Hospital de la Cruz Roja
Calle Pablo Iglesias
Madrid
22 de mayo de 1935
XV |
A Campeón le costó entender por qué tenía que quedarse fuera del hospital y esperar varias horas. Los primeros días se entretuvo con los visitantes que entraban y salían. Algunos se acercaban cautos, al principio, aunque después cariñosos, pero otros no le hacían ni caso. Al perro, pasada la primera semana aquello se le empezó a hacer un poco pesado. La correa limitaba sus movimientos. Cada vez que intentaba separarse de la farola a la que su nueva dueña lo ataba, sentía la tirantez del correaje. Él solo deseaba olfatear el entorno, amedrentar a un gato que pasase cerca, o comerse los frutos negros de un árbol que caían por efecto del calor y la madurez, a escasa distancia.
Entre los trabajadores de aquella institución benéfica Campeón se fue haciendo cada vez más popular, hasta el punto de ganarse la curiosidad entre los que fueron más reacios a su presencia. Algunos salían a darle de comer, otros a acariciarlo durante sus descansos, y hasta hubo quien evacuó todos sus problemas contándoselos como si se tratase del mejor confidente del mundo.
Pero Campeón se aburría.
Zoe lo sabía. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? También a ella le incomodaba su permanente presencia, preocupada porque le pudiese afectar al trabajo. Su realidad también era dura.
De los primeros días recordaba la ilusión con la que había ido a trabajar, a pesar de la incómoda labor que le tocaba realizar a refugio de aquellas cuatro paredes. La mitad de su horario se lo pasaba de rodillas frotando suelos con un cepillo de gruesa cerda y un cubo con jabón, y la otra mitad era casi peor. Porque entre un anciano, que además de haber perdido la cabeza también había olvidado cómo controlar sus esfínteres, y la mujer de la sección de infecciosos, cuyas llagas eran tan numerosas y productivas que tenía que secarlas y lavarlas tres veces al día, las ganas de acudir al hospital fueron menguando.
Sin embargo, al poco tiempo, todos hablaban maravillas de ella. Sobre todo las enfermeras, que le pasaban los trabajos más ingratos o los peores pacientes. En la sección de tuberculosos y asmáticos, los ingresados la esperaban felices. Su delicadeza y respeto la convertían en la presencia más deseada. Después de retirarles las excrecencias que surgían de sus vías respiratorias, escuchaba con sincero interés los detalles de sus vidas y cuáles habían sido sus pequeñas o grandes historias.
A Zoe los días se le hacían largos, pero la enorme humanidad que encontraba en las mujeres y hombres a los que tenía que lavar, arreglar o curar compensaba muchas otras cosas. Cuando ella se quejaba de su mala suerte, aquellos desheredados le hacían entender el verdadero significado de la palabra desgracia.
Sus jornadas de dieciséis horas se repartían entre la visión directa del dolor y sus libros de veterinaria. En ellos se refugiaba por la noche para poder compensar la fetidez de una letrina de enfermos, el tacto purulento de ciertas heridas, la sensación húmeda de una gasa impregnada en babas o el olor de la lejía con la que desinfectaba los baños.
No se quejaba de lo que le tocaba hacer, pero ansiaba estudiar. Soñaba con volver a las clases para absorber los conocimientos que no tenía. Porque aquella era su verdadera meta en la vida.
Tal vez por eso, pidió que le cambiaran el turno en la Cruz Roja y una buena mañana se presentó en la escuela sin encomendarse a nadie, a pesar de las fallidas gestiones del padre de Bruni, incapaz de superar las desavenencias con el director.
Decir que aquel día Zoe produjo un poco de revuelo sería verlo con mucho optimismo, porque la realidad fue muy diferente. Y no tanto para el resto de alumnos, una de las promociones menos numerosas de los últimos años, pues no llegaban a ochenta, sino para el claustro de profesores, a quienes no pudo pasar desapercibida su presencia, al contar con solo dos mujeres más cursando tercero de Veterinaria.
Había llegado un poco antes, hecha un manojo de nervios y en compañía de Brunilda, a quien había avisado la tarde anterior. Dejó atado a Campeón cerca de la puerta principal y el animal se mostró tranquilo y animado, quizá por el nuevo público, más entregado que el del hospital. Los alumnos respondían a su presencia desde una especie de emoción profesional desbordada, y él les ofrecía su mejor gama de encantos perrunos.
Nada más entrar Zoe por la puerta, sita en la calle de Embajadores y cerca de la glorieta del mismo nombre, se encontró con sus tres antiguas compañeras de primero que la esperaban en la escalera principal.
—Bienvenida de nuevo —la saludaron entre abrazos.
—Gracias —Zoe esbozó una rendida sonrisa.
Una de ellas, al echar un vistazo al reloj que presidía el atrio y ver que quedaban cinco minutos para comenzar las clases, propuso volverse a ver a media mañana para que les contara su experiencia.
—Zoe, ¿va todo bien? —se limitó a decir.
—Hay de todo, pero ya os contaré después. No quiero llegar tarde a Fisiología.
—Con Morros Sardá… Ufff —se le escapó a Brunilda.
—¿Qué pasa?
No tuvo oportunidad de que se lo aclarara, porque empezó a sonar el timbre y todas salieron corriendo hacia las aulas. Brunilda la acompañó hasta su clase, pero tampoco se detuvo mucho para no perderse la suya de Industrias Lácteas, de quinto.
—¡Mucha suerte! Luego hablamos.
Zoe se quedó parada frente a la puerta abierta, aferrada a una carpeta, y empezando a recibir las primeras miradas de extrañeza por parte de los alumnos que iban llegando.
—Señorita, ¿me permite? Me temo que si no entra un poco más, impedirá el paso al resto. —A su espalda un risueño joven esperó su reacción.
—Ah, disculpe.
Zoe se metió en un aula semicircular con filas de bancos corridos sin respaldo, la misma en la que había recibido Anatomía Descriptiva en su primer año. Buscó entre las últimas filas un discreto asiento, pero cuando estaba a punto de subir las escaleras, una muchacha se dirigió a ella.
—Mejor siéntate con nosotras. Me han hablado mucho de ti.
Era una chica de cara redonda y ojos pequeños. Le hizo un hueco en la primera fila, entre ella y otra joven, a la que también presentó.
En ese momento entró el catedrático y se pusieron en pie. El hombre con su atención puesta sobre la pizarra dio su permiso para sentarse, continuó con un «buenos días», tomó una tiza y escribió el tema que le ocuparía la siguiente hora: fisiología del tono muscular.
—Espero que se hayan estudiado bien el papel biológico y el metabolismo del calcio, pues tiene bastante que ver con el tema de hoy. Evitaré, por tanto, ahondar en ciertas interrelaciones hormonales que ya deberían dominar, porque en efecto… —En ese momento se volvió hacia los alumnos y su mirada recayó en una mujer con la que no contaba. Detuvo sus palabras para apuro de Zoe, que sintió su inquisitiva mirada y la curiosidad del resto de la clase—. Porque, en efecto, la absorción, resorción y la influencia del tiroides… en… —Siguió impartiendo la lección entre titubeos, hasta que dejó la tiza en la pizarra, se retiró las gafas ovaladas de concha y bajó hasta situarse enfrente de Zoe—. Señorita, es indudable que su rostro me es familiar. Pero antes de entender por qué, ¿me puede usted justificar qué está haciendo exactamente aquí?
Zoe se puso colorada, pero respondió como había ensayado no menos de cien veces.
—Señor, me conoce porque cursé los cuatro primeros semestres hace unos años en esta misma escuela. Por motivos que no vienen a cuento, tuve que abandonar mis estudios. Y ahora, en otras circunstancias, he decidido volver y terminar los cursos que me faltan.
Morros Sardá se rascó la perilla afectado por aquella inesperada contrariedad.
—La recuerdo, sí… No son muchas las mujeres que se atreven a abrazar esta profesión hasta ahora masculina —comentó con cierta sorna—. Pero, señorita, y perdone que se lo diga, han pasado ya muchos meses desde que empezó el curso y faltan menos de dos para acabar. Espere a septiembre para volver a clase. —Endureció su tono de voz como antecedente a una decisión firme—. Hasta entonces, le ruego que abandone esta clase inmediatamente
Un fuerte rumor recorrió el aula. De los chicos nadie sabía quién era esa mujer ni qué razones podía tener para estar allí, y callaron ante la autoridad del catedrático, respetado por su saber, pero también por su firmeza.
Zoe, avergonzada, se levantó del asiento, recogió su bolso, y con la cabeza baja empezó a caminar hacia la puerta. Para su sorpresa, no lo hizo sola. A tres pasos de ella las otras dos chicas, carpetas en mano, acababan de decidir acompañarla.
—¿A dónde van ustedes? —el profesor levantó la voz con enfado.
Zoe les pidió que volvieran a sus asientos. No quería comprometer a nadie en su empresa. Le regalaron una sonrisa llena de afecto, sin darse ninguna importancia, y una de ellas se dirigió al catedrático.
—¿No es la universidad, por definición, la escuela universal del saber? Pues aquí se le acaba de negar el derecho a una mujer que tan solo ha venido a aprender. Tiene todo nuestro apoyo y nos vemos obligadas a hacer lo mismo que ella.
—No, no…, por favor… —intervino Zoe—. Esto no tiene que ver con vosotras.
El profesor extendió el brazo señalando la salida. Zoe no había calculado la fulminante respuesta del catedrático y menos aún la de las chicas. Al salir al pasillo les agradeció su actitud, pero temió que esa reacción de solidaridad tampoco la iba a beneficiar, lo que quedó confirmado con la aparición del catedrático, quien le rogó que lo acompañara para hablar con el director.
—¡Ánimo, Zoe! Somos pocas, pero nos tendrás a tu lado —la apoyó la más joven antes de verla irse tras los pasos del profesor.
Encontraron al director de la escuela y catedrático de Histología y Anatomía Patológica en su laboratorio, preparando con un microtomo unos cortes de tejido para observarlos al microscopio.
Sentado sobre un taburete alto, la bata blanca a medio abotonar, y con unas gafas en la mano y otras apoyadas sobre la punta de la nariz, escuchó a su colega sin inmutarse demasiado. La furibunda explicación sobre lo que acababa de suceder en su clase por culpa de aquella señorita que solo decía bobadas le pareció cuando menos extraña.
—Déjame a solas con ella, José. Ya comentaremos.
El hombre se dio la vuelta con deliberada brusquedad, y se alejó murmurando todavía sus protestas.
—Señora Urgazi, sabía que podía aparecer por aquí un día de estos, pero no esperaba que se atrajera tanto jaleo.
—Lo siento. No pretendía alterar la vida académica de la escuela, mi única intención es aprender un poco antes de mi vuelta en…
—Lo sé, lo sé… —Recogió con unas pinzas una finísima lámina de tejido y la colocó sobre un porta, bajo la óptica de un poderoso microscopio—. ¿Recuerda cómo se identifica un linfosarcoma de Stiker?
Zoe contestó que no sabía cómo diagnosticarlo histológicamente, por no haberlo estudiado en primero, pero que sí había leído cómo se comportaba esa enfermedad, y el linfosarcoma era un tumor venéreo bastante frecuente en perros callejeros. Al director le satisfizo su contestación, y en el momento que tenía enmarcada la zona a estudiar, la invitó a mirar. Zoe encontró, entre algunos macrófagos y varios linfocitos, unas células redondeadas con un citoplasma muy delgado, algunas eran poliédricas, y también vio núcleos hipercromáticos. Así se lo fue explicando.
—¡Excelente! Ese examen celular es el esperable en este tipo de tumores, benignos por otra parte. Pero volvamos a su caso. Alguien me ha hablado muy bien de usted. Imagina quién, ¿verdad?
Zoe le dio su nombre.
—En efecto, el mismo. La primera vez fue tomando un cocido. Me contó su caso, aprovecho para darle mi más sentido pésame. Pero como me negué a su petición, la segunda ocasión en que nos vimos estuvo más contundente, y le evito ciertos detalles que no vienen al caso. —Dejó las gafas sobre la mesa y de pronto cayó en su descortesía por no haberle ofrecido asiento. Zoe se lo agradeció y se sentó a su lado.
—Soy viuda, mayor de edad, tuve buenas calificaciones en mi paso por esta escuela, y lo único que pretendo viniendo a clase es adelantar un poco mis estudios para poder ingresar en tercero el próximo curso. ¿Qué mal hago, o a quién?
—La comprendo, es natural que lo vea de ese modo. Sin embargo, yo no puedo hacer que las cosas sean de otra manera. Usted recibirá la formación a su debido tiempo. No admitiré, y espero que lo comprenda, que acuda usted a clase cuando le venga en gana. Creo que es razonable, ¿verdad? Dicho de otro modo, sin matrícula no hay posibilidad alguna de que la admitamos. Así que, ¡hasta septiembre! Y espero que todo le vaya bien hasta entonces. —Devolvió su atención al microscopio, dando por zanjada la conversación.
Zoe se sintió profundamente frustrada. Nada en su vida parecía correr al ritmo de sus deseos y le parecía una decisión injusta.
—Pero si yo solo pretendo escuchar para ir poniéndome al día.
El director la ignoró centrándose en su muestra tintada, lo que terminó de indignar a Zoe.
—Volveré. —Se levantó de su silla enfadada.
—Llamaré a la Policía —contestó él, sin levantar la vista del microscopio.