Castillo de Wewelsburg
Valle del río Alme. Alemania
14 de junio de 1935
XVIII |
Heinrich Himmler, a solo una hora de que comenzara la selecta cena con sus treinta comensales, eligió a tres de ellos para que fueran los primeros en conocer su más secreto recinto dentro del remodelado castillo de Wewelsburg: la cripta subterránea.
Antes ya había recorrido el resto del castillo con todos sus invitados, sus doce SS-gruppenführer y esposas, pero ahora, para explicar qué significados escondía aquella sala circular bajo tierra, solo lo acompañaban Hermann Göring, Reinhard Heydrich y su reverenciado e íntimo colaborador Karl María Willigut. A este último se le conocía más por el seudónimo de Weisthor, «el sabio Thor», que por su nombre, y era el verdadero inspirador de aquel increíble sueño enclavado sobre una poderosa colina. Serían por tanto los únicos que en esa noche pondrían un pie en el sanctasanctórum que Himmler y Weisthor habían previsto para reunir y gobernar el prometedor destino de las SS a través de sus doce generales, sus más incorruptibles, valerosos y nobles caballeros.
La planta inmediatamente superior a la cripta, la gruppenführersaal que acababan de atravesar y donde se celebraría la cena, era un simbólico prólogo del descenso a la tierra, de la energía que en ella se contenía. Decorada con doce columnas, sus paredes estaban ornamentadas con un conjunto de frescos que recordaban algunas de las más conocidas escenas de la mitología nórdica. Y el suelo de mármol representaba en su centro una rueda solar de la que surgían doce rayos, los doce dioses nórdicos, con la forma de las runas sig propias de las SS.
Himmler, emocionado, les hizo una breve introducción sobre lo que iban a ver.
—Este castillo es el único en Alemania de planta triangular. El torreón en el que estamos, en su vértice norte, simboliza una punta de flecha que cortaría el eje este-oeste, en recuerdo de la lanza de Longinus. —Miró a un Weisthor henchido de complicidad. De él había aprendido los significados ocultos de las teorías irministas, teorías que recorrían los orígenes de la tierra y viajaban a tiempos antiquísimos, donde, según ellos, el mundo solo estaba poblado por gigantes, enanos y germanos con una sabiduría sobrenatural—. La cripta subterránea, a la que vamos a entrar ahora mismo, la llamamos walhalla, la denominación de la famosa morada del dios Odín, y servirá de destino final para nuestros más valerosos guerreros arios. En ella afrontarán la definitiva batalla, el «ragnarok», el enfrentamiento final entre las fuerzas del bien y del mal.
Entraron uno a uno en un espacio abovedado con una esvástica de brazos torneados en su punto más alto. En el centro había una especie de fosa destinada a mantener un fuego vivo, y al pie de sus paredes curvas se apoyaban doce pequeños bancos de piedra.
Göring atendía a sus palabras sin salir de su asombro. Las excentricidades y rarezas de su compañero de poder eran conocidas por todos, pero aquello sobrepasaba todo precedente.
Weisthor tomó la palabra.
—En mis viajes mentales por el futuro, he podido ver este enclave como el bastión de la batalla que se librará entre el oeste y el este. La misma que ya se cantaba en la vieja leyenda de La batalla del abedul; la que ganaremos nosotros. El templo en el que estamos, por su especial ubicación en el epicentro de unas potentes fuerzas telúricas, armará a los nuevos guerreros con la energía necesaria para conseguirlo. Y lo hemos constituido como templo porque, en el postrer momento de sus vidas, recibirá sus huesos en doce urnas alojadas en aquellas cavidades. —Las fue señalando con el dedo, ante la exultante satisfacción de Himmler—. Habiéndose quemado antes sus escudos de armas en ceremonia solemne, ahí en el centro.
El esoterismo de Weisthor alcanzaba cotas difícilmente imaginables. Desde su despacho en Berlín, en la Hauptamt Persönlicher Stab Reichsführer-SS, la oficina de asesores personales de Himmler, había confeccionado un entrenamiento específico basado en el significado y conocimiento de las runas para la formación de los oficiales de alto rango de las SS. Junto con Hermann Wirth, como organizador de la sociedad Ahnenerbe, habían establecido también un sistema de mantras que les hacían aprender y repetir, con objeto de que esos sonidos ocuparan sus mentes para despejarlas de pensamientos improductivos. Y la última aportación que había hecho a tan extraña causa consistía en un anillo de plata con una calavera y cuatro runas diferentes que denominó totenkopfring, anillo que sería entregado solo a aquellos individuos que demostrasen la más elevada disciplina y valor, con la condición de que a su muerte fueran devueltos a Wewelsburg para ser destruidos en su cripta.
—Este castillo es en sí mismo un gran símbolo en piedra —continuó Himmler—. Fue construido en el siglo XVII siguiendo las reglas del número áurico, aunque sus orígenes parece que se remontan al siglo XII. Su orientación norte nos traslada a la mítica Thule, tierra natal de nuestra raza aria. Como habréis visto, en su decoración, nombres de habitaciones y salas de lectura, y ornamentos, he tratado de rendir un homenaje a la vida y gestas de los principales héroes de nuestro patrimonio histórico. Por eso, la mejor cámara del castillo, dedicada a Friedich Barbarossa, está reservada para nuestro Führer. Vosotros dormiréis en la de Otton el Grande y en la de Friedich Hohenstauffen, y yo lo haré en la del rey Heinrich I, el Pajarero, nuestro primer monarca germánico.
Siguió explicándoles que los demás nombres que habían elegido para el resto de dependencias los transportarían a los más grandes misterios del pasado, como por ejemplo la sala del Grial o la del Rey Arturo. Otras, a pasados épicos fabulosos como los que habían protagonizado los miembros de la Orden Teutónica, o el mismo Cristóbal Colón.
Göring, que ya había tomado posesión de la suya, la de Otton, se había quedado impresionado por su exquisita decoración repleta de antiquísimos recordatorios de la época de aquel monarca —espadas, blasones, vestimentas y joyas—, objetos que Himmler había ido recuperando de algunos museos estatales y coleccionistas privados.
—Es especialmente interesante su completísima biblioteca —apuntó Heydrich, quien se había hecho cargo de nutrirla—. Posee doce mil volúmenes con toda nuestra historia, poesía antigua, libros de leyendas y magia. Un verdadero arsenal para cualquier estudioso de nuestros orígenes.
Göring, poco identificado con aquel compendio de recónditas teorías, preguntó a Himmler qué uso le iba a dar al castillo en términos más prácticos, mientras ascendían a la cámara superior donde esperaba el resto de comensales para dar inicio a la cena.
—Quiero convertirlo en un centro de estudios especiales, en realidad un lugar de iniciación. Dentro de nuestros SS, pretendo que acudan los mejores entre los mejores para que aquí su espíritu adquiera cotas más elevadas. Tenemos academias donde formarlos militarmente, pero hasta Wewelsburg no teníamos donde hacerlos mentalmente invencibles. Y nuestra Alemania va a necesitar a ese tipo de hombres. El conocimiento de nuestras tradiciones y valores será básico para que puedan contagiar con ese noble espíritu a todos los demás. En este castillo meditarán, bautizaremos a sus hijos, se casarán bajo los ritos antiguos, celebrarán la fiesta de la primavera, o se iniciarán en la leyenda de Agarttha y en la del Grial. Aquí investigarán sobre la India védica, y realizarán pruebas de sangre antiquísimas, como la que practicaban los caballeros medievales contra un perro enfurecido en una lucha a muerte.
Heydrich, al escuchar la última referencia canina, les recordó la visita del veterinario Luther Krugg, al que había citado para el día siguiente. La necesidad de dotarse de un perro mucho más violento que los pastores alemanes, junto a la personalidad y prestigio de aquel veterinario, interesó mucho al primer ideólogo del proyecto bullenbeisser, a Göring, cuando Heydrich le trasladó la propuesta de contar con él. Pero también al colaborador de Himmler, Wolfram von Sievers, hombre al cargo de la secretaría de la sociedad Ahnenerbe. Después de varias deliberaciones con Göring, Heydrich había elegido a este último, a Von Sievers, para dirigir la recuperación del ancestral perro, así como la supervisión directa del veterinario.
—Mañana, Von Sievers le expondrá a herr Krugg nuestros planes —apuntó Heydrich, justo antes de entrar en la gran sala y reunirse con el resto de los generales y con su mujer, Lina von Osten.
Recogió una copa de Riesling y saludó a la esposa del standartenführer Paul Hausser, máximo responsable de la escuela de oficiales de las SS, la bellísima Elisabeth Gerard. Heydrich había movido los hilos necesarios para tener a Elisabeth a su lado durante la cena, porque encabezaba la lista de mujeres con las que pretendía tener algo más que una simple amistad.
Lina, su esposa, harta de tantos deslices de su marido, a pesar de llevar solo cuatro años casados, decidió coquetear con el jovencísimo y atractivo Karl Wolff, el tercer hombre de Himmler, un oberführer que, a pesar de su menor graduación, podía presumir de tener una de las carreras más prometedoras dentro de las SS.
Luther Krugg trataba de dormir, sin conseguirlo, en un colchón demasiado blando para su espalda. Había parado en una fonda de camino a Wewelsburg. Debía entrevistarse a la mañana siguiente con un tal Wolfram von Sievers siguiendo las órdenes del gruppenführer Heydrich. Desconocía qué motivos podría haber tenido aquel indeseable para haberle hecho llegar la citación a Grünheide con dos motoristas. Pero la conversación que había mantenido inmediatamente después con su director Adolf Stauffer, en la que le manifestó su negativa a acudir a esa cita, fue casi peor.
Buscó a tientas en la mesilla su reloj de pulsera y comprobó con espanto la hora; las tres y cuarto de la madrugada. Se dio media vuelta, intentó dejar la mente en blanco, rebajó su ritmo de respiración para conseguir relajarse, pero una vez más la delicadísima conversación de aquella misma mañana con su jefe volvía a aparecer en su cabeza.
Había regresado la tarde anterior del abominable campo de Dachau en su tercera estancia, coincidiendo con el envío de la última partida de perros. Agotado por las muchas horas de conducción, no había querido pasar por el criadero. Quizá fuese la soledad del viaje lo que le había llevado a tomar una decisión o la incapacidad de presenciar más barbarie junta. Pero fuera por un motivo u otro, de vuelta de aquel maldito campo había decidido presentar su irrevocable dimisión a Stauffer. Su conciencia no le permitía seguir colaborando, directa o indirectamente, con las brutales actividades de aquellos hombres. Y menos aún después de lo que había tenido que ver uno de aquellos días, algo que superaba todos los límites de la crueldad humana. La escena se había producido en las perreras del campo, un hecho tan espantoso que apenas le había dejado dormir desde entonces. Ver cómo echaban de comer a los perros los restos humanos de los presos muertos, imaginaba que después de ser torturados, había sido demasiado para su resistencia.
Luther buscó una nueva posición en la cama con aquellas imágenes sobrevolando por su cabeza, y recordó su llegada al criadero esa misma mañana.
Había entrado en el despacho de su jefe para poner la carta de renuncia encima de la mesa. La primera reacción negativa no le había sorprendido demasiado, pero lo siguiente que hizo sí, y mucho. Sin pronunciar una sola palabra, Stauffer le había puesto en paralelo a su carta de dimisión otro documento para que lo leyera. Cuando desdobló el escrito y recorrió su contenido, entendió al instante su gravedad. Se trataba de una lista de nombres, bajo membrete de la Policía de Berlín, con fecha de 1920. Y el suyo estaba incluido. Era la famosa relación de militantes socialistas implicados en las algarabías y posterior asalto a la comisaría de Policía.
Luther nunca la había visto hasta entonces.
Stauffer, al mismo tiempo que estudiaba los efectos de aquel descubrimiento en su empleado, le recordó el despido de Isaac para evitar a los inspectores del partido. En su duermevela, Luther repasó todas y cada una de sus palabras en ese sentido, como si las escuchara de nuevo.
«Ya sabes cómo están de inquisitivos con ese tipo de asuntos. Cada dos meses pasan por aquí, y me piden una y otra vez que les asegure que vuestra ascendencia o ideología es la ortodoxa. Y no puedes engañarlos, porque entre otras cosas son unos eficacísimos rastreadores. Pueden buscar en cualquier archivo, ya sea público o privado. Y tú mismo has visto cómo tratan a sus opositores políticos. Por ese motivo un día me propuse conocer vuestros pasados, encargando a un íntimo amigo que lo hiciera por mí. Quería adelantarme a los problemas que pudieran surgir. Y de repente apareció esa lista.»
Enfrascado en tan turbulentos pensamientos, Luther sintió sed. Se levantó de la cama y buscó un vaso en el lavabo. Echó un largo trago y luego se miró en el espejo. Le habían dado las cuatro de la madrugada y su rostro reflejaba el agotamiento propio de un día demasiado largo, pero también un profundo miedo. Miedo a que Stauffer llevara a término sus amenazas de poner aquella lista en manos del partido en el caso de que no obedeciera, desde ese momento, a todas y a cada una de las órdenes que viniesen de la oficina de Heydrich o de cualquier otro dirigente nazi.
«El ambiente no está para jugarse el cuello por nadie. Sin embargo, yo lo haré siempre que cumplas con tu parte. No son tiempos de heroicidades ni de románticas lealtades.»
Esas palabras habían martilleado su conciencia mientras atravesaba media Alemania para acudir a la extraña cita en aquel castillo. Su destino acababa de quedar condicionado por aquel papel. No le quedaba otra alternativa que tragarse sus aprensiones, y de paso su ética profesional. No había otra solución para él.
Estaba atrapado.
Encendió la luz, se sentó sobre la cama y buscó en su cartera la foto de Katherine. Su vida y su destino le preocupaban menos que los de ella. Porque de ciegos sería creer que no le salpicaría su detención, en el caso de que Stauffer actuara. La simple idea de verla sufriendo por su culpa o, todavía peor, detenida y acusada por cualquier cosa que se les ocurriera le destrozaba el corazón.
Se derrumbó sobre la cama, apagó la luz y se encogió sobre sí mismo.
A la mañana siguiente Luther llegó a los pies del castillo de Wewelsburg después de superar tres controles de las SS. El salvoconducto que llevaba y sobre todo la firma de su autor le abrieron de inmediato las barreras hasta las mismísimas puertas de la fortaleza.
Apagó el motor, salió del coche y contempló la edificación impresionado por su tamaño. A juzgar por los numerosos vehículos oficiales aparcados por la zona, y sus respectivos chóferes y escoltas motorizados, dentro tenía que estar reunida la plana mayor del Partido Nazi. Caminó hacia la puerta principal, y en ese momento vio llegar a cuatro motoristas por delante de dos Mercedes con las matrículas de las SS. Desde el interior del castillo salieron casi a la vez un par de matrimonios conversando de forma distendida. Ellas se despidieron con un beso, y los hombres estrecharon sus manos mientras la portezuela del primer vehículo se abría para recibirlos. No entendía de graduaciones, pero las hojas de roble en la solapa de los oficiales le parecieron la máxima. Al pasar a su lado se le quedaron mirando haciéndole el saludo mano en alto, a lo que Luther no respondió y siguió su camino.
—¡Eh, tú! —le levantó la voz uno de ellos.
—¿Es a mí? —respondió, deteniendo sus pasos.
—Aunque no seas militar, a un saludo, un hombre contesta con otro.
—Déjalo, Kurt —intervino su mujer tirándole de la manga para que entrara en el coche, impresionada por otra parte de la buena presencia que tenía el joven.
—No, no lo dejo. ¿Se puede saber a quién buscas? —El militar se le acercó tanto que la punta de la visera quedó a escasos centímetros de la frente de Luther. La imponente presencia de aquel tipo, las dos cruces de hierro que colgaban de su pechera y la fuerza de la mano que clavó en su antebrazo provocaban respeto.
Luther se presentó.
—… y me ha citado el gruppenführer Heydrich.
—¡Pero bueno! O sea ¿que tú eres el famoso veterinario del que tanto habla Heydrich? —Su gesto se transformó por completo. Le estrechó la mano pidiéndole disculpas—. Estoy al corriente de tu trabajo y créeme que lo admiro. Por cierto, sé que hoy se te espera por aquí porque formo parte del equipo de Himmler y Von Sievers, con quien en realidad tienes la cita.
Luther se quedó callado. No dejaba de resultarle repugnante estar en boca de aquellos dirigentes, y sin saber quién tenía enfrente imaginó que debía de ser uno de gran peso. Estrechó de nuevo su mano y vio con alivio cómo se perdía en el confortable vehículo, despidiéndose amigablemente.
Al reiniciar su camino hacia la entrada de la fortaleza apareció una tercera pareja; él con idéntica graduación que los anteriores. Decidió no saludarlo para evitarse complicaciones y se plantó delante de la barrera de vigilancia.
Un soldado le preguntó a quién buscaba y al comprobar su cita lo acompañó hasta una sala de lectura que tenía por nombre Sala de los Caballeros Teutones. Se trataba de una estancia no demasiado grande, con las paredes vestidas por completo de estanterías y libros, y en el centro una larga mesa de lectura. Estaba solo.
Los altos oficiales con los que había coincidido en la entrada venían a sumarse a la tropa de indeseables que tenía que soportar últimamente, lo que no dejaba de inquietarle. La sensación de impotencia era cada vez más aguda, y el posible remedio a aquella locura tan solo era una quimera, sobre todo a partir del chantaje de su jefe. La única duda que le quedaba era saber si Stauffer sería capaz de usar en su contra los papeles que le implicaban como antiguo activista político. En otros tiempos no lo hubiera creído capaz, pero ahora quizá sí.
—Herr Krugg…
Una voz ronca y potente le hizo volverse.
—¿Ha tenido buen viaje? —El hombre, con bigotes largos y rizados, estatura media y de cuerpo más bien escurrido, sonrió sin demasiada convicción—. Soy Wolfram von Sievers.
—Excelente, señor —contestó, manteniendo las formas.
Von Sievers indicó dónde podía tomar asiento.
—Llámeme Wolfram de ahora en adelante. Espero mantener un estrecho y provechoso contacto con usted.
Luther tragó saliva sin imaginar qué lo podría justificar.
El hombre empujó dos libros desde el otro extremo de la mesa y los abrió por las señales que había dejado colocadas de antemano. De un vistazo, Luther no entendió qué tenía que ver. Wolfram tomó la palabra.
—Le hemos hecho venir hasta este castillo por motivos relacionados con su trabajo, como puede imaginar. Y para no demorar más el tema, paso a explicarle lo que queremos de usted. Necesitamos que empiece a colaborar con la fundación Ahnenerbe: una sociedad recientemente establecida dentro de las SS que persigue la investigación y enseñanza de nuestra ancestral herencia. Sus referencias profesionales son las mejores para acometer los planes que estamos ideando, y a ellas se les suma la alta opinión que sobre usted tiene nuestro gruppenführer Heydrich. Eso es más que bueno para su futuro; esté seguro de ello. Pero yendo al grano, ha de ayudarnos a cumplir un verdadero sueño, un sueño que la fundación Ahnenerbe ha adoptado desde la inspiración de nuestro líder Göring.
Luther lo escuchaba con una especie de amarga ansiedad. La poca curiosidad por conocer de qué trataba aquello estaba directamente relacionada con el seguro rechazo que le produciría. Devolvió su atención a los libros para evitar la incisiva mirada del hombre, y vio dos grabados en los que aparecían unos perros atacando a un feroz oso.
—¿Qué sabe sobre la raza de perros bullenbeisser? —inquirió Wolfram.
—Que es una raza extinguida. La estudié en la carrera, y hasta podría ser capaz de recordar algunos detalles de su fisonomía, pero no mucho más. —Señaló los dibujos de ambos libros—. ¿Son estos, verdad?
—Cierto. —Von Sievers tomó entre sus manos el ejemplar más voluminoso, buscó otra página marcada y se lo devolvió para que la mirara—. No soy hombre de circunloquios y tampoco me gusta hacer perder el tiempo a la gente, por lo que le voy a plantear lo que queremos. ¿Cuánto tiempo necesitaría para poner un perro como este en mis manos? ¿Cuánto tiempo para devolver a Alemania uno de sus animales más emblemáticos y valerosos?
Luther se quedó sin habla.
—La contestación es rápida: ninguno. Porque es imposible.
Wolfram no se inmutó con su respuesta.
—Por lo que me han contado de usted, esas palabras salen de su boca con demasiada frecuencia.
Luther tuvo que reconocérselo, pero insistió en la imposibilidad del nuevo encargo.
—No me diga que no puede, pídame todo lo que necesite, por extraño o costoso que le parezca —contrarrestó Von Sievers—. En esta sala, como en otras cuatro más que posee el castillo, hemos reunido miles y miles de libros sobre los más variados temas de nuestro pasado: cultura, religión, folclore, mitología, antiguas tradiciones, biografías de nuestros magnos antecesores. Estamos seguros de que, al igual que hemos localizado estos dos dibujos que acaba de ver, aparecerán otros trabajos con las pistas necesarias para que su actual negativa se transforme en una solución viable. Pero antes de dar cualquier paso, requerimos en usted una actitud algo más abierta.
—No digo que no sea así, pero me parece un trabajo ímprobo.
—Ya hemos puesto a un numeroso equipo de personas a buscar. No se preocupe; esa no será su tarea. En cuanto localicen cualquier referencia que pudiera serle útil, se lo haremos saber. Pero esa sería la parte más sencilla de lo que esperamos de usted. Porque nuestro principal cometido es emplear sus importantes conocimientos en genética para averiguar qué otras razas pueden haber heredado la sangre del bullenbeisser. Superada esa primera fase, tendría que elegir entre ellas cuáles son las más directas y reunir cuantos ejemplares necesitase para recomponer la raza originaria. En definitiva, se trataría de extraer los orígenes del bullenbeisser desde sus herederos. Sabemos que no es una tarea fácil, pero confiamos en su capacidad. Y como ya le he avanzado, no repararemos en invertir el dinero que sea necesario.
Luther reconoció que el enfoque podía dar resultados, y desde un ángulo científico le pareció un fascinante reto, un trabajo descomunal y lento, pero atractivo.
—Vuelvo entonces a preguntarle. ¿Cuánto tiempo necesitará para ponerme un perro como estos en mis manos?
Luther fue consciente del compromiso. Lo meditó durante unos segundos.
—Quizá no menos de diez años para empezar a tener algo.
Von Sievers se mostró completamente indignado.
—¿Se ha vuelto loco? No le estamos pidiendo que levante las pirámides de Guiza; solo que mezcle unas determinadas razas para recrear otra. Se ha de hacer en menos tiempo. No me venga con estrecheces mentales más propias de otros siglos…
Luther admitió la posibilidad de acelerar el resultado si bajaba el número de cruces para hacer, eso sí, con más dudas sobre el resultado final, como así le razonó.
—Y entonces, ¿qué tiempo le llevaría?
—Quizá en dos o tres años tendríamos los primeros resultados. No sé.
Von Sievers se palmeó las rodillas encantado con la nueva solución y agradeció su flexibilidad. Dispuesto a dar por terminada la entrevista, no quiso que se fuera sin dejarle claro una vez más cuál tenía que ser desde ese momento su único objetivo.
—Usted trabaje, sueñe, y hasta coma, pensando solo en el bullenbeisser. Le adelanto que en los próximos días llegarán a Grünheide dos órdenes directas de Heydrich que no han de ocupar ni un solo segundo de su tiempo; hablaré con su jefe Stauffer para que lo tenga en cuenta. Será a él a quien pidamos que nos envíe a este castillo los diez pastores alemanes más fieros que tengan, y más importante todavía, que incremente en un cincuenta por ciento la producción de perros para cubrir las necesidades de los nuevos campos que se van a abrir.
—Lo de los diez perros no va a suponer ningún problema, pero dudo que Grünheide esté capacitado para alcanzar el nivel de entregas que pretenden exigir a mi jefe.
Von Sievers le recriminó su comentario recordándole el único asunto que tenía que ocupar su mente.
—Hágame caso… Usted solo piense en el bullenbeisser. —Se levantó de la silla, le estrechó la mano emplazándolo a verse en menos de un mes, y lo acompañó hasta la puerta de salida del castillo—. ¡Ah! Se me olvidaba. Heydrich me ha encargado investigar su historial personal y familiar. —A Luther se le paralizó el corazón—. Ha de comprender que, dada la importancia de los asuntos que le estamos encomendando, no podemos tener la mínima sospecha sobre usted. Imagino que no nos vamos a llevar ninguna sorpresa en ese sentido, ¿verdad?
—Por supuesto. No… Claro que no.