendía la obcecación de Dorothy por atender a la entrega, aunque imaginaba que lo hacía más por no ir en contra de su palabra dada, algo sagrado para ella, que por estar del todo convencida. A pesar de acometer varios intentos para hacerla cambiar de opinión, de poner en ello toda su capacidad de convicción y de facilitarle incluso algunas excusas para que pudiese justificar la quiebra de su compromiso, no consiguió nada.

Sin embargo Zoe fue advirtiendo que con el paso de los días, y a causa quizá de sus súplicas, la firmeza de la mujer empezaba a presentar ciertas grietas. Pero no resultaron lo suficientemente grandes como para provocar un definitivo cambio, y por eso, cuando llegó la fatídica fecha, decidió actuar sin su permiso imaginando que a la larga no se lo tendría en cuenta.

Aquel dieciséis de agosto se había levantado extrañamente oscuro y nuboso.

Los animales llevaban dos horas metidos en una caseta alejada de las instalaciones que apenas se usaba y a oscuras, para que no se alteraran demasiado, a la espera de que viniera a por ellos el veterinario alemán.

Apareció en su coche, precediendo a un transporte de medio tonelaje. Campeón corrió a importunarle en cuanto puso un pie en el suelo. Hasta ese momento había estado paseando con Zoe por una explanada por la que tenía que pasar el alemán para acceder al chalé principal. Luther Krugg, acostumbrado a convivir con perros, lo obvió, recogió del asiento derecho unos papeles y se dirigió a buen paso hacia la puerta de entrada.

Zoe recogió a su perro y fue hacia él.

—Discúlpelo. No le suelen caer bien los extraños.

Luther observó a la mujer que le cerraba el paso, extrañado por su tono. Le calculó menos de veinticinco años, su alemán no era perfecto pero casi, vestía de un modo informal, casi modesto, y quizá por eso se fijó más en una llamativa perla que colgaba de su cuello.

—No se preocupe. Ya se sabe cómo son los perros.

Zoe le regaló una mirada poco amigable y se dio media vuelta.

Desconcertado, Luther se dirigió hacia la entrada del chalé donde Dorothy lo esperaba. Nada más saludarla, preguntó quién era aquella mujer con la que se había cruzado. Tras explicárselo, y sin entrar en demasiados detalles, su anfitriona le ofreció un café que aceptó de inmediato. Pero antes de atravesar el atrio, la curiosidad lo empujó a volver la mirada. La vio entrar en unas cuadras sin percatarse de su atención, no así su perro, que giró la cabeza.

Sentada en un sillón de su despacho, Dorothy cruzó una pierna, le asaltó una tos nerviosa, y se estiró la falda incómoda. Estudió a su interlocutor y le pareció, una vez más, buena gente. Recogió su taza vacía, la dejó sobre la mesa, tomó aire y le disparó la cuestión.

—Luther, nos conocemos desde hace años y nunca te he preguntado ciertas cosas, digamos que un poco delicadas, por respeto a tu intimidad. Pero… no sé… Creo que ha llegado el momento de saber hasta qué punto formas parte o no del entramado nazi. —No le dejó responder—. Y me gustaría saber también para qué queréis de verdad esos perros.

—Entre tú y yo: antes me cortaría las venas que adherirme a ese grupo de locos. —Dorothy suspiró algo más aliviada. Aunque se esperaba su posición, había preferido escucharlo de su boca—. Y en cuanto a tu segunda duda, he de decir que si vine hace quince días a pedirte el favor y vuelvo ahora a recoger a los perros, solo se debe a que Stauffer, al que ya conoces, me insistió tanto que tuve que aparcar un importante encargo por atenderlo. Como tuvisteis aquellos rifirrafes hace años, mi jefe no se atrevía a pedírtelo en persona y me imploró que lo hiciera por él.

—Perfecto. Pero aún no has contestado a mi pregunta.

Luther se retorció en el sillón, incómodo. No estaba seguro de qué hacer. Dorothy era americana y no tenía ninguna duda sobre su adscripción ideológica. Pero ya en la primera visita había decidido no ponerla al corriente de lo que estaban haciendo en Grünheide, ni de para qué estaba empleando a una parte de los perros, por miedo a su segura reacción. Se jugaba que denunciara internacionalmente el caso, y que Heydrich o alguno de los altos dirigentes nazis con los que últimamente trataba ataran cabos y lo relacionaran. No le faltaban ganas de hacerlo, pero pensó que, de urdir una contundente venganza contra aquellos desalmados, prefería manejarla mejor, y desde luego con más cálculo sobre su seguridad y la de su mujer, poniéndola primero a salvo.

—Seguimos adiestrándolos para abastecer las necesidades de la Policía —contestó con una verdad a medias—. Y si ahora necesitamos más es porque nos los están reclamando desde la autoridad ferroviaria para patrullar estaciones de tren y hangares. Eso es todo.

Dorothy percibió en su tono de voz algo diferente a otras veces y también le extrañó que respondiera sin mirarla a los ojos, como solía hacer. No pensó que estuviese mintiendo, pero sí que no estaba contando toda la verdad. Lejos del efecto que él esperaba bajo la aparente seguridad de sus palabras, aquella respuesta acababa de despejar en Dorothy una semana llena de dudas.

—Me tranquiliza mucho saberlo… Sí…

A escasos quinientos metros de donde estaban reunidos, Zoe salió a caballo de las cuadras de Fortunate Fields con Campeón a su lado. De camino se cruzó con un instructor, pero no le respondió a la pregunta de qué diantres hacía montando a esas horas cuando debería estar recibiendo clases. Puso al galope a su caballo y desapareció al instante por la parte trasera de un gran almacén. Cuando pocos minutos después había alcanzado la caseta donde se guardaban los perros, miró hacia los lados para asegurarse de actuar sin testigos, descabalgó y se dirigió a Campeón.

—Me vas a tener que ayudar, y mucho, a partir de este momento. —Sacó del bolsillo un trozo de panceta seca que revolucionó al perro nada más verla—. Si me obedeces en todo momento será tuya.

Zoe observó el entorno del refugio canino y se sintió un poco acobardada ante lo que pretendía hacer.

Liberar a los perros de su encierro era sencillo, solo tenía que abrir la puerta y dejar que se fueran. Pero con ello no se garantizaba salvarlos de su incierto destino, pues podían ser recogidos sin demasiados problemas para terminar llevándoselos a Alemania. Lo que había pensado era mucho más difícil y requería una estrecha y decidida colaboración por parte de Campeón.

Cuando abrió el portalón, además de hacer chirriar sus goznes, desencadenó un coro de ladridos que de inmediato trató de sofocar. En un solo minuto tenía a su alrededor medio centenar de pastores alemanes muy jóvenes, todos cachorros, con más ganas de jugar que otra cosa. Zoe tiró de la correa de Campeón forzándolo a abandonar el olfateo de hocicos y traseros al que estaba dedicado en cuerpo y alma, y le habló.

—Como eres el mayor de todos, en cuanto salgamos afuera quiero que los reúnas y me sigáis a toda carrera. —Campeón miró a los cachorros y, sin entender sus órdenes, se propuso hacer lo que le mandara.

Zoe caminó entre ellos repitiendo los mismos movimientos que había visto hacer a las perras en su casa de Salamanca cuando parían, para atraerse la atención de sus crías. Tardaron en entender lo que quería.

A pesar de la prisa que llevaba y con el miedo a que apareciera en cualquier momento Dorothy junto al veterinario alemán, insistió una y otra vez con aquellos gestos y movimientos hasta que captó su atención y comprobó que la seguían allá donde se movía. Justo cuando decidió que había llegado el momento de abordar la parte más delicada de su plan, el portón se cerró por efecto del aire y la caseta quedó a oscuras. Zoe maldijo aquel contratiempo y buscó a tientas la salida. Tropezó aparatosamente con una pila de piedra y rodó por el suelo. Para empeorar aún más las cosas, cuando trataba de levantarse se golpeó la frente con algún objeto afilado y al segundo notó cómo el corte se cubría de sangre.

Localizó finalmente la madera del portón y la empujó. Devuelta la luz al interior, los cachorros se unieron a ella saliendo en tropel de la caseta. Fue entonces cuando Zoe miró fijamente a Campeón y le señaló a los perros, y dibujó imaginarios círculos con el dedo. El perro corrió a por ellos guiado por el instinto, y los rodeó al instante con intimidatorios ladridos. Ella buscó al caballo, lo montó y, con una mano en las riendas y la atención puesta en sus espaldas, se atrajo la atención del improvisado rebaño perruno y los hizo caminar al paso de su montura.

Para no tener que atravesar por la parte más descubierta de la finca, planeó un rodeo a través de un bosque que recorría la cara norte de Fortunate Fields, lo que complicaría la unión del grupo, pero no le quedaba otra alternativa.

Aprovechó el buen trabajo de Campeón, asombrada de lo bien que lo estaba haciendo, para acelerar el paso del caballo con idea de buscar lo antes posible el abrigo y escondite de los árboles. Los perros parecían felices corriendo detrás de ella, formando un curioso grupo que flanqueaba Campeón a toda velocidad yendo y viniendo entre ellos.

Cuando se adentraron en la arboleda solo se le habían despistado un par de perros. El grueso de la improvisada camada seguía unida con la mirada puesta en los cascos del animal y en aquella mujer que se había convertido en su nueva guía. Zoe suspiró algo más tranquila al ser consciente de que había superado la parte más complicada de su plan. Ahora solo tenía que esconderlos.

En Fortunate Fields, Luther y Dorothy abandonaron el despacho después de haber compartido una larga charla sobre los esquemas de selección que estaba aplicando el alemán en Grünheide, un tema de gran interés para Dorothy, que era consciente de la elevada preparación técnica que poseía el veterinario.

Después de saber dónde debían recoger a los perros, Luther ordenó al conductor del camión que lo acercara para facilitar la carga. Caminaron por la verde pradera hasta la caseta, en silencio y perdidos en sus pensamientos. Dorothy estaba arrepentida de lo que iba a hacer, pero no sabía cómo salir del atolladero. Y él estaba dándole vueltas a algo que no tenía nada que ver con aquel lugar; qué estrategia iba a seguir para recomponer aquel perro bullenbeisser que le habían encargado. Por eso, ni uno ni otro se dieron cuenta de que el portón estaba abierto hasta que lo tuvieron enfrente de sus narices.

—¿Y los perros? —Luther metió la cabeza en la caseta.

—¿Pero qué ha podido pasar? ¿Cómo no van a estar?

Dorothy supuso que se habrían escapado debido a un fallo en el cierre. Rodeó primero el recinto y exploró después por los alrededores, sin encontrar una sola pista de ellos. Hasta que cansada de buscar y buscar, le pareció ver a uno en mitad de una hondonada y a cierta distancia de donde estaban.

El alemán, que se había quedado a las puertas del chamizo, desconcertado por la pérdida de los animales, de repente descubrió algo que llamó su atención sobre la paja, a pocos centímetros de la entrada. Lo recogió y se lo guardó en un bolsillo.

La teoría de Dorothy, basada en un tonto accidente, no se terminaba de sujetar cuando dos horas después solo habían localizado a dos cachorros, de los cincuenta que según ella andarían vagando por los alrededores. Así lo veía Luther. Sencillamente no le cuadraba.

A escasos metros del aparcamiento, Dorothy seguía tratando de convencerlo.

—Si se han escapado, aparecerán. Es solo cuestión de tiempo.

—Del que no dispongo —contestó él con expresión contrariada.

—Si tuviese más cachorros te los cambiaba ahora mismo. Aunque me temo que eso no va a ser posible. Lo siento. Tendrás que esperar a que los reunamos para enviártelos más adelante, o si no, a la nueva paridera.

—Dorothy… Todo esto está siendo muy lamentable.

Luther estaba seguro de su buena fe, la conocía. Pero no tanto de la de su personal. De hecho, a esas alturas no tenía ninguna duda de que la desaparición no había sido fortuita. Pero prefirió dejarlo como estaba. Al fin y al cabo, a él no le urgía reunir más perros en Grünheide, solo a Stauffer.

A un solo paso del coche, a Dorothy le extrañó el repentino interés que mostró el alemán por despedirse de Zoe, refiriéndose a ella como: «aquella interesante joven con la que me crucé a mi llegada».

Los empleados que la buscaron en su habitación, en los parques de entrenamiento, en los almacenes y hasta en la zona de enfermería no dieron con ella.

—No pierdas más tiempo, Luther. Fortunate Fields es demasiado grande, y si todavía no la han encontrado, puede que no lo consigan en un buen rato. Descuida, que le trasladaré tu despedida.

Antes de abandonar definitivamente la finca, cuando el coche de Luther enfilaba la última recta antes de alcanzar los arcos de entrada, la vio trotando a caballo con su perro a escasos cincuenta metros de distancia. Tocó el claxon y se detuvo. Zoe, advertida por sus gestos, se dirigió hacia él con el corazón acelerado. Acababa de dejar a cuarenta y ocho cachorros en las instalaciones de la vecina finca también propiedad de Dorothy, donde se entrenaban los perros guía para ciegos.

—¿Ya se va? —Ella jugueteó con un rizo de su pelo.

—Sí, pero me alegro de haberme cruzado con usted antes, al menos para despedirme. Como ve, me vuelvo sin los perros que vine a buscar.

—¿Podría saber por qué? —Zoe se esforzó para que no le temblara la voz.

—Cómo no. Sencillamente porque han desaparecido. ¿Usted se lo explica?

—No… No tenía ni idea…

Se sintió tan incómoda y tensa que buscó su perla de forma inconsciente. Pero al echarse la mano al pecho se dio cuenta de que no la tenía. Recordó la caída cuando estaba sacando los perros de la caseta y dedujo dónde la había perdido. Se le enrojecieron las mejillas de golpe y musitó un «buen viaje», que sonó ahogado.

Luther, al poner el coche en marcha y a punto de irse, le dijo:

—No entiendo por qué lo ha hecho, pero si alguna vez nos volvemos a cruzar, me gustaría saberlo. Que tenga un feliz día. Aufwiedersehen.