Capítulo XVII

Barrio de Tetuán

Madrid

1 de junio 1935

XVII

Su casera había salido, y en las otras tres viviendas de la tercera planta con las que compartían aseo tampoco parecía haber nadie. Aprovechándose de ello, Zoe decidió tomarse un largo baño. A las seis de la tarde y con aquel asfixiante calor de un Madrid que estaba alcanzando unos atípicos cuarenta grados a mediodía, qué podía haber mejor que un pozal lleno de agua y no tener prisa.

A Campeón lo había dejado encerrado en su habitación mientras disfrutaba de aquel placer tan pocas veces disponible. Llevaba con él solo dos semanas, pero su compañía no le estaba resultando fácil. A pesar de que el animal le regalaba algunos buenos momentos y compartiese con ella su inquebrantable alegría, una alegría a prueba de cualquier contrariedad como lo eran sus largas esperas a la puerta del trabajo, tenerlo en casa le había traído nuevas complicaciones a una vida de por sí bastante alterada.

El calor del agua se repartió por su cuerpo relajándola por entero. Le hubiera gustado tener sales de baño, o un buen jabón de esos que se anunciaban en la revista Estampa con el que actrices y cantantes lucían una piel de ensueño, pero no estaban los tiempos para esos dispendios y se conformó con una pastilla de jabón Lagarto.

Rosa solo le permitía bañarse una vez al mes, porque decía que se gastaba demasiada agua y carbón para calentarla. Recién estrenado junio, ese sería su primero, aunque sin duda no sería el único, ya que solía escamotearle un par de ellos más, aprovechando alguna de sus ausencias.

A sus espaldas tenía una ventana de cristal esmerilado, y a través de ella entraba un buen chorro de luz tamizada que alcanzaba las ondas de su pelo, como si de un oleaje se tratara. Se sumergió por completo para desprenderse de la espuma y aguantó la respiración hasta que no pudo más. Al salir tomó aire y suspiró aliviada, comprobando cómo le habían quedado de arrugados los dedos de las manos. Buscó la toalla y se incorporó con cuidado para no resbalar. Arrimadas al pozal tenía sus zapatillas. Una vez fuera se calzó y empezó a secarse la cara y el pelo, para luego seguir por las piernas, el vientre y la espalda. Se miró al espejo, desaprobó su descuidado cutis a falta de las cremas que antes usaba, y a punto de salir al pasillo sonaron unos nudillos en la puerta.

—¡Está ocupado! Un segundo, ya salgo.

Retiró el pestillo, movió el picaporte y al asomarse se encontró con una desagradable sorpresa: Mario. En esos instantes Zoe lamentó el ridículo tamaño de la toalla que llevaba puesta. Por arriba apenas le cubría los pechos, y por abajo se le veían los muslos por entero. Sin embargo, Mario no compartió su pesar, sino todo lo contrario.

—Bonitas piernas, sí, señora. —Las miró descarado.

—Déjame pasar. —Lo empujó para abrirse paso hacia su habitación.

—Vale, vale… No seas así de arisca. —La siguió.

Zoe imaginó su lasciva mirada sin necesidad de comprobarlo. Entró en el piso y cerró la puerta de un portazo tras de sí. A Mario le bastaron solo dos segundos para abrirla y dirigirse a toda velocidad a la habitación de Zoe.

—Espera, mujer. Puedo ayudarte… a secarte, por ejemplo.

Zoe le dio dos vueltas al cerrojo de su puerta y gritó que la dejara en paz y se largara.

Mario probó a entrar sin éxito.

—Anda, Zoe, no seas tonta y ábreme. Aquí tienes a un hombre de los de verdad, para lo que gustes. Porque ¿hace cuánto que no estás con uno?

Zoe miró a Campeón. Nada más escuchar aquella voz, el perro había pasado de gruñir a ladrar furioso. No sabía qué estaba sucediendo, pero su instinto le estaba haciendo entender que su ama estaba en peligro.

—¿Quieres que le cuente a Rosa lo que pretendes hacer? —Zoe se envalentonó mientras buscaba a toda prisa qué ropa interior ponerse, revolviendo en un cajón.

Mario, que no quería darle tiempo a vestirse, enloquecido por el deseo, pegó una patada tan fuerte a la puerta que reventó la cerradura. Campeón saltó a morderlo, pero, entre la fuerza de sus brazos y la rapidez con la que reaccionó, el perro terminó estampado contra una pared del pasillo con tan mala fortuna que perdió el conocimiento.

A Zoe solo le había dado tiempo a ponerse unas bragas. Se tapó con la colcha como pudo, temió por Campeón, y se puso a gritar con todas sus fuerzas.

Mario pasó por encima de la cama y en solo dos zancadas la tenía agarrada por los brazos y a un palmo de su cara.

—Y ahora sé buena y deja de gritar. No me obligues a emplear la violencia, que lo puedo hacer. Es mucho mejor con suavidad…

Zoe, aterrorizada, lo miró con asco. Él le pasó la lengua desde el mentón hasta los labios, y ella le arreó un rodillazo en sus partes que lo dejó retorciéndose de dolor en el suelo.

—¡Serás puta!

Mario, con las manos en la entrepierna, parecía haberse quedado medio anulado.

Ella aprovechó el momento para vestirse a toda velocidad. Pero cuando estaba a punto de escapar, sintió cómo una mano la agarraba del tobillo con tanta fuerza que la hizo caer y darse un fuerte golpe en el mentón. La otra mano del hombre empezó a subir por el interior de sus piernas a toda velocidad sin que Zoe pudiera evitarlo.

—Por favor… —Se le escaparon las primeras lágrimas al sentirse completamente impotente contra su fuerza—. Por favor, no lo hagas…

El hombre no escuchó sus súplicas, se lanzó encima de ella y la manoseó por debajo del vestido. Recibir su aliento en la boca le produjo tanta repugnancia que sintió náuseas. Buscó a su alrededor algo con lo que defenderse, pero no había nada. Aplastada por su peso, no conseguía moverse ni un solo milímetro, casi asfixiada, humillada hasta no poderse sentir peor.

Y en ese momento una sombra peluda se abalanzó sobre Mario y lo mordió en el cuello. Zoe vio cómo Campeón luchaba ferozmente para defenderla. Su inesperada dentellada sobre la nuca había dejado al novio de Rosa momentáneamente inmovilizado, aunque al instante respondió con un brutal puñetazo que el animal recibió en su cabeza, pero se mantuvo firme en su mordida. La valentía del animal y su destreza no solo habían conseguido tumbar al hombre bocabajo y mantenerse encima de él, sino que además sintiera sus colmillos tan cerca de la yugular que un mal movimiento podía tener fatales consecuencias.

—¡Quítamelo de encima! —bramó lleno de ira.

Zoe, que no sabía cómo podía ayudar al perro, tenía entre las manos el pesado crucifijo que acababa de descolgar de la pared, aferrada a él como su única defensa en el caso de que Campeón fuera reducido.

La sangre brotaba con generosidad del cuello del hombre cuando se revolvió contra el perro. Sus poderosas manos lo apresaron sin piedad envolviendo su cuello. Campeón, al sentirse ahogado, relajó las fauces y liberó desde su garganta un débil gemido. Su mirada se dirigió a Zoe suplicando su ayuda, quien sin dudarlo asestó a Mario un violento golpe con el crucifijo, abriéndole una profunda brecha en la cabeza que lo dejó sin sentido.

Liberado de sus garras, Campeón se quedó encogido y boqueando, sin entender qué sentido tenía todo aquello. Hasta que recibió el abrazo de su ama, un abrazo como nunca había conocido de su parte, y que compensaba los inciertos momentos que hasta entonces había vivido en aquella casa.

Zoe confirmó la inconsciencia de su agresor, se terminó de vestir a toda velocidad, abrió la ventana de su balcón de par en par y a voz en grito pidió auxilio. Sus alaridos y su desesperación fueron escuchados por media calle, lo que hizo que una de las prostitutas se saltara todas sus prevenciones y corriera en busca de la policía para ayudar a aquella mujer.

Cuando Rosa entró en su casa venía advertida por las vecinas de que algo gordo había pasado y que tenía a la policía dentro. En el salón se cruzó con dos agentes que de inmediato la pararon.

—Eh… ¿A dónde va? ¿Quién es usted?

—La dueña de este piso. ¿Me puede decir alguien qué ha pasado?

Zoe salió de su habitación todavía temblando al identificar la voz, y tras ella un guardia de asalto. Sentado sobre el suelo del pasillo vio a Mario, con media cara ensangrentada y esposado.

—¡Tu querido novio ha intentado violarme!

Incapaz de contener sus propios temblores, Zoe le señaló con el dedo, sujetando por la correa a duras penas a Campeón para evitar que fuera a por él.

—¿Cómo…? Pero ¿qué tonterías dices? —respondió, llevándose las manos a la cabeza.

—¡Fue ella! —intervino Mario—. No la creas. Me hizo venir sabiendo que no ibas a estar en casa y…

—Rosa, no es verdad… No le creas. ¡Es un… es un cerdo! —balbuceó Zoe, profundamente afectada.

—¡Pero serás canalla! —Completamente enloquecida, lo abofeteó con tanta fuerza que le abrió una nueva herida en la mejilla antes de patearle el vientre. Tanta era su furia que tuvieron que emplearse a fondo dos agentes para conseguir separarla—. ¡Eres peor que un animal! —le gritó al oído—. Cada vez que se te ha cruzado una mujer interesante, te doy igual; todo te da igual… ¡No quiero saber nada más de ti!

Las manos de la mujer buscaron la cabellera del novio para tirar a continuación con tanta rabia que se quedó con un buen mechón en la mano, sin que los policías tuvieran tiempo de evitarlo.

Visto el escándalo que estaba montando la mujer y el numeroso público que se había atraído con sus gritos, con medio salón lleno de vecinos, el jefe de los guardas ordenó a dos de sus hombres que se llevaran al agresor detenido para que lo viera un médico primero, y proceder a su interrogatorio después en comisaría. Habían tomado ya declaración a Zoe, y según les dijo a sus hombres, antes de salir por la puerta, allí ya no pintaban nada.

Zoe se pegó a la pared en el momento que Mario pasaba a su lado.

Él no abrió la boca, pero le lanzó una mirada peligrosa, llena de odio y rencor, oscura, vengativa.

Cuando salieron los vecinos y tras ellos el último policía, Rosa cerró la puerta y miró a su inquilina con un gesto desolado. Zoe no pudo aguantar más. Se derrumbó sobre el suelo quedándose apoyada contra la pared y explotó a llorar. Campeón la husmeó angustiado y empezó a lamerle las manos al percibir su pena, llegando a gimotear a coro como si quisiera compartir sus emociones. Al sentir tal derroche de afecto, ella le expresó sin palabras su agradecimiento, arrepintiéndose de todos sus pasados recelos hacia él.

—Has actuado como un auténtico héroe. Perdóname el poco caso que te hecho hasta hoy, porque de no ser por ti… —Le acarició con ternura la cabeza y sus peludas orejas, a lo que Campeón respondió retorciéndose de gusto.

En ese momento Rosa apareció con un vaso de agua, buscó espacio a su lado y sin emplear demasiadas palabras le expresó su compasión, pero sobre todo le dio un abrazo que a Zoe la reconfortó.

—No sé cuándo lo volveré a tener conmigo, pero es la última vez que meto a una mujer en casa —puso voz a sus pensamientos—. Porque yo sé que te miró con ganas desde el primer día. ¡Anda que no me di cuenta yo! Lo que nunca me esperé es que fuese a llegar tan lejos… —Apretó los puños llena de rabia—. ¿Qué pasó?

Zoe entendió por sus palabras que Rosa no tenía ninguna intención de abandonar a Mario, lo que le parecía increíble.

—Me asaltó cuando salía de tomar un baño.

—Claro, apenas irías tapada.

—¿Cómo que claro? ¿Acaso lo justificas? —Zoe se enfureció.

—No, por supuesto. Pero no soy boba, y a mi Mario no se le puede poner la miel en los labios y esperar que luego se comporte. Me lo conozco demasiado bien.

—Yo no.

—Lo sé, lo sé… Pero teniendo en cuenta cómo son los hombres, y más aún mi Mario, tendrías que haber puesto un poco más de cuidado.

Zoe la escuchaba indignada, sin poder creerse cómo había pasado en pocos minutos de una cerrada repulsa a un cierto rechazo, y si seguía por ese camino terminaría por recriminarle a ella lo sucedido.

—¿Vas a seguir entonces con él?

Rosa bajó la cabeza. Su silencio significaba que sí.

—No lo puedo creer… —Zoe se llevó las manos a la cabeza. Ahora, la que sentía lástima era ella. Campeón se le pegó a las piernas con sed de caricias.

—Supongo que se pasará un tiempo entre rejas, pero él es todo lo que tengo —confesó Rosa mirándose las manos, en un gesto cargado de sinceridad consigo misma—. Nunca he sido libre, Zoe. O ¿de qué crees que vivo aparte del alquiler de tu habitación? Él me paga las letras del piso y cubre todo lo demás que necesito.

—Pero hay unos mínimos.

—Claro que los hay, pero cuando han pasado tantos años y te das cuenta de que ya no estás en el mercado para poder ir a buscar algo mejor, solo te queda tirar con lo que hay. Mírame si no… —Se subió los pechos hacia arriba y los dejó caer—. Me cuelgan como si fuera una vieja, tengo demasiada barriga, me sobran diez kilos por lo menos, y ya no tengo la piel como antes. Pero él sigue deseándome, y todavía me busca para revolcarse en la cama conmigo.

—No solo somos un cuerpo.

—Hija, tú y yo estaremos de acuerdo en eso, pero no estoy tan segura de que ellos lo vean así.

Zoe entendió de golpe que su presencia en esa casa tenía fecha de caducidad. Exasperada por su falta de reacción, olvidó guardar cualquier tono de prudencia en su siguiente comentario.

—Comprendo tu dependencia económica. Pero ¿dónde queda tu dignidad cuando descubres cosas como lo que ha pasado hoy?

—Perdí mi dignidad el día que supe que estaba casado y que no pensaba dejarla por mí. Desde aquel día acepté convertirme en su ramera, y eso es lo que he sido y es lo que soy. ¿Para qué voy a engañarme a mí misma?

Zoe recibía sus comentarios sintiéndose mal, o peor que mal.

—Me iré en cuanto encuentre otra casa —concluyó levantándose del suelo.

—Tómate el tiempo que necesites.

Rosa se acercó a Zoe y le dio un sentido beso en la mejilla.

Era la primera vez que lo hacía.