Campamento de la Legión española
Dar Riffien
Protectorado español de Marruecos
18 de mayo de 1935
IV |
Los sables no estaban tranquilos dentro de sus fundas.
Durante los años de la España republicana, para quien respirase a diario los aires castrenses el malestar no había hecho otra cosa que crecer.
Había quien aseguraba que se estaba asistiendo al nacimiento de una nueva nación comunista a imagen soviética, bajo la inspiración de los socialistas y de la izquierda más radical, que parecían haber dejado de creer en los cauces democráticos para intentarlo por la vía revolucionaria. Otros se lamentaban del descontrol y falta de seguridad que la calle vivía, ante el imparable incremento de asesinatos, quema de iglesias y robos. O denunciaban la feroz acción sindical que ahogaba a las empresas y paralizaba el país con sus constantes huelgas.
Muchos de los altos mandos del ejército interpretaban que la única fuerza que todavía soportaba la idea de España y constituía su columna vertebral eran ellos. También había quien consideraba los estatutos de Cataluña y del País Vasco como la peor amenaza para la unidad de la patria, aunque el primero hubiese sido suspendido y hubiesen detenido a su presidente, y en el otro caso estuviese paralizada su tramitación en el Parlamento.
A pesar de que la coalición de derechas CEDA había entrado a formar parte del Gobierno del radical Lerroux desde octubre del treinta y cuatro, carlistas y monárquicos vivían la decisión como una auténtica traición a sus principios, y las izquierdas como la mejor fórmula para destruir los avances sociales conseguidos hasta entonces por la República. Por todas aquellas causas, en los altos despachos de los cuarteles los ánimos andaban muy crispados, y la presidencia de la República vivía con seria preocupación cualquier rumor que surgiese de ellos.
—Mi coronel, acaba de llegar el teniente Andrés Urgazi con dos representantes más de la IV Bandera desde Asturias. —El ayudante del máximo responsable de la Legión en el cuartel de Dar Riffien irrumpió en el despacho después de haber pedido permiso.
El coronel Luis Molina Galano le rogó que avisara al resto de oficiales y a la banda de música. Al otro lado de su mesa se encontraba el general Millán Astray, fundador de la Legión, desde hacía dos días de visita en Dar Riffien. Ambos se levantaron. El general sintió su habitual vértigo desde que perdiera el ojo derecho a causa de un disparo años atrás. Se colocó su chapiri con el único brazo que le quedaba, Molina recogió de la mesa su discurso, comprobó la hora en su reloj y antes de enfundarse la pistola y de que su segundo abandonara el despacho le transmitió sus órdenes.
—¡Quiero ver a toda la tropa formada en el patio en quince minutos! El homenaje lo presidirá su usía, el general.
Millán Astray, como primer ideólogo de aquel prestigioso cuerpo militar, había trasladado los procedimientos de la afamada Legión francesa y los principios del código de honor samurái, el bushido japonés, a la ideología y credo de los legionarios. En memoria de los Tercios españoles del siglo XVI, la enseña de la Legión recogía las armas que estos habían enseñoreado, el arcabuz, la ballesta y la alabarda, constituyéndose en sus sucesores espirituales. Por eso, las llamadas al honor, al deber y al sacrificio se traducían en condecoraciones a aquellos miembros que hubiesen destacado en su cumplimiento de una forma heroica, como se iba a hacer aquella mañana con las banderas II, III, IV, V y VI, las que habían acudido a combatir a los sublevados en Asturias. Tres de ellas habían vuelto a sus cuarteles entre abril y mayo, quedaba la cuarta que no lo haría hasta octubre, y la segunda que lo haría en la primavera del treinta y seis.
Como no habían encontrado el modo o la fecha adecuada para hacerlas coincidir a todas en Dar Riffien, su coronel había decidido hacer venir a los que mereciesen condecoración para no retrasar más el homenaje y que perdiera todo su sentido. La presencia de Millán Astray, a pesar de no haber sido programada, sin duda daría solemnidad a la ceremonia. Aunque para el coronel aquel hombre no fuera plato de su gusto.
La base de Dar Riffien no era solo la casa madre de la Legión, sino el cuartel más grande del norte de África; una auténtica ciudad autosuficiente construida en los años veinte y dotada con los medios más modernos: agua potable y electricidad, lavandería mecánica, mesón, salas de juegos, biblioteca y amplias aulas para servir de academia. Ubicada a diez kilómetros de Ceuta, en pleno protectorado español, era el orgullo de los hombres que entraban a formar parte de una institución armada que nunca les había preguntado por sus pasados ni orígenes, pero que conseguía unirlos en un fraternal espíritu de lucha.
—Vayamos mientras tanto a conocer las nuevas instalaciones. Estoy convencido de que serán de su agrado —propuso Molina al general Astray.
Los dos hombres se dispusieron a abandonar el pabellón de oficiales, pero antes de salir el general no pudo evitar mirar con cierto orgullo su ojo, que como exvoto había quedado expuesto dentro de una urna, a las puertas del edificio. Atravesaron a continuación el patio de armas y se dirigieron hacia las antiguas cuadras del escuadrón de lanceros desaparecido dos años atrás, ahora convertidas en aulas para la formación de oficiales.
—Mi general, ¿cómo están las cosas por Madrid?
—Muy revueltas, como siempre —contestó Astray—. Aunque he de confesar que la presencia de Lerroux está resolviendo la injusta situación de muchos de los generales que sufrimos una rebaja de categoría y la dura separación de nuestras tareas de mando por culpa de los gobiernos de izquierda, siempre bajo la voluntad de ese infame de Azaña. Lerroux es un viejo amigo de mi padre y está demostrando tener una visión más favorable a nuestra causa.
Al entrar en las antiguas cuadras fueron saludados por su principal encargado.
—¡A España la Legión, servir hasta morir! —proclamó a viva voz, cabeza levantada y saludo reglamentario.
—Descanse y cuéntele a nuestro general qué ventajas hemos conseguido con estas edificaciones —le pidió el coronel.
El hombre les fue mostrando las naves restauradas. Donde antes dormían más de dos centenares de caballos, el número que componía el escuadrón de lanceros, ahora solo lo hacía una veintena de acémilas de carga. Los antiguos boxes adosados a los laterales del edificio se habían transformado en cuatro amplias salas, donde se impartía la formación. Millán buscó el enorme guadarnés donde lo recordaba, con sus centenares de sillas de montar, riendas y demás útiles, pero en su lugar encontró un gran almacén en el que se recibía material y alimentos desde la península.
—Excelente. Les felicito por lo acertado de los cambios —comentó.
Como en aquellos mismos días una de las banderas estaba realizando unos ejercicios fuera del recinto, en el Llano Amarillo, los dos oficiales coincidieron con la salida de cinco acémilas cargadas con barriles de agua para ellos.
Dejaron atrás los dos pabellones transformados, e inspeccionaron otros de reciente construcción destinados a acoger a doscientos hombres más, candidatos que ya estaban siendo reclutados en diferentes lugares del protectorado, muchos de ellos extranjeros.
El general Millán Astray había hablado pocas veces con el coronel, a pesar de que este último llevaba tres años en el cargo. Su deprimente exclusión en un despacho del Ministerio de Guerra, sin apenas funciones y a un paso de entrar en el cuerpo de inválidos, había sido la principal razón. Pero en aquella visita quería conocer de primera mano cuál era la posición política de Molina frente a los acontecimientos que desgarraban España. Como también lo deseaba un grupo de condecorados e influyentes militares con los que Millán Astray se reunía en tertulia cada semana, en el elitista club de la Gran Peña de Madrid. El nombramiento del coronel Molina se había hecho de una forma diferente a la habitual. Su nombre había sido propuesto directamente desde el Ministerio de Guerra, y no por quien había sido director del Tercio y luego máximo jefe militar de los ejércitos en África, el actual jefe del Estado Mayor y general Francisco Franco. Esa excepción seguía provocando ciertas suspicacias entre los militares africanistas.
Volvían al patio principal, donde estaban terminando de preparar la ceremonia, cuando Astray le inquirió sobre ello sin andarse con rodeos. Molina contestó.
—Mi general, he jurado servir a mi patria y defender en todo momento el orden y las leyes de nuestra República. Por eso, siguiendo esos principios, baso y basaré mi proceder en la salvaguarda de la Constitución y en la obediencia a la autoridad. Ese es mi deber —contestó lleno de convicción y formalidad, imaginando que esa no era la respuesta que hubiese deseado escuchar su invitado.
Millán Astray vio ratificado lo que ya sospechaban, pero quiso asegurarse.
—Así ha de ser, no lo niego. Pero entre nosotros, cuando uno presencia las tentaciones secesionistas de algunos territorios, empeñados en quebrar nuestra indisoluble unidad, o a los comunistas y anarquistas adueñándose de las calles y asesinando por doquier a gente de bien, o por qué no sumar a la intrigante masonería, que está adentrándose en el poder después de haber redactado media Constitución, y que hoy cuenta con cientos de parlamentarios, hijos de sus logias, ¿no piensa que se debería poner un poco de orden en este guirigay?
El coronel entendió con profunda incomodidad que en realidad le estaba pidiendo pronunciarse. Pero, fiel a sus principios, una vez más se reafirmó en su pensamiento, emplazando al Gobierno para que resolviera todos aquellos problemas desde el uso de su autoridad, y al Parlamento a apoyarlo con las leyes que fueran necesarias.
El general tuvo clara su postura y desde ese momento calló, coincidiendo con su entrada en el improvisado escenario donde se iba a realizar el homenaje a unos hombres cuyo lema era «Legionarios a luchar. Legionarios a morir», y en cuyo credo estaban escritas las enseñas de su espíritu: compañerismo, amistad, unión y socorro, marcha, sufrimiento, disciplina, combate y muerte. Al alcanzar la tribuna miró con orgullo los frutos de su trabajo, de su idea original, cuando quiso fundar un ejército de proscritos redimidos por el honor y la pertenencia a una causa noble y heroica, y sus palabras fueron breves pero contundentes. Les recordó su lema, elogió su espíritu y valor, y les trasladó el respeto que se habían ganado fuera de España, y que él mismo había constatado en sus últimos viajes por Argentina, Chile y hasta en Estados Unidos. Y terminó con una reflexión con la que solía cerrar muchos de sus discursos:
«Os habéis levantado de entre los muertos, porque no olvidéis que vosotros ya estabais muertos, que vuestras vidas estaban terminadas. Habéis venido aquí a vivir una nueva vida por la cual tenéis que pagar con la muerte. Habéis venido a morir.»
Cuando pocos minutos después empezaron a desfilar las tropas de las diferentes banderas, y con ellos los miembros de la cuarta convocados expresamente desde su destino en el Cantábrico, Millán Astray recordó la placa que había mandado poner años atrás frente a la entrada de Dar Riffien, que decía: «Detente, caminante. Esta es la Legión, la que recoge la escoria de la humanidad y devuelve hombres».
Una mesa con cincuenta medallas esperaba a los correspondientes legionarios que habían sobresalido por su heroísmo contra los revolucionarios asturianos. Pero entre ellas había una destinada a un perro.
Ante la extrañeza del general, el coronel le explicó que el animal, de nombre Campeón, había prestado tantos y tan destacados servicios que habían decidido dársela. La recogería en su nombre el teniente de la IV Bandera Andrés Urgazi, su dueño, mientras daba fe de los méritos del can.
—Corrió entre las barricadas, en pleno centro de Gijón, mientras las balas silbaban a su alrededor, decidido a atacar a un enemigo que estaba aniquilando a los nuestros tras un nido de ametralladoras, demostrando una valentía sin límites. En otra ocasión advirtió la presencia de un francotirador y evitó la muerte de uno de nuestros oficiales. Y en varias ocasiones más adelantó la presencia de agentes enemigos preparados para atentar. Además, gracias a su olfato e inteligencia, se pudo detener a un grupo de insurgentes huidos por las montañas.
Después de que pasaran uno a uno los convocados para recibir sus respectivas medallas, le llegó el turno a Andrés Urgazi. Le impusieron una como reconocimiento de los veintidós objetivos conseguidos por su bandera, pero le hizo mucha más ilusión la condecoración que el general le dio para Campeón, felicitándolo efusivamente.
Se guardó la inesperada medalla en un bolsillo.
Lamentó haberlo dejado en Madrid, pero a la vez se sintió profundamente orgulloso de su perro, como lo iban a estar sus hombres en cuanto lo supieran. Tragó saliva, emocionado, y con la primera estrofa del himno de la Legión, unió su voz a los centenares de hombres que, cabeza en alto y sacando pecho, lo cantaban a pleno pulmón.