Capítulo XX

Hospital de la Cruz Roja

Calle de Pablo Iglesias

Madrid

25 de junio de 1935

XX

Tres semanas después de su intento de violación, Zoe seguía atemorizada.

Cada vez que se cruzaba con un hombre que la miraba de forma excesiva, le temblaban las piernas. En casa, la relación con Rosa se había vuelto incomodísima, sobre todo desde que había sabido que a su novio le podían caer dos años de prisión. Y a todo eso había que sumar la gesta de vivir con algo más de treinta pesetas al mes: un ejercicio casi imposible.

La ropa le venía cada vez más grande y los días se sucedían duros y anodinos.

Los pacientes del hospital, aunque ella no lo sabía, no pensaban lo mismo cada vez que la veían aparecer, y hasta alguno se preguntaba de dónde había salido aquel ser de bata azul, zapatos desgastados y un alma tan grande. Pero ella no lo veía así. Ahogada por las contrariedades, le tocó asumir que los tiempos en su vida venían marcados, y que poco más le quedaba por hacer salvo seguir limpiando cuerpos malogrados, escuchar los lamentos de unos y otros, o adecentar unos baños que recogían a diario grandes dosis de inmundicia, dolor y enfermedad.

Por lo menos ahora tenía a Campeón.

Aquel día, a punto de terminar su turno, decidió adelantar su salida. Recogió sus cosas de la taquilla, buscó la calle y allí lo vio, tumbado en el suelo y hecho un ovillo.

—Ven conmigo, corre…

El perro saltó de alegría, con un batir de cola tan intenso que parecía no haberla visto en años. Zoe soltó la correa de la farola donde lo tenía atado y se la envolvió en la mano dándole dos vueltas. Miró a la calle con expresión vacía y empezó a caminar.

—¡Espere un momento!

Zoe se volvió para ver quién le hablaba. Se trataba de Max Wiss.

—Perdone, pero tengo prisa —mintió, para evitar hablar con él.

—Le ruego que espere, por favor. —El hombre dio dos zancadas para ponerse a su altura y miró al perro—. Dígame solo una cosa, ¿es suyo?

—Sí, claro.

Se agachó a acariciarlo. Campeón, además de recibirlo encantado, reconoció su azulada mirada de otras ocasiones que se había parado a estar con él. Aquel hombre le había transmitido buenas vibraciones desde el primer día. Le olfateó la mano y las rodillas.

—¡Menuda sorpresa! O sea, que eres tú la dueña…

Zoe asintió con la cabeza sin saber a qué venía todo aquello, y su desconcierto aumentó todavía más cuando el hombre se agachó para hablar con el perro.

—Llevo tiempo viéndote por aquí, esperando horas y horas, y me había preguntado cien veces quién te habría enseñado a tener tanta paciencia, a estar tan tranquilo, solo y sin molestar a nadie.

Zoe no supo qué decir.

—¿Cómo lo consigue? —Miró a Zoe.

—Lo he acostumbrado a ello. No es el primer perro que tengo y creo conocer algunas claves para que te obedezcan. Al principio le daba un pequeño premio, pero después no hizo falta. Aunque es cierto que ellos también ayudan cuando tienen buen carácter, como es el caso de Campeón. —Le rascó una oreja con cariño.

—De mi último viaje a Suiza —le explicó el hombre—, me volví con dos cachorros de pastor alemán de tres meses, con idea de que fueran los primeros perros con los que empezar mi proyecto con la Cruz Roja. Los recogí cerca de la ciudad de Vevey, en un centro canino muy especial. De momento seguirán conmigo un tiempo hasta poder juntarlos con los otros veinte que irán llegando en los próximos meses, a la espera de tener bien entrenado al responsable de la nueva unidad.

Zoe no entendía a dónde quería llegar, pero le trasladó su opinión.

—Aunque habrá pasado algo más de mes y medio desde que me entrevistó, sigo pensando que me hubiera encantado ser su elegida.

—No imaginaba que lo deseara tanto… —Se rascó la barbilla—. Pero, verá, quizá estemos a tiempo de ponerla de nuevo a prueba.

—¿Lo dice en serio? —A Zoe le empezaron a temblar las piernas, y con los nervios también un párpado. Aquello no podía ser verdad—. No sé qué decir…, o sí. ¡Gracias!

—Lo digo completamente en serio. Pero ha de constarle que el principal responsable de mi cambio de parecer ha sido él. —Señaló a Campeón—. Porque, si usted es capaz de conseguir que un perro se comporte como lo hace este todos los días, considero que se merece otra oportunidad. —Le sonrió.

—Y ¿qué he de hacer? —preguntó inquieta.

—Venga a mi casa esta tarde. Tendrá que superar una prueba con los cachorros suizos. Su oponente ya la ha hecho. Valoraré si es capaz de mejorar sus resultados.

Sacó una tarjeta de visita de su cartera, se despidió y retomó su camino.

Zoe tardó unos minutos en poder reaccionar.

No se lo podía creer. Miró a Campeón regalándole una dosis extra de caricias.

—El día que mi hermano te dejó en casa, estaba lejos de imaginar lo que podías llega a influir en mi vida. —Con la lengua colgando y la cola barriendo el aire, Campeón centró su mirada en los ojos de aquella mujer con la que se sentía cada día mejor—. Me defendiste de aquel desgraciado, me ofreces a diario una dosis gratuita de alegría, eres mejor compañía que muchas personas, y hoy me acabas de colocar enfrente de una puerta que creía cerrada para mí. ¿Sabes una cosa, Campeón? —Al escuchar su nombre, sumó sus caderas al bamboleo de rabo—. Te estás haciendo querer. —Buscó en el bolso una galleta enorme a ojos del perro, que se la devoró en décimas de segundo a la espera de más.

Cuando aquella tarde Zoe entró en la cocina del piso de Max, atendiendo las indicaciones de su mayordomo, la luz de media tarde iluminaba con suficiente generosidad un improvisado circuito de obstáculos repartidos por el suelo, que no eran otra cosa que dos viejas cacerolas, varias macetas y unos gruesos y largos cordones de cortina que limitaban un sinuoso recorrido. Mientras esperaba al dueño de aquel enorme piso de la calle Maldonado, trató de combatir su estado de ansiedad estudiando la distribución de los elementos del circuito de un modo casi obsesivo, intentando adelantarse a lo que le pudiera pedir. Le iba tanto en ello que se había pasado más de dos horas en casa de Rosa ensayando con Campeón diferentes juegos y técnicas con el fin de conseguir su concentración y disciplina, aunque no le había ido tan bien como hubiera deseado. Su relación con los perros se basaba en la experiencia de haber vivido con ellos muchos años y en su propia intuición, porque la técnica para adiestrarlos ni la había aprendido ni la conocía.

—Zoe, gracias por tu puntualidad; un detalle importante para un suizo.

La voz de Max hizo que se volviera, pero su mirada se dirigió hacia los dos maravillosos cachorros que entraron a la vez que él. Los animales corrieron a su encuentro algo patosos, y ella los recibió en cuclillas acariciándolos a dos manos.

—¡Hola, chicos! Pero mira que sois bonitos. ¿Cómo se llaman?

—Tic y Toc. La culpa la tuvo el reloj de cuco del salón, al sonar de fondo cuando lo estábamos decidiendo Erika, mi mujer, y yo. —Se agachó para agarrar al que estaba más gordo—. Este es Toc, el más tranquilo. Tienen cuatro meses recién cumplidos, y por tanto lo único que les gusta es jugar.

Los perros, atraídos por los insólitos objetos repartidos por el suelo, fueron a husmear, mientras Max ayudaba a incorporarse a Zoe tendiéndole una mano.

—Bueno, le explico el ejercicio para no hacerla esperar. —Se percató de su rictus—. Emplee todo el tiempo que necesite para familiarizarse con ellos, no tenga prisa. La dejaré sola. Pero en cuanto crea que se ha ganado su confianza y vea que la obedecen, tendrá que hacerlos recorrer ese circuito en el menor tiempo posible y sin que se salgan de los dos cordones. Registraré su tiempo. ¿Tiene alguna duda?

—Ninguna. Me pongo a ello.

Max cerró la puerta de la cocina siendo consciente de la dificultad de la prueba. Los perros eran demasiado pequeños y todavía se distraían con todo, lo que sin duda tendría en cuenta, porque en realidad lo que buscaba era ver cómo se iba a comunicar con ellos y qué medios emplearía para que la obedecieran.

No había pasado ni media hora cuando Zoe le avisó que ya estaba preparada.

Asombrado por su rapidez, se sentó en una silla, contó hasta tres y puso su cronómetro en marcha. Zoe, sin hablar, se atrajo la atención de los dos cachorros mostrándoles un trozo de pan que había encontrado sobre una repisa de la cocina. Adelantada a ellos empezó a recorrer de espaldas el circuito unas veces enseñándoselo y otras cerrando la mano para no crearles demasiada ansiedad. Cuando uno de ellos parecía que se iba a salir de su carril, le lanzaba un dedo amenazador a la vez que fruncía la mirada para advertirle. En un momento dado, como a mitad de camino, partió el trozo de pan y se lo dio a comer, acariciándoles la cabeza armada de su mejor sonrisa. Los dos cachorros parecían haber memorizado sus expresiones faciales porque hasta el momento respondían como ella quería.

Siguió arrastrando los pies por el siguiente tramo, donde la dificultad aumentaba; los perros tenían que saltar por encima de unos maceteros vacíos y alargados y girar a la izquierda, con muy poco ángulo, para terminar enfilando la última parte. Toc se negó a seguir cuando se enfrentó al que le tocaba y se sentó a descansar, mientras Tic, que lo había superado sin problemas, se encontraba a un paso de llegar al final. Zoe lo esperó al otro lado de un largo cucharón que hacía de línea de meta, y al atravesarlo le regaló el resto de pan que le correspondía, felicitándolo efusivamente.

Mientras volvía a por Toc miró de refilón a Max sin poder identificar en su expresión nada que le hiciera adivinar qué impresión estaba produciéndole. Era consciente de que aquel cachorro podía ser la llave que abriera la puerta de un trabajo maravilloso, y con ello el final de sus agobios económicos, o al revés. Se inquietó tanto al pensarlo que lo tradujo en un temblequeo de manos imposible de evitar. Cuando las dirigía por encima del macetero con el pan para atraerse la atención del perro, la mirada de Toc las seguía, pero en el momento que desaparecían al otro lado del obstáculo perdía todo interés, se tumbaba apoyando la cabeza sobre sus patas, o se ponía a bostezar aburrido.

Max contemplaba la situación con una sonrisa, sin que la respuesta del perro le preocupara tanto como la de Zoe. Porque hacía solo dos semanas había tenido que despedir a su primer seleccionado al descubrir en él una excesiva severidad con los perros, severidad que rozaba la violencia. Una actitud que lo descartaba de inmediato, y un detalle que no había contado a Zoe para no ponerla en sobre aviso. Además de ella, disponía de un segundo candidato que también le gustaba. Pero en aquel preciso momento y con Toc rebelde, le interesaba mucho ver cómo resolvía aquella dificultad.

Zoe se dio cuenta de que tenía que cambiar de táctica, pero no se le ocurría nada. Realizó en persona el mismo movimiento que esperaba en el perro, para que lo imitara, pero no consiguió que Toc moviera una sola pata. Se empezó a inquietar. Probó de nuevo con el pan, y nada.

—Es algo cabezón —intervino Max—. Si quiere, dejamos la prueba aquí.

—No… No he terminado todavía.

Consciente de lo mucho que se jugaba, no estaba dispuesta a dejar pasar una oportunidad como aquella. Buscó la perla que colgaba de su cuello, pensó en su madre y se relajó jugueteando con ella entre los dedos. Poco a poco se fue tranquilizando, hasta que de repente le llegó a la nariz un olor a carne guisada. Localizó su origen en una cacerola al fuego, fue hacia ella, para desconcierto de Max, le pidió permiso mientras abría la tapa, y al obtenerlo sacó un pequeño trozo de carne con ayuda de un tenedor. Su aroma revolucionó a Toc de tal modo que no solo saltó el obstáculo, sino que corrió hasta la meta con una agilidad desconocida. En ese momento Max apagó el cronómetro y decidió que Zoe era la persona que necesitaba, pero no se lo dijo, tan solo destacó el poco tiempo que había necesitado, su iniciativa, la capacidad de resolver problemas complejos y algo que le había llamado especialmente la atención: cómo había dirigido a los animales sin abrir la boca, solo con estímulos y gestos.

—¿Entonces…?

—Reconozco que me ha sorprendido gratamente, pero me gustaría saber algo más de usted. ¿Me acompaña a mi despacho?

Después de dos horas y media de entrevista, de haberse visto asaeteada a preguntas y más preguntas, unas en francés y el resto en alemán, y con el agotamiento de todo un día de trabajo sobre sus espaldas, cuando le vio cerrar la carpeta en la que había tomado notas, a pesar de los nervios que en ese momento tenía, se sintió aliviada.

Max la miró a los ojos, carraspeó, y después de agradecerle su paciencia y el tiempo que le había robado, le acercó un papel y una pluma.

—Esta es una solicitud de admisión a la Cruz Roja. Le ruego que la firme, me encantaría tenerla desde hoy en mi proyecto.

Profundamente emocionada y con una sonrisa que no le entraba en la cara después de rubricar aquel papel, escuchó a partir de entonces los planes que tenía previstos para su inmediata integración. Las piernas le temblaban. Tendría que viajar a Suiza en menos de una semana para aprender las técnicas de adiestramiento en el mismo centro donde habían nacido Tic y Toc, en una finca llamada Fortunate Fields, en Vevey. Y a su vuelta, después de firmar el contrato con la Cruz Roja, le esperarían los veintidós primeros perros con los que empezaría a aplicar lo aprendido. Y además, le pagarían trescientas pesetas mensuales.

Desde aquella maravillosa tarde, todo fue tan rápido como excitante. En una sola semana había preparado la maleta con todos sus vestidos y algo de abrigo, porque, según palabras de Max, a pesar de estar en julio seguía haciendo frío en Suiza; estaba empezando a difuminarse en su cabeza la penosa experiencia vivida en aquella pensión, y su futuro parecía brillar con más luz que el intenso sol que caracterizaba a aquel tórrido mes.

Una semana después, un coche la esperaba en el portal de una casa que iba a abandonar para siempre. Rosa lloró por fuera, pero se alegró por dentro. Con Zoe fuera de su vida, perdía las setenta pesetas que le pagaba cada mes, pero se olvidaba también de aquel chucho al que no tenía ningún aprecio, y evitaba que su novio la siguiera riñendo por tenerla todavía en casa. Max había aceptado que se llevara al perro a Suiza, y Mario estaba a la espera de que sus compañeros de sindicato terminaran de preparar un recurso a su sentencia, según le habían prometido en la primera visita a prisión.

Se abrazaron una última vez, y Zoe se comprometió a hacerle llegar su nueva dirección en cuanto la supiera.

Julia y Oskar se habían ofrecido a llevarla hasta el aeropuerto aprovechando la coincidencia de un viaje que tenía que hacer él a Berlín, ese mismo dos de julio.

Vuelta de espaldas, desde el sillón del acompañante, Julia sonrió feliz. Comprobó que su mejor amiga por fin le había dado un poco de color a sus labios y mejillas, algo difícil de ver últimamente, y que su vestido le sentaba perfecto.

—Hoy es el primer día desde hace más de ocho meses que reconozco a la Zoe de siempre.

Oskar arrancó el vehículo y escuchó cómo tenía que hacer para salir de aquel laberinto de calles en dirección al aeropuerto. Al girar en la primera esquina Zoe no pudo evitar que se le escapara una lágrima. En aquel barrio se dejaba una parte de su vida, con momentos amargos, pero también enriquecedores. Porque allí había descubierto la naturaleza humana en toda su crudeza. Se había cruzado con personas cuyos principios y comportamientos atentaban contra cualquier norma establecida, y había aprendido que la vida en sus calles se regía por la picardía, el engaño y el instinto de supervivencia. Pero también allí había crecido como persona, en una sucia y abandonada barriada, con cien pesetas al mes y un trabajo que al final le había dado mucho más de lo que nunca se hubiera podido imaginar.

A ninguno de los dos se les ocurrió hacer el menor comentario mientras la veían saludar a unos y a otros porque respetaron su momento de emoción.

Al salir del barrio, Julia se volvió para hablar.

—Bueno, ya no puedo aguantarme más. Tenemos una gran noticia. Acaban de ascender a Oskar a capitán de la Luftwaffe, y además le han ofrecido un trabajo asociado a la agregaduría militar de la embajada, que sin restarle demasiado tiempo lo atará a España unos meses más. —Su mirada se inundó de alegría.

—Enhorabuena por tu nueva graduación. ¿A partir de ahora tendremos que llamarte hauptmann Stulz en vez de Oskar? —Zoe ironizó sin maldad, encantada por su amiga—. ¿Y esa nueva actividad en la embajada te va a permitir volar?

—Como Julia dice, es un trabajo que de vez en cuando puede requerir un poco de dedicación, como también algún que otro viaje a Berlín, pero estamos contentísimos. Y con relación a tu pregunta, si lo he aceptado es precisamente porque me permite seguir como instructor de aviación y volar.

Llegaron a la entrada del aeropuerto, aparcaron en una zona especial para uso de clientes, y al bajar del coche escucharon por los altavoces el anuncio de la llegada del vuelo de Ginebra, con el que volaría Zoe a la ciudad helvética. Como Campeón iba a tener que viajar en la bodega y los trámites llevaban su tiempo, se apresuró a entrar en el edificio.

Oskar sacó las dos maletas de Zoe y después la suya, y se cargó al hombro una funda alargada de piel en forma de arco.

—¿Vas a trabajar con eso? —Zoe miró el bulto, suponiendo lo que era.

—Bueno, sí y no —contestó, mientras hacía venir a un mozo para que se hiciera con el resto de los bultos—. Voy a Karinhall.

—¿Karinhall? —Zoe no había escuchado nunca aquel nombre—. ¿Debería conocerlo?

Oskar titubeó antes de explicarse. En su interior lamentó haberlo mencionado sin habérselo pensado mejor, entre otras cosas porque no se lo había contado a su novia.

—Primera noticia —intervino Julia un tanto extrañada.

—Bueno, digamos que es… como si se tratase de… Bueno, es como una gran finca de caza a la que acudo con alguna frecuencia…

—¿De tu propiedad?

—No, qué va… Es de un amigo.

Sentada en el asiento del avión, después de haberse despedido cien veces de Julia y de comprobar que Campeón se había quedado tranquilo en el cajón donde se lo habían llevado, superó su primer despegue algo mareada. Aunque la cosa empeoró durante el vuelo al cruzarse con una complicada tormenta. Soportó medio vuelo con los ojos cerrados y las manos aferradas a los reposabrazos, y solo cuando el avión pudo recuperar la estabilidad y ella su estado normal, sacó de su bolso tres cuartillas de papel.

En los últimos días no había tenido tiempo de escribir ni unas breves palabras a su padre para ponerle al corriente de su increíble noticia, ni tampoco a Andrés para advertirle de que no volviera a por su perro. Por lo que decidió aprovechar el viaje, aunque tuviera que franquearlas en Suiza. A las dos cartas iba a sumar una tercera que haría llegar a Anselmo a través de Bruni. Recordó la petición que le había hecho en casa de Gordón Ordás a cambio de interesarse por la situación penal de su padre, y le pareció que Oskar era un buen candidato. Dado su nuevo encargo dentro de la embajada, a su anterior trabajo como militar y piloto le añadía un tinte político que no le gustaba nada, pensando en su amiga Julia.

Se desabrochó el cinturón de seguridad, cruzó las piernas, sacó del bolso una estilográfica, bajó la mesita adosada al asiento delantero y escribió las dos primeras líneas:

«Querido padre, lo que a continuación te voy a contar sí ha sucedido, aunque todavía me parece un sueño…»

Dejó la pluma sobre la mesita y miró por la ventanilla. La simple contemplación de la alfombra de nubes que parecían hacer flotar al avión desencadenó un respingo de placer en ella. Nunca había volado ni tampoco había salido de España, pero se sentía tan feliz que cualquier detalle le parecía maravilloso: desde el uniforme de la tripulación hasta el mal café que le acababan de dar.

Aquel avión dejaba atrás muchas sombras de su pasado: un marido infiel, un tiempo de miseria e incertidumbre, una horrenda humillación y la amarga impotencia de no haber podido hacer todavía nada por su padre. Pero también viajaba con ella un leal y recién descubierto Campeón, junto con un torrente de nuevos sueños.

Eran la cara y la cruz de su vida, de una vida que finalmente se iba a llenar de nuevas emociones y retos. Sobrevolaba los majestuosos Alpes cuando se imaginó rodeada de aquellas maravillosas criaturas que de forma desinteresada terminaban convirtiéndose, para heridos y moribundos, en una especie de última esperanza a cuatro patas, lengua rosada y mirada brillante.

Y se sintió feliz.