Capítulo XII

Residencia de don Félix Gordón Ordás

Calle Santa Engracia

Madrid

16 de mayo de 1935

XII

El comedor de la familia Gordón Ordás disfrutaba de una excelente luminosidad a mediodía gracias a la orientación de sus dos ventanales a la calle de Santa Engracia. Al entrar, Zoe y Bruni localizaron al cabeza de familia. Don Félix exponía un pequeño librito al beneficio de esa luz y estaba tan concentrado que no advirtió su presencia.

Para Zoe, aquella casa era como su segundo hogar, porque la de su tía Gloria, donde había vivido una gran parte de su infancia y juventud, no había llegado a sentirla como suya. A diferencia de su padre, la tía no tenía buen carácter y además empeoró con el tiempo. La voluntad que la mujer había puesto para que Zoe se educara en un ambiente de obstinada virtud, llevando hasta los extremos la práctica del orden, la laboriosidad, la puntualidad, o la discreción en el vestir y en el estar, hizo que apenas se dejase un hueco para la ternura. Hasta para morir de cáncer quiso la mujer respetar un determinado orden: despedida de los amigos y después de su sobrina, extremaunción, última comida, perfecta colocación de camisón y melena, y suspiro final. Y lo hizo a solo un mes de la boda de Zoe, como colofón de un escalonado proceso, el último de su vida.

Zoe no había tenido motivo alguno para echarle nada en cara, porque la mujer se había esforzado lo suyo con su sobrina, sin embargo para cubrir sus carencias afectivas tuvo que entrar de prestado en la vida y en la familia de sus amigas. Unas amigas a las que consideraba hermanas, sobre todo en el caso de Brunilda, quien desde bien pequeña había desempeñado con ella un claro papel protector. Porque en Bruni todo era corazón, pero también inteligencia y sensatez, unas virtudes que compensaban su escaso atractivo físico.

Identificó un cuadro nuevo en el salón y recordó las muchas horas que había pasado allí hurgando por las estanterías de su nutrida biblioteca, en busca de los más variados libros en alemán, cada vez que sus profesoras le pedían mejorar su ortografía, cuando no la calidad lectora. Allí se había peleado con Sigfrido, el hermano mayor de Bruni, casi tantas veces como lo hacía su amiga. Sin embargo, no recordaba haber tenido una sola conversación personal con el patriarca de la familia, con don Félix, por quien sentía un colosal respeto.

—Padre, ha venido Zoe.

—¡Zoe, hacía mucho que no te veíamos por aquí! —El hombre la estrechó en sus brazos—. Imagino que no hace falta recordarte que nos tienes para todo lo que necesites. —Le pellizcó la barbilla con cariño, en un gesto que la trasladó a su infancia y adolescencia, el mismo con el que siempre la saludaba—. Sé que Brunilda te lo ha ofrecido ya, pero quiero insistir personalmente: nos gustaría tenerte en esta casa.

Ella desestimó la idea, aunque se lo agradeció de corazón. La entrada de Ofelia, la hermana menor, junto a su prometido Anselmo Carretero, al que todavía no había conocido, provocó un inmediato cambio de conversación. Bruni se lo presentó.

—Mira que tenía ganas de ponerte cara, Zoe. Tanto tiempo oyendo hablar de ti… —Esbozó una bonita sonrisa—. Siento mucho lo de tu marido.

—Gracias, Anselmo. Yo también estaba deseando conocerte. Entre lo mío y tu estancia en Alemania, han pasado ocho meses sin que hayamos tenido oportunidad de conocernos…

La voz de Consuelo, la matriarca, surgió de repente desde la puerta que comunicaba el salón con la cocina

—¡A sentarse todos, que la comida se enfría!

El padre presidía la larga mesa de caoba y Zoe se colocó entre su amiga y Sigfrido. El hermano mayor de Brunilda vestía un jersey de rombos muy a la moda, era tan solo un año mayor que ella y acababa de finalizar los estudios de Veterinaria. Pero todavía se le podía ver por la escuela, dado que colaboraba con una de las cátedras.

Doña Consuelo entró con una humeante fuente con pollo, chorizo, oreja y morro de cerdo, morcillo, tocino y varios huesos de ternera; el primer vuelco del clásico cocido maragato.

—No he conseguido recordar si te gustaba —se dirigió a Zoe.

—Sí, señora, me encanta, aunque hace tanto que no lo como que casi no recuerdo a qué sabe.

—Pues entonces, disculpando el turno de mi marido, te serviré la primera.

Dado su origen leonés, don Félix no perdonaba jamás su cocido de los jueves, ya tuviera sesiones en Cortes o la visita más importante del mundo. Mientras su mujer lo servía, dudó si debía empezar la conversación preguntando a Anselmo por su reciente estancia en Alemania, o lo dejaba para después en atención a Zoe, a la que hacía más tiempo que no habían visto. Se decidió por ella.

—Cuesta entender por qué se suceden tantas desgracias en tu vida, Zoe, la verdad… Por si no hubiese sido suficiente lo de tu marido y antes lo de tu padre, al que aprecio desde que coincidimos en la carrera, lo último de tus suegros clama al cielo. —Con su espontaneidad no midió el efecto de sus palabras sobre la invitada, actitud que su mujer recriminó, considerando que quizá no era el mejor momento para remover ciertas cosas.

—No se preocupe, doña Consuelo, que no me importa. Estoy segura de que no hay herida que no cure con el tiempo.

—Esa es la mejor manera de afrontarlo —se pronunció don Félix—. Para nosotros sigues siendo una más de la familia. En Asturias, donde se dejó la vida tu marido, se derramó demasiada sangre, un sacrificio que al final no sirvió para nada. Y hasta de eso hay que sacar una enseñanza: la vida sigue.

Doña Consuelo estaba sirviendo a Zoe las diferentes carnes y volvió a mirar a su marido con un gesto de reproche.

—Anda, ¡deja ese tema y a la chica en pa’! —exageró su acento andaluz.

—¡Pues eso hago, mujer! —protestó don Félix antes de mandar a Sigfrido a por vino.

Él jamás bebía, pero siempre tenía alguna buena botella para sus invitados. Mandó a su hijo que les sirviera.

—Probadlo, es de mi tierra. Los que me lo mandaron me aseguraron que era muy bueno.

Les explicó que aquella botella, junto a otras cinco más, se la habían hecho llegar desde su añorada ciudad de León en agradecimiento a una conferencia que había celebrado recientemente con un numeroso grupo de veterinarios.

Zoe bebió un sorbo a la vez que Anselmo, pero fue él quien hizo la primera valoración.

—Don Félix, he de decir que lo encuentro excelente. Está claro que sus colegas lo quieren mucho.

—No estoy tan seguro de ello, no sé… He hecho todo lo que ha estado en mi mano por la profesión, pero reconozco que mi vehemencia dialéctica y mi condición de diputado por el Partido Republicano Radical Socialista también me ha cerrado muchos corazones y puertas.

La filosofía social de don Félix Gordón Ordás latía entre la revolución ilustrada y el idealismo combatiente. De gran preparación intelectual e inagotable capacidad de trabajo, a lo largo de los años había asumido importantes cargos políticos que recorrían los Ministerios de Industria y Comercio, como también Fomento, aparte de ser diputado por León desde la instauración de la República. Pero además de hombre político, sobre todo era un incansable defensor de la profesión veterinaria, como veterinario que era. Laboriosa tarea a la que se había entregado en cuerpo y alma en un colosal objetivo: el de la unificación del colectivo profesional en una sola asociación nacional, junto con la transformación de la oscura imagen del albéitar herrador, de escaso prestigio e influencia social, en otra más científica y médica. Una profesión nueva que abarcase la sanidad animal, la higiene alimentaria y el desarrollo ganadero.

—Durante mis dos años de carrera, su nombre estaba en boca de todos —apuntó Zoe, elogiando también la calidad del tinto leonés.

—Seguramente para ponerme a caer de un burro —repuso, convencido de la mala fama que se había ganado entre las cátedras, al haberles impuesto desde la Dirección General de Ganadería el plan de estudios que estaba vigente sin tener su consenso.

—Hablando de veterinaria, Zoe le quiere pedir un favor —intervino Brunilda aposta, conociendo lo prudente que era su amiga.

Don Félix dejó los cubiertos en el plato y se limpió con la servilleta a la espera de saber de qué se trataba. Aunque Zoe no llevaba más de una semana trabajando en el hospital, el pequeño alivio económico que aquello suponía, junto con el impacto emocional del programa de Unión Radio, le había despertado las ganas de recuperar sus estudios. Por ese motivo, se propuso ser lo más convincente posible

—Recordará que al casarme tuve que dejar la carrera por la oposición de mi marido —tosió nerviosa y bebió un poco de agua—, pero no se me han quitado las ganas de volver a la escuela, la añoro. Por eso tengo idea de retomar mi formación donde la dejé y empezar tercero.

—¡Lo celebro por partida doble! —Sonrió complacido don Félix—. Siempre he defendido el derecho de las mujeres a conquistar los trabajos que hasta ahora han sido exclusivos del hombre. Pero además, he de confesarte que me dio mucha pena que abandonaras la universidad.

—Padre, no la corte. Déjela terminar.

Zoe recuperó la palabra.

—Lo que quiero pedirle es que interceda en la escuela por mí, para que me permitan acudir a clases hasta finalizar el ejercicio, aunque no esté matriculada.

—Pero si ya casi está terminando el curso…

—Soy consciente de ello, y sé que le pongo en un compromiso, pero dispongo de tiempo y podría ir adelantando materia para septiembre. Lo deseo con toda mi alma, don Félix. Sería un alivio para mi complicado momento, me serviría de aliciente y además le daríamos una gran alegría a mi padre, y también podría…

—¡Vale, vale! No sigas. Queda entendido.

Don Félix se quitó las gafas y se frotó con alivio la cuenca de los ojos. La pésima situación social en España últimamente le quitaba el sueño.

Zoe retuvo la respiración a la espera de su respuesta, al igual que lo hicieron Brunilda y el resto de la familia.

—Políticamente hablando, el actual decano de la escuela y yo volamos por cielos muy diferentes, pero nos hemos respetado siempre, ya fuera discutiendo el devenir de la profesión o de cualquier otro orden de la vida. —Ninguno de los presentes podía adivinar todavía la intención de su discurso—. A los dos nos pueden dos cosas que sin duda terminan haciéndonos iguales: extasiarnos ante la belleza de una mujer, algo de lo que no tenemos queja ninguno de los dos —le lanzó una mirada cómplice a doña Consuelo—; y segundo, el cocido madrileño que ponen a diario en la taberna de la Bola. Quedaré con él la próxima semana para tomarnos uno —sentenció, consciente del valioso efecto de sus palabras sobre la tranquilidad de Zoe, quien se lo agradeció levantándose de la silla para darle un sentido beso—. Y como hablábamos de cocidos… Consuelo, ¿qué tal si nos enfrentamos a su segunda vuelta, a los garbanzos? —Miró a Ofelia, pero se dirigió a todos—. Os voy a tener que dejar enseguida para atender unos asuntos urgentes en el Parlamento, pero antes de irme, y disculpad el cambio de tema, no quiero dejar de preguntarle algo a Anselmo.

La atención de todos los comensales se dirigió al rostro del novio de Ofelia.

Zoe constató que la descripción física que Bruni le había adelantado en más de una ocasión no era exagerada. Lo encontró guapísimo. Tenía un aire intelectual, bigote cuidado y un rostro anguloso pero bien proporcionado, con el pelo castaño tirando a rubio y ojos claros.

—Dime una cosa, ¿hasta dónde llega la influencia del Partido Nacionalsocialista en la sociedad alemana?

—Entre los que están ideológicamente a la izquierda hay mucho miedo y ni que decir tiene entre el pueblo judío. Pero lo que más me ha impresionado es lo extendido que está el credo nazi en el resto de la población: hoy es algo imparable.

Anselmo acababa de regresar de Berlín después de haber pasado seis meses con una beca de la Dirección General de Pesca estudiando la gestión portuaria alemana, pero no solo había recibido ese inocente encargo.

—Ese hombre, y su visión racista del mundo y de la historia, va a poner a Europa en un aprieto si no le paramos pronto los pies —sentenció don Félix—. ¿Te has visto ya con Largo Caballero?

Zoe se sintió perdida. No sabía de qué estaban hablando, pero notó una cierta incomodidad en Anselmo ante la pregunta, lo que fue resuelto por su posible suegro al percibirla también.

—Ella es de total confianza. Puedes hablar sin reparos.

—Ayer mismo estuve despachando con él, sí. Le he puesto al corriente de todo lo que he podido averiguar gracias a la ayuda de lo poco que queda del Partido Socialdemócrata de Alemania. Durante los meses que pasé en Berlín trabajé codo con codo con antiguos agentes de la Abwehr, ahora expulsados de ese cuerpo de inteligencia por su adscripción socialista, y gracias a ellos conseguí ciertas informaciones que he trasladado a Largo Caballero. Eso es todo lo que puedo contar.

Zoe se quedó sin habla. Ninguno de los presentes se extrañaba demasiado de lo que Anselmo estaba contando, seguramente al estar bastante más al corriente de sus actividades de lo que estaba ella. Pero le había dejado impresionada la referencia al famoso dirigente del Partido Socialista Obrero Español, que si no estaba equivocada seguía encarcelado en la Modelo de Madrid por su participación en la revolución de octubre del año anterior. Bruni le había contado bastantes cosas sobre Anselmo cuando este había empezado a salir con Ofelia, ante el gran impacto que su persona había provocado en toda la familia. Por eso sabía que era ingeniero industrial, que había vivido en la Residencia de Estudiantes, como también su activa participación en la sindicación universitaria y luego en la UGT, y que había sido contratado después por la Dirección General de Pesca gracias a su especialización en oceanografía.

Mientras don Félix seguía interesándose por otros detalles menores sobre la vida en Alemania, y Anselmo se los respondía, ella no hacía otra cosa que dar vueltas a algo que se le acababa de ocurrir, al hilo de los importantes contactos políticos que parecía tener aquel hombre. Se planteó si sería el momento de comentarlo, pero terminó decidiendo que no. Aunque se sentía como una más en aquella familia, no le parecía correcto introducir un problema suyo a mitad de comida.

Sin embargo, su oportunidad llegó durante la sobremesa.

Don Félix se había ido al Parlamento, doña Consuelo estaba echándose la siesta en su dormitorio y Sigfrido tenía que preparar un trabajo, por lo que se quedaron solos Bruni, Ofelia, Anselmo y ella.

Mediado el café no pudo aguantar más y se lo preguntó.

—Por lo que se ve, te mueves en unos círculos muy importantes y supongo que mantienes buenos amigos de tu época en la Residencia de Estudiantes, como también de la UGT y el PSOE…

Anselmo sonrió sintiéndose medio diseccionado por ella, pero no quiso cortarla.

—Te explico a dónde quiero ir. Quizá tú no lo sepas, pero mi padre lleva encarcelado varios años por un accidente mortal que le costó una dura sentencia, y me gustaría saber si todavía se puede hacer algo por él.

Bruni captó al instante su intención y la apoyó sin tapujos.

—Los abogados de su padre ya la han recurrido varias veces sin ningún éxito. —Rellenó la taza de café de Anselmo y le guiñó un ojo a su amiga, percibiendo a través de su expresión que iba por buen camino—. Imagino que entre tus muchas amistades tienes que conocer a alguien que pudiera darle un empujón a ese caso.

—Ojalá fuera así —se sumó Zoe—. Pero también me conformaría con un especialista que me ayudara a enfocar mejor su defensa.

Anselmo se quedó pensativo durante unos segundos.

—Quizá tenga un nombre, pero supongo que no será fácil, por lo que contáis.

La mirada de Zoe se iluminó.

—¡Eso sería estupendo!

—Probaré a hablar con él, pero también tú podrías hacer algo por mí.

Zoe se incorporó en el sillón.

—Lo que quieras.

—Nada en concreto, pero quizá surja una ocasión. Verás. Como has podido escuchar antes, estamos muy preocupados por la deriva del nazismo en Alemania y sus posibles movimientos en España. Sé que te mueves en ambientes próximos a la embajada, y que disfrutas de algunas amistades de origen alemán que en algún caso compartes con Bruni. No te pido nada en concreto, pero si por casualidad escucharas algo que te extrañe, o si alguien, por lo que sea, llega a levantar tus sospechas, solo te pido que me lo cuentes. Nada más.

—¡Dalo por hecho! —respondió Zoe sin ambages.

Cuando Bruni despedía a Zoe una hora más tarde en la puerta de su casa, recibió dos preguntas de su parte que ya se esperaba. La primera tenía que ver con su común amiga Julia.

—Hace un tiempo Anselmo también me pidió ese favor. Pero jamás se me ocurriría poner en duda a Julia y menos espiarla.

La segunda tuvo una contestación menos concreta.

—Nunca he querido preguntar qué, o quién, mueve a Anselmo a querer saberlo todo sobre los nazis.